Por Rodolfo Zehnder.- No intenta ser este recuerdo, en modo alguno, autorreferencial: las referencias a mí sólo deben entenderse como una manera de situar y enmarcar el relato.
Corría el año 1962: Zazpe acababa de ser consagrado como obispo de Rafaela. Recuerdo que no pude asistir a su asunción: una gripe me había mantenido en cama, a pesar de mi ferviente deseo (el legado espiritual de mi madre y abuela materna era muy fuerte).
Al poco tiempo, me encontré formando parte del MEC (Movimiento Estudiantil Católico), formado por Zazpe, integrado por estudiantes de escuelas secundarias. Teníamos periódicos encuentros, enriqueciéndose con sus palabras y sanos consejos. Nos enseñó a cantar: “Oíd argentinos/ el grito de ataque/ clarines vibrantes/ nos mandan luchar/ por Cristo y su iglesia/ librar el combate/ que la patria antigua/ resucitará. Conservando bien alto/ la bandera sagrada/ que en Luján es el manto/ de la Virgen amada/ nuestra tierra gloriosa/ para siempre ha de ser/ la Nación victoriosa/ que jamás/dejó de ser”.
Eran decididamente otros tiempos: una Argentina de pie, en marcha, optimista. Una Iglesia que, con él a la cabeza, salía al encuentro y no se encerraba en cuatro paredes: la Iglesia “en salida”, la política del “encuentro”, en palabras del actual pontífice. Eran tiempos de optimismo, de una sensación y convicción de que Argentina estaba para grandes cosas: la decadencia y el espíritu de frustración vinieron después.
Recuerdo haberlo visto trepado a una moto, arremangandose su larga sotana negra (como se usaba entonces), para acudir en auxilio si las circunstancias lo requerían. Lo habían llamado con urgencia de un barrio de gente humilde, por un problema familiar, y no tenía a mano medios de transporte: pasó alguien en motocicleta y no trepidó en pararlo y solicitarle lo llevara hasta ese lugar (cosa que hizo el conductor, entre sorprendido pero halagado). Actitud por aquel entonces “revolucionaria”, impensada para una jerarquía de obispo (eran los tiempos en que todavía se los saludaba, besando el anillo, gesto que nunca le gustó), pero demostrativa a las claras de que Zazpe era un innovador, un reformador, una persona poco apegada a las formas rituales y sí muy cerca de quien debía estar cerca: el pueblo, la gente, los más necesitados.
Recuerdo sus sabios consejos en el confesionario: unía al Evangelio una enorme comprensión del alma humana. Hablábamos de la felicidad, esa condición o estado no estático o perenne, sino conformado por “pequeños puntos que, a lo largo de la vida, se van dando, aun en medio de las zozobras”, me decía. Y apuntaba siempre a la santidad de los laicos, no como un imposible.
La mano de Dios lo llevó por otros lares, a Santa Fe. Profeta, precursor e innovador, recuerdo sus charlas radiales dominicales, profundas, pero a la vez comprensibles para todos, con un lenguaje diáfano, directo, frontal. No abjuraba de la tecnología, aun sabiendo sus límites, sino que sabía utilizarla para difundir el Evangelio: era algo novedoso en esos tiempos.
Recuerdo cómo sus actitudes le valieron la incomprensión de muchos, tildándolo de izquierdista cuando no comunista, sólo porque se condolía del dolor ajeno, en particular de los más necesitados. La incomprensión humana no tiene límites.
Recuerdo su dolor cuando le robaron las joyas de la Virgen, un golpe artero (aún no resuelto) precisamente porque era un obispo “con olor a oveja”, como diría hoy el papa Francisco.
Recuerdo que en las luchas estudiantiles que supe tener, como alumno universitario de una universidad católica, me decía con dolor que a menudo se entendía más con estudiantes de la universidad pública que con los de la católica: clara admonición para lo que se creían discípulos de Cristo, pero que con su accionar contradecían lo que ellos predicaban.
Recuerdo sus cartas (lamentablemente perdidas en la vorágine de la vida), cuando la mano de Dios me llevó a vivir a otro país: se daba tiempo para leer las mías y contestarme. No había celulares y las comunicaciones telefónicas en 1966 eran una rareza.
Siendo arzobispo de Santa Fe concurrió una vez a Rafaela para dar una charla. Con la humildad que lo caracterizaba, comenzó diciendo que no sabía si iba a estar a la altura del auditorio, en virtud de esa “ateroesclerosis galopante” que dijo padecía. Nos regaló reflexiones sobre esa “Argentina profunda”, a la que le gustaba referirse, a esa Argentina viviente y sufriente, lejos de las pseudo-realidades-superficiales- que algunos medios de comunicación referían, sólo para desinformarnos. De más está decir que su exposición fue brillante: profunda, pero comprensible para todos.
Profeta, denunciaba todo aquello que se oponía al Evangelio, proviniera de donde proviniera. Pero teniendo siempre presente su humanidad, su comprensión, su misericordia.
Frontal y vehemente, pero a la vez tierno; uno no podía permanecer indiferente luego de escucharlo y de tratar con él.
La mano de Dios lo llamó prematuramente. Designio insondable, si los hay, porque era dable esperar todavía más de la riqueza de su compañía.
Rafaela, la Argentina toda, fue bendecida con la presencia de Zazpe y yo en particular. Hubo un antes y un después.