Por Joaquín Morales Solá.- «Yo soy yo, no disimulo y no cambio», me dijo una vez Cristina Kirchner. Era entonces una influyente senadora y primera dama del país . Salta a la memoria aquella frase porque hay interpretaciones distintas sobre un año, el primero de su segundo mandato, en el que conoció el éxtasis y tropezó con la caída. Muchos de los viejos diputados y senadores que fueron colegas de Cristina aseguran que ella fue siempre tal como es hoy, pasional, a veces caprichosa, otras arbitraria.
Siempre fue difícil tratar con ella y siempre la rodeó una corte de adulones, recuerda un ex legislador que convivió en el Congreso con la actual presidenta.
Hablan, sin embargo, sólo de un carácter. De una personalidad que, en efecto, caminaba sembrando conflictos. Ni su marido muerto se salvó de esos impetuosos bríos. «No se lo digan a Cristina», era una orden habitual de Néstor Kirchner a los funcionarios que, ya siendo ella presidenta, le llevaban malas noticias.
Nadie supo nunca si el ex presidente hacía ese pedido para protegerla de las inclemencias de la política o para preservar una relativa paz en Olivos. Fue siempre así, es cierto.
Pero hay otra interpretación que es completamente veraz: su proyecto político fundamental, su catálogo de ideas y su propio lugar en la historia han cambiado de manera concluyente desde que comenzó su segundo mandato. Ya no estamos hablando de la misma Cristina de antes.
Buscando en YouTube los discursos previos a octubre pasado, no encontramos ninguna huella de la posterior presidenta. De la Presidenta que pasó del intervencionismo estatal en la economía al estatismo liso y llano. De la que antes se conformaba con asustar y amedrentar a los empresarios a la que luego se convirtió en una firmante serial de expropiaciones y confiscaciones. De la que ya no se conforma con un liderazgo hegemónico, tan propio de los Kirchner, y prefiere, en cambio, un sistema más cercano al autoritarismo. De la que convirtió la anterior presión oculta a los jueces, para proteger a los suyos y perseguir a los otros, en el actual y ostensible proceso de acoso y derribo del Poder Judicial.
Esa mutación sustancial de las políticas presidenciales fue letal para su fortaleza política. Perdió la mitad de las simpatías populares que tenía hace un año. Es una pérdida demasiado grande para cualquier liderazgo. Es notable que esa hemorragia política haya sucedido en tiempos de precios récord de las materias primas, sobre todo de la soja. El prestigioso economista Ricardo Arriazu estudió las curvas ascendentes y descendentes de la economía argentina en los últimos diez años. Los períodos de mayor crecimiento económico coincidieron siempre con las etapas de elevados precios internacionales de las materias primas. En nombre de la modernidad, el kirchnerismo ha hecho un vertiginoso viaje al pasado. La economía actual es casi la misma que la del siglo XIX.
La decadencia popular de la Presidenta podría tener su explicación en el mapa genético de los argentinos. La sociedad nacional no supo construir nunca una República como Dios manda, pero siempre preservó mecanismos para derrumbar los autoritarismos. Incluidos los militares, que aquí fueron tan catastróficos como breves si se los compara con los Pinochet o con los Franco de este mundo.
La ruptura del contrato entre la sociedad y su líder era, entonces, inevitable. Cristina tampoco está dispuesta a transigir. Ella es amante de los conceptos, como su marido era un viejo enamorado del pragmatismo político. Néstor Kirchner no hubiera sacrificado jamás una encuesta para quedar bien con un pequeño grupo de fanáticos. Cristina es, en el fondo, una antinestorista de cabo a rabo. Terminó abrazada a los principios y a los modos del peronismo de los años 40 y 50. A ese peronismo irrespetuoso y pendenciero del que se alejó hasta el Perón moribundo de los últimos años. No importa: el último Perón es, para Cristina, un viejo traidor.
Tampoco la desalientan las respuestas negativas de la realidad. Expropió e intervino, contra la ley, a la principal empresa del país, la petrolera YPF, antes propiedad mayoritaria de la española Repsol. Varios meses después, los resultados de la petrolera estatal son ahora mucho peores que cuando estaba en manos privadas. La única promesa relevante de inversión externa que consiguió, la de la petrolera norteamericana Chevron, vino con una condición envenenada. La Argentina no debe embargar las cuentas argentinas de esa empresa por un juicio que le hizo el presidente de Ecuador, Rafael Correa. O Cristina pierde la inversión o queda mal con Correa, un amigo suyo que asumió el liderazgo político de la América latina autocrática que dejó vacante Hugo Chávez.
