Por Emilio Grande (h.).- Este grave problema social y cultural no es nuevo en la Argentina (también se repite en otros lugares del mundo) sino que viene desde hace décadas, recordando los años violentos de 1970 con secuestros, torturas y asesinatos, que estuvieron a cargo de grupos civiles armados y militares en el Gobierno, siendo una de las noches más oscura de la historia nacional.
Ciertamente que la coyuntura actual no es comparable con aquella época. De todas maneras, en los últimos tiempos se observa una intolerancia y prepotencia verbal y física en distintos ambientes sociales alarmantes, en el contexto de la grave crisis institucional, política y económica que atraviesa el país.
Basta citar algunos hechos: las protestas y movilizaciones de gremios y movimientos sociales, que en muchos casos terminan atentando contra edificios públicos y particulares; los recientes saqueos en supermercados y comercios de distintos lugares del país, en un contexto de aumento de la pobreza e inflación aprovechado por infiltrados; la violencia en los estadios de fútbol, donde está prohibido el ingreso de visitantes, pero se pelean entre barras del mismo club, citando lo ocurrido en la cancha de Atlético de Rafaela durante el partido con Brown de Adrogué por la B nacional a principio del mes de agosto y los disturbios entre los hinchas de Peñarol y 9 de Julio el jueves último antes del partido por la Copa Santa Fe en el estadio juliense, que luego fue suspendido, fallando el operativo policial, entre otros.
¿Qué nos está pasando como sociedad que no solamente crece el delito común contra personas e inmuebles sino también está organizado con bandas de narcotráfico en las principales ciudades?
A decir verdad, se percibe cansancio por los enfrentamientos casi permanentes entre distintos actores sociales, quienes debieran dar el ejemplo, como así también hay hartazgo por el recrudecimiento de la violencia social.
Están vigentes la Constitución Nacional, las leyes nacionales y provinciales, y las ordenanzas municipales, pero da la impresión que vivimos en un estado de anomia generalizado, es decir una desorganización social desproporcionada y alarmante.
Al respecto, el obispo emérito de Viedma Miguel Hesayne advirtió en julio de 2013 que «basta escuchar o leer las noticias de cada día para diagnosticar que la Argentina está enferma, muy enferma. Está enferma en todos los niveles de la sociedad: en la relación familiar comenzando por esposos; en las relaciones sociales y políticas; en las relaciones sindicales y empresariales y hasta en las relaciones religiosas. Muchas voces se levantan para dar solución al ´mal argentino´ que corre el riesgo de degenerar en un mal indeleble o crónico que lleve a una Argentina sin solución. Una Argentina sin futuro y que tome el camino de la desaparición como tantos poderosos imperios o naciones que se los recuerda por hazañas pasadas».
En este sentido, el respeto entre las personas empieza en la familia, que es la célula básica de la sociedad, pero hoy está desintegrada por distintas causas que influyen como son la falta de tolerancia entre sus integrantes, el exceso de carga laboral para llegar a fin de mes, sumado a la invasión que produce la “caja boba” de la televisión y la irrupción de hace unos años de las redes sociales, que terminan rompiendo el diálogo y la escucha atenta sobre los problemas cotidianos.
Finalmente, estamos a tiempo de buscar salidas alternativas frente a esta encrucijada de telarañas sociales dañinas, que terminan destruyendo a la persona en su dignidad humana, que está establecida en los derechos natural y positivo a lo largo de la historia nacional e internacional. ¿Estamos dispuestos cada uno a renunciar un poco de egoísmo para evitar los atropellos y así volver al diálogo y al respeto del otro? De lo contrario, la grave crisis de violencia verbal y física continuará en las relaciones cotidianas en los distintos ambientes sociales.