Hay pocas cosas que molesten tanto al filósofo José Luis Galimidi como el exceso de individualismo en el que, según dice, vivimos los argentinos en estos tiempos de posmodernidad. Eso, sostiene, nos lleva a estar desconectados unos de otros y a aceptar como un hecho comprobado que somos incapaces de agruparnos y construir una comunidad.
“Me sorprende el deterioro en que han caído espacios públicos vitales, como la educación, y aun otros más populares, como el fútbol. Son áreas capaces de brindar mucha riqueza y sentido, pero hoy están deterioradas, porque vivimos divididos, desconfiando unos de otros, y no cumplimos con los acuerdos básicos”, dice.
Para este pensador de 48 años, doctor en Filosofía, profesor en las universidades de Buenos Aires y de San Andrés, que además es un excelente cantante lírico (integra el Coro Polifónico Nacional) y un tenista de categoría, el problema de fondo de los argentinos está en que “hemos adelgazado mucho la porción del nosotros que está presente en cada uno”.
“Cuando hay disgregación, el espacio se vuelve estratégico y deja de ser fiable. El otro ya no me representa, la cooperación está ausente, se corta la cadena contractual y las responsabilidades quedan limitadas a ciertas articulaciones locales: mi familia, mi grupo, mi fracción», afirma. Y da un ejemplo «de todos los días». Dice que el caos en el tránsito es un insulto y una amenaza grave a la integridad del prójimo, de la que no somos conscientes.
Galimidi, acostumbrado a debatir y analizar a fondo cuestiones que hacen a nuestra cotidianeidad -temas que la mayoría de los intelectuales no trata-, insiste sobre la centralidad que tiene la verdad en nuestras vidas y los problemas que entraña su ausencia.
-¿Es posible vivir en la verdad?
-Es imposible vivir en la verdad total. Su posesión suele ser esquiva e incierta. Pero también es imposible vivir sin aspirar a dosis de verdad en nuestras vidas. La verdad es una tarea; no un resultado impuesto. Cuesta ponerse en camino para buscarla, porque hay que resignar prejuicios y pereza y hay que estar dispuesto a luchar. La verdad tuya seguramente dolerá a otro, o competirá con la verdad de otro.
-¿Qué consecuencias acarrea la falta de verdad en la vida diaria?
-Deteriora nuestra existencia. Su falta toma diferentes formas: ignorancia, opinión liviana, engaño, irresponsabilidad y dogmatismo. Lo peligroso, en cualquier caso, es que sin verdad uno desconfía, básicamente, de sí mismo y de todo lo circundante. Uno no está dispuesto a ponerse a la altura de lo que predica. Ser es ser una promesa de intercambio leal y claro. Ser profesor es prometer que uno va a poner sus conocimientos al servicio del estudiante, que lo va a ayudar a acercarse a los contenidos de la materia. No cumplir con esto es faltar a la promesa. Es no respetarse. Michael Walzer, pensador político norteamericano, hace una distinción interesante entre autoestima y autorrespeto. Dice que la autoestima es una cualidad competitiva: uno la tiene según cómo le vaya en el mercado en habilidades, profesión, belleza. En cambio, el autorrespeto es una cualidad más fuerte, vinculada con estar o no a la altura de la propia dignidad. Creo que hay que arriesgarse a perder autoestima en pos de ganar autorrespeto.
-¿Le parece que el engaño se toma como algo natural en todos los ámbitos?
-Sí. ¿Cuánto del «nosotros» está dispuesto cada uno a aceptar dentro de sí mismo? La posmodernidad exacerbó la hiperindividualización y la desconfianza del otro. El engaño es generalizado.
-¿ Qué características tiene esta posmodernidad en la Argentina?
-Varias: individualización, poca tolerancia a los procesos y a los tiempos lentos, que son los que requieren, por ejemplo, el aprendizaje y la lectura reflexiva; poco apego a las normas, constante incumplimiento de promesas básicas. Vivir en una comunidad implica promesas que hoy no se están cumpliendo. La promesa de que si uno estudia y tiene carácter y voluntad conseguirá un puesto de trabajo acorde con su preparación, de que alcanzará cierta estabilidad laboral y cierto bienestar. Hay una sensación de desazón que tiñe todo. No se ve en el otro el reconocimiento al mérito, al esfuerzo, al trabajo, a lo que de verdad tiene valor. La línea entre verdadero y falso se diluye. Otra característica es la disgregación. Falta cooperación, los contratos más básicos no se cumplen, se encarece el costo de las transacciones y el espacio se vuelve estratégico. Entonces, ¿por qué no mentir? La mentira está presente en todos los ámbitos desde la pequeña trampa individual hasta la corrupción en la administración de justicia…
– ¿Qué otros problemas colectivos urge resolver?
-Lo que hoy hace peligrar nuestra existencia como comunidad es la brecha feroz que hay entre incluidos y excluidos. Si no se pone como plataforma política urgente terminar con la indigencia, nuestra comunidad es una mentira. Hay que decirlo. Es grave que se tome la exclusión como algo natural. Creo que en buena medida esto se debe a que la realidad se redujo a relaciones legítimas del tipo «te doy para que me des», lo que es propio del mercado de trabajo. Otro problema serio es la educación. Se convive con el deterioro profundo de la escuela secundaria. Los alumnos no demuestran el menor pudor por sus lagunas académicas o por su pobre bagaje cultural. El conocimiento carece de significación ante sus ojos. Por otra parte, los maestros no tienen reconocimiento social. Sin educación, el pueblo se desconstituye, pierde soberanía y se vuelve mera multitud anómica y dominada.
-Usted ha escrito sobre la pandemia de accidentes de tránsito. ¿Cómo se entiende tanta irracionalidad al volante?
-Eso refleja otro deterioro del espacio público. Es insólito que personas civilizadas en sus ámbitos de trabajo, que hacen la cola en el cine, salgan a la calle a zigzaguear y a exigir paso. Sin decirlo, están amenazando de muerte a los demás. Las actitudes que están detrás de la inconducta vial son la prepotencia, la idolatría por la tecnología, la agresividad, el desprecio machista por la cortesía y la urbanidad. Son conductas propias del individuo que se abandona al dominio de la masa.
-¿Por qué cuesta tanto acatar normas y es tan bajo el nivel de apego a la ley?
– El déficit de legitimidad, entendida como ese plus espiritual o ideológico que transforma el poder en autoridad, es evidente. La ley y la norma son la expresión de una voluntad investida de autoridad y poder. La mengua de alguno de estos elementos debilita los estímulos de la población para obedecerlas. Por un lado, al poder político le falta autoridad cuando la gente siente que el funcionario o el sistema político no están al servicio del bien común. Ley sin autoridad es, para el ciudadano, voluntad autoritaria. Esto se llama crisis de representación. Si no me representan, entonces no veo por qué tengo que obedecer. Por otra parte, a la autoridad pública se le corroe el poder cuando la población en general, pero en particular los grupos más favorecidos, cuidan exclusivamente sus beneficios y caprichos privados. Yo apostaría a la capacidad de palanca de la educación y, simultáneamente, a la administración de justicia. Mayor educación propicia una mayor demanda de autoridad legítima. Mayor capacidad judicial contiene los excesos propios de un sistema socioeconómico individualista y competitivo.
Por Agustina Lanusse
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 4 de agosto de 2007.