Por Adán Costa.- Mucho se habla por estos días de la “Caña con Ruda·, de la Madre Tierra, pero como suele ocurrir con otras cosas, que se hable mucho no representa que se sepa mucho, y menos profundamente. Cada primero de agosto, en tradición ancestral, de nuestros originarios, se festeja el día de la Pachamama, siendo su forma de celebrarlo con ofrendas a nuestra Madre Tierra, devolviendo todo lo que hemos recibido de ella. Esta costumbre data de hace siglos, podemos encontrar su epicentro en los países andinos de nuestra Indoamérica, o en las provincias del noroeste argentino, aunque no se limita a esas regiones.
Para esta época se suceden las «comidas» para la Tierra, la quema de cosas viejas, el replanteo de posibles desencuentros, el agradecimiento. Para la tradición ancestral se le «da de comer a la tierra», para ello se «abre la boca» del planeta: un pequeño hoyo, donde se «corpachan» diferentes productos como la infaltable coca, cigarrillos, fósforos, alcohol o comida. Se dice que se «corpachan», no que se entierran, «como se hace con un muerto».
La Pachamama es la que da la vida, pero es quien la quita, provee y deja en el desamparo, tiene prados y valles, pero también volcanes y terremotos. Por eso se representa con dos caras, y esta dualidad es la idea existencial del hombre indoamericano. Por eso se acepta la muerte con la misma naturalidad con que se acepta la vida. El hombre es un ser terrenal y a la vez parte de una hermandad cósmica, un ser espiritual, y en su centro está la Madre Tierra.
Los primeros españoles que estos presenciaron rituales no comprendían el sentido de la ofrenda. Con ese acto, mínimo e inmenso, el hombre cumple con lo que corresponde. La Pacha es el centro cósmico del hombre americano. Donde está, aquí y ahora. Su verdadera responsabilidad.
La filosofía occidental nunca pudo aceptar las cosmovisiones originarias, y, como todo lo que no se comprende, se reemplaza, se sustituye, se minimiza. Así trató occidente a todo lo originario en nuestras tierras. A Abya Yala, la denominó las Tierras de Américo, y luego América. A la Pacha Mama, la llamó Naturaleza o, lo que es peor “Medio Ambiente”, desnaturalizando su significado. Para los originarios, la Tierra se la respeta por sí misma, y es un respeto espiritual, profundo. Occidente piensa la Tierra, como una cosa, la respeta materialmente, y hasta por allí nomás, ya que está habilitado culturalmente a hacer lo quiera con esa cosa, sólo hasta que encuentra algunos límites, de supervivencia del propio hombre. Ese es el problema que tiene lo medio-ambiental, lo ecológico: en el centro sigue estando el hombre y no la Tierra.
Pero vayamos a un tema de nuestra injusta realidad para poner las cosas en sus contextos. La Madre Tierra provee de alimentos para todos los seres humanos en el mundo, por eso, la falta de alimentos no es algo natural. Que hoy en pleno siglo XXI muchas personas sufran este flagelo, se debe a una egoísta y mala distribución de los recursos, a una “mercantilización” de los alimentos. La Tierra, maltratada y explotada, en muchas partes del mundo nos sigue dando sus frutos, nos sigue brindando lo mejor de sí misma; los rostros hambrientos nos recuerdan que hemos desvirtuado sus fines. Dice, con razón, Francisco: “Un don, que tiene finalidad universal, lo hemos convertido en privilegio de unos pocos. Hemos hecho de los frutos de la tierra, don para la humanidad, commodities de algunos, generando, de esta manera, exclusión”.
Francisco, por su rol, puesto en el medio de Occidente, toma la actitud de sus periferias, adoptando una posición contra-cultural. Señala el sentido de lo comunitario, donde la distribución equitativa de los alimentos que provee la Tierra es su base filosófica que no nace de otro lugar que el de la cosmovisión de nuestros ancestros originarios; y también por cierto, en el muy relatado hecho de los evangelios en la multiplicación de los panes de Jesús. Enorme valor el de Francisco lo dice hoy, en 2016, desde la propia Iglesia, la que bien entiende de altibajos, otra resultante histórica de la cultura occidental.
El consumismo, otro subproducto de un occidente y sus sistemas económicos y culturales basados en el valor de los capitales y no el valor del trabajo humano, nos ha acostumbrado a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. Pero nos hará bien recordar que el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, del que tiene hambre.
La moderna razón occidental, experta en convertir símbolos y significados, especialmente a aquellos con cuya escueta visión no puede captar en lo profundo, reemplaza lo que ignora. Así despreció lo originario. Todavía resuena en el Norte Argentino, una ofensiva profanación de las celebraciones de la Pachamama. A los pies de Viltipoco, por razones electorales el año pasado, un candidato a presidente de la Argentina celebró superficialmente en noviembre algo que sólo se hace en agosto con profundidad y respeto.
1 de Agosto de 2016
El autor es abogado y docente de la ciudad de Santa Fe.