“Valores y perspectivas para la Europa de mañana”

Discurso de Benedicto XVI en los 50 años de los Tratados de Roma dirigido a los participantes en el congreso “Los 50 años de los Tratados de Roma”, organizado por la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE).

Discurso de Benedicto XVI en los 50 años de los Tratados de Roma:
“Valores y perspectivas para la Europa de mañana”

dirigido a los participantes en el Congreso “Los 50 años de los Tratados de Roma”, organizado por la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE)

«Señores Cardenales,
venerados hermanos en el episcopado,
parlamentarios,
señoras y señores:
Con particular alegría os doy la bienvenida en esta audiencia, que se celebra en la
víspera del quincuagésimo aniversario de la firma de los Tratados de Roma, acaecida el
25 de marzo de 1957. Se cumplía entonces una etapa importante para Europa, que salía
extenuada de la segunda guerra mundial, y deseaba construir un futuro de paz y de
mayor bienestar económico y social, sin disolver o negar las diferentes identidades
nacionales.
Saludo a monseñor Adrianus Herman van Luyn, obispo de Rotterdam, presidente de la
Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE), y le doy las
gracias por las gentiles palabras que me ha dirigido. Saludo a los demás obispos, a las
distintas personalidades y a cuantos participan en este congreso, organizado en estos
días por la COMECE para reflexionar sobre Europa.

Desde el mes de marzo de hace cincuenta años, este continente ha recorrido un largo
camino, que ha llevado a la reconciliación de los dos «pulmones», oriente y occidente,
unidos por una historia común, pero arbitrariamente divididos por una cortina de
injusticia. La integración económica ha alentado la política y ha favorecido la búsqueda,
que todavía tiene lugar con fatiga, de una estructura institucional adecuada para una
Unión Europea que ya cuenta con 27 países y aspira a convertirse en un actor global en
el mundo.

En estos años se ha experimentado cada vez más la exigencia de establecer un sano
equilibrio entre dimensión económica y social, a través de políticas capaces de producir
riqueza y de incrementar la competitividad, sin descuidar las legítimas aspiraciones de
los pobres y de los marginados. Desde el punto de vista demográfico, hay que constatar
por desgracia que Europa parece que ha emprendido un camino que podría llevarla al
fin de su historia. Además de poner en peligro su crecimiento económico, puede causar
también enormes dificultades a la cohesión social y, sobre todo, favorecer un peligroso
individualismo, que no tiene en cuenta las consecuencias para el futuro.

Casi parecería como si continente europeo estuviera perdiendo de hecho la confianza en
el propio porvenir. Por lo que se refiere, por ejemplo, al respeto del ambiente o al
acceso ordenado a los recursos y a las inversiones energéticas, la solidaridad encuentra
dificultades, no sólo en el ámbito internacional sino también en el propiamente
nacional. El mismo proceso de unificación europeo no es compartido por todos, a causa
de la difundida impresión de que los diferentes «capítulos» del proyecto europeo han
sido «escritos» sin tener en debida cuenta las expectativas de los ciudadanos.

De todo esto se deduce claramente que no se puede pensar en edificar una auténtica
«casa común», descuidando la identidad propia de los pueblos de nuestro continente.
Se trata, de hecho, de una identidad histórica, cultural y moral, antes que geográfica,
económica o política; una identidad constituida por un conjunto de valores universales,
que el cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando de este modo un papel no
sólo histórico, sino de fundamento para Europa.

Estos valores, que constituyen el alma del continente, tienen que permanecer en la
Europa del tercer milenio como «fermento» de civilización.
Si desfallecieran, ¿cómo podría el «viejo» continente seguir desempeñando la función de «levadura» para todo el mundo?
Si, con motivo del quincuagésimo aniversario de los Tratados de Roma, los
gobiernos de la Unión desean «acercarse» a sus ciudadanos, ¿cómo podrían excluir un
elemento esencial de la identidad europea, como es el cristianismo, en el que una amplia
mayoría de ellos sigue identificándose? ¿No es motivo de sorpresa el que la Europa de
hoy, mientras quiere presentarse como una comunidad de valores, conteste cada vez
más el hecho de que haya valores universales y absolutos? Esta singular forma de
«apostasía» de sí misma, antes aún que de Dios, ¿no le lleva quizás a dudar de su misma
identidad? De este modo, se va difundiendo la convicción de que la «ponderación de los
bienes» es el único camino para el discernimiento moral y que el bien común es
sinónimo de compromiso.
En realidad, si el compromiso puede constituir un legítimo
balance de intereses particulares diferentes, se transforma en un mal común cuando
implica acuerdos dañinos para la naturaleza del ser humano.

Una comunidad que se construye sin respetar la auténtica dignidad del ser humano,
olvidando que cada persona está creada a imagen de Dios, acaba por no traer nada
bueno.
Por este motivo, cada vez es más indispensable que Europa evite esa actitud
pragmática, hoy ampliamente difundida, que justifica sistemáticamente el compromiso
sobre los valores humanos esenciales, como si se tratara de la inevitable aceptación de
un presunto mal menor. Este pragmatismo, presentado como equilibrado y realista, en el
fondo no lo es, pues niega esa dimensión de valores e ideales, que es inherente a la
naturaleza humana.

Cuando en este pragmatismo se introducen tendencias laicistas o relativistas, se acaba
por negar a los cristianos el derecho mismo a intervenir como cristianos en el debate
público o, al menos, se descalifica su contribución con la acusación de que buscan
defender injustificados privilegios.

En el momento histórico actual y ante los muchos
desafíos, la Unión Europea, si quiere garantizar adecuadamente el estado de derecho y
promover eficazmente lo valores humanos, tiene que reconocer con claridad la
existencia cierta de una naturaleza humana estable y permanente, fuente de derechos
comunes para todos los individuos, incluidos los de aquellos que los niegan.

En este
contexto, hay que salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia, cada vez que los
derechos humanos fundamentales sean violados.

Queridos amigos, sé lo difícil que es para los cristianos promover valientemente esta
verdad sobre el hombre. ¡No tenéis que cansaros ni desalentaros! Sabéis que tenéis la
tarea de contribuir en la construcción, con la ayuda de Dios, de una nueva Europa,
realista pero no cínica, rica de ideales y libre de ilusiones ingenuas, inspirada en la
perenne y vivificante verdad del Evangelio. Por este motivo, participad de manera
activa en el debate público a nivel europeo, conscientes de que hoy por hoy forma parte
del debate nacional, y complementad este compromiso con una acción cultural eficaz.

¡No tenéis que rendiros ante la lógica de la búsqueda del poder por el poder!
Que os sirva de estimulo y apoyo constante la advertencia de Cristo:
si la sal pierde su sabor sólo sirve para ser tirada y pisoteada (Cf. Mateo 5, 13).
Que el Señor haga fecundos
todos vuestros esfuerzos y os ayude a reconocer y valorar los elementos positivos
presentes en la civilización actual, denunciando con valentía todo lo que atenta contra la
dignidad del ser humano.

Estoy seguro de que Dios no dejará de bendecir el esfuerzo generoso de quienes, con
espíritu de servicio, trabajan por construir una casa común europea, en la que toda
contribución cultural, social y política esté orientada al bien común.

A vosotros, que ya
estáis comprometidos de diferentes maneras en esta importante empresa humana y
evangélica, os expreso mi apoyo y dirijo mi más sentido aliento. Os aseguro sobre todo
un recuerdo en la oración e, invocando la maternal protección de María, Madre del
Verbo encarnado, os imparto de corazón a vosotros y a vuestras familias y comunidades
mi afectuosa bendición».

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