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Urgencias y confesiones de un Papa que no deja de sorprender

Por .- 

Con Francisco se vive de sorpresa en sorpresa. A pesar de que en la entrevista publicada por la revista jesuita La Civiltà Cattolica afirma que «se necesita tiempo para poner las bases de un cambio verdadero y eficaz» en la Iglesia Católica, el Papa demuestra en los hechos que tiene urgencia, algo propio de quien sabe que las grandes líneas de reforma se implementan en los primeros tiempos de todo gobierno y que las decisiones políticas no se anuncian, sino que se toman.

Jorge Bergoglio a menudo desconcierta. Y no es la excepción la larga entrevista publicada en las últimas horas que alteró muchas redacciones en el mundo. Por un lado, demuestra ser un hombre de clara ortodoxia y, por otro, un arriesgado innovador que concibe a la Iglesia como pueblo concreto y no como un cenáculo, que invita a vivir en las fronteras, que privilegia el encuentro fraterno y la misericordia por sobre los enunciados doctrinarios y las formalidades burocráticas.

Sobresale una vez más el acento puesto en el amor por los pobres y en el servicio. En efecto, para él -que reconoce haberse equivocado muchas veces por su temperamento autoritario y sus decisiones inconsultas del pasado-, se necesitan pastores y no funcionarios, y hay que pensar una teología de la mujer y su lugar a la hora de tomar decisiones.

Además, reitera en este largo diálogo con Antonio Spadaro que se requiere una Iglesia más participativa y menos estática, porque -insiste- Dios no es una certidumbre dogmática, sino una presencia que encontramos en el camino de nuestra historia y que está en cada persona.

Desde esta perspectiva, se entiende por qué el papa argentino no quiere que la jerarquía se obsesione con temas como el divorcio, el matrimonio homosexual o el aborto, ya que lo primero del anuncio evangélico es la salvación. De lo contrario, la Iglesia corre el riesgo de caer «como un castillo de naipes». Por eso urge reencontrar «la frescura y el perfume del Evangelio». Además, prefiere detenerse en el discernimiento, en la oración (llena de memoria, de recuerdos) y en la maravilla de la santidad cotidiana que descubrió en personas sencillas y auténticas.

Curiosamente, este hombre que siempre rehuyó las entrevistas, los medios de comunicación y la exposición pública, hoy -casi a contrapelo de su voluntad, pero con magistral naturalidad- se muestra cómodo ante multitudes y conversa sin reparos con Spadaro, director de la publicación oficiosa de la Santa Sede. Recuerdo que este reconocido teólogo, poco después de conocerlo a Francisco, me decía que, a diferencia de Juan Pablo II, alcanza impacto multitudinario a partir del encuentro cara a cara con cada persona, como si en ese momento sólo existiera quien tiene delante. Paradójicamente, las cámaras de televisión convierten esa intimidad en una percepción universal.

Para el obispo de Roma -entusiasta interlocutor ecuménico, interreligioso y de intelectuales agnósticos o ateos-, uno puede olvidarse de Dios, pero Él no nos olvida. Por otra parte, sonriente como se muestra, dice no creer en el optimismo, sino en la esperanza cristiana que, parafraseando lo expresado en la ópera Turandot, de Puccini, «no defrauda».

En la entrevista, Bergoglio vuelve sobre sus años de provincial de los jesuitas en nuestro país y su episcopado en Buenos Aires, y deja entrever que, por el lado del progresismo, se lo acusó de conservador y de derecha. Y, a su vez, los conservadores lo acusaron de estar poco atento a los principios de la doctrina moral porque no ponía en el primer lugar la actitud condenatoria de la Iglesia. No eludió el compromiso existencial que espera de los cristianos.

Algo muy claro para él es que buscar refugio en soluciones disciplinarias o tender a la seguridad es un camino que lleva al fracaso, una forma de entropía. Todo futuro esperanzador supone correr riesgos. El pensamiento de la Iglesia «debe recuperar genialidad y entender cada vez mejor la manera como el hombre se comprende hoy», recuperar la tarea de exégetas y teólogos que ayuden a madurar los juicios (tan silenciados en el papado de Juan Pablo II), y «encontrar a Dios en nuestro hoy». Porque Él, observa Francisco, es más grande que el pecado, y nadie se salva solo, sino en «la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana».

Fiel a su promesa de reformar la curia, observa que debe «estar al servicio del Papa y de los obispos, ayudar a las iglesias particulares y a las conferencias episcopales».

La inusitada entrevista, probablemente adquiera mayor relevancia y alcance que un documento oficial. Una vez más, Francisco puntualiza que la Iglesia encuentra su centro en la atención frente a cada persona: pone el ejemplo de su propia orden, cuyo centro no puede ser ella misma, sino Cristo y los hombres. Acaso por eso no teme equivocarse en el camino y confía en poder llegar a la mayor cantidad de personas, aun a costo de sacrificar ciertas elucubraciones propias de los eruditos.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 20 de setiembre de 2013.

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