La Presidenta confiscó Aerolíneas Argentinas y se las entregó a los jóvenes fervientes de La Cámpora. La compañía aérea pierde ahora más de dos millones de dólares por día, pero la Presidenta no se planteó nunca el relevo de su conducción por profesionales serios del comercio aéreo. Le sacó al Grupo Clarín, en el principio de la guerra, la transmisión paga de los partidos de fútbol. El creciente presupuesto del hiperoficialista Fútbol para Todos podría servir ya para pagar gran parte de los reclamos financieros de Córdoba, Santa Fe y Corrientes. Esas provincias siguen suplicando ante la Corte Suprema de Justicia. Cristina no les pagará nunca lo que reclaman.
¿Por qué debería obedecer a la Corte? El kirchnerismo nunca respetó las decisiones de la Justicia, pero menos aún el cristinismo. Cristina encabezó una verdadera revolución cuando decidió voltear, uno a uno, a los jueces que no se inclinan ante ella. Un verdadero golpe de Estado contra el Poder Judicial fue iniciado por el vicepresidente Amado Boudou cuando el sábado de la última Semana Santa tumbó de una parrafada al jefe de los fiscales, el histórico Esteban Righi; al juez federal Daniel Rafecas y al fiscal Carlos Rívolo. Todos ellos investigaban, de alguna manera, al vicepresidente por supuesta corrupción. Boudou hizo escuela y el método se expandió luego a otros jueces, incluidos los de la Corte Suprema, aunque con menos suerte.
El caso Boudou es emblemático también de la debilidad presidencial por rodearse sólo de presuntos leales, sin importarle sus capacidades o sus experiencias. Es un camino de insalvable decadencia. Es evidente, casi palpable, el descenso de la jerarquía intelectual o política de sus colaboradores. ¿Cómo comparar a Axel Kicillof y Guillermo Moreno con Roberto Lavagna o Martín Lousteau? ¿Qué comparación posible podría hacerse entre Abal Medina, a quien la adulación lo lleva a cometer impolíticos exabruptos, y Alberto Fernández o hasta Sergio Massa, sus antecesores? ¿Cómo contrastar al sobrio y profesional Jorge Taiana con el sobreactuado y contradictorio Héctor Timerman? Sus ministros actuales son hombres muertos de miedo. Callan cuando deben hablar. Hablan cuando deben callar. Todos copian el método de la prepotencia política, que es el único que les asegura la simpatía presidencial.
Sin embargo, no podría desconocerse que la nueva Cristina Kirchner agita un discurso que les cae bien a algunos sectores de la sociedad. Pequeños empresarios que le temen a una nueva marea de incontroladas importaciones. Una parte de la sociedad argentina (¿15 o 20%?) que cree en la omnipresencia del Estado y en una autarquía económica casi xenófoba. La misma autarquía, y casi los mismos argumentos, que exaltaron los grandes dictadores de la historia, como Franco.
Cristina le dedicó un año, y no sabe cuánto tiempo más, a la venganza. A los que compraban dólares y al mismo tiempo la votaban (empresarios, comerciantes, empleados, jubilados y hasta amas de casa) los condenó a vivir con pesos devaluados por la inflación. Se metió ella y metió a todo su gobierno en la guerra contra el Grupo Clarín. Guerra interminable de la que la sociedad no participa y a la que ya ni siquiera comprende. Desertó, en cambio, de las batallas fundamentales de su tiempo (la inflación, la pobreza, la inseguridad, la energía), que quedarán para la administración que algún día la sucederá.
Una vez, poco después de que fuera elegida en 2007, le pregunté, esta vez en un reportaje público, qué país le parecía un modelo para la Argentina. Alemania, me contestó, sin dudar. Nunca supe si se refirió a la Alemania de Angela Merkel o a la vieja Alemania oriental, pero lo cierto es que la última Cristina habla ahora de un mundo al que ya no pertenece ni quiere pertenecer. Ése es otro cambio radical de sus viejos gustos y aficiones. Lo único inalterable es su devoción por Hugo Chávez. Ya en la campaña de 2007, en una reunión con empresarios durante un viaje al exterior, reaccionó drásticamente cuando escuchó algunas críticas al líder caraqueño. «Disculpen, pero no permito que en mi presencia se hable mal de un amigo», cortó, seca y rotunda. Resulta extraño que su único amigo verdadero entre los líderes extranjeros sea un militarote que llenó de militares su última boleta electoral.
Los primeros meses de su segundo mandato la encontraron, en fin, decidida a radicalizarse. Parece no importarle el precio que está pagando en las encuestas. Tampoco la preocupa la peligrosa fragmentación social que provoca ni la definitiva sublevación de la clase media. La historia no la describirá como una constructora de un país más grande y más justo, con instituciones más sólidas. Ésas fueron sus promesas electorales. Pero después cambió, encontró otras referencias y otros héroes. Está deslumbrada con el mito de Eva Perón. Una infatigable rebelde de discursos que prometió desde el poder revoluciones inconclusas. Un personaje perfecto para un musical de Broadway.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 31 de diciembre de 2012.