Rafael Bielsa solía contar, cuando era canciller, que una vez encontró a Néstor Kirchner resolviendo el precio del boleto de colectivo, mientras participaba al mismo tiempo, en la mesa de al lado, de una discusión sobre el salario de los maestros. El entonces ministro le dio al ex presidente el buen consejo de que aprendiera a delegar algunas cuestiones del Estado. Kirchner le replicó que el equivocado era Bielsa; el Estado funcionaría, le dijo, sólo si él se lo ponía sobre sus hombros. «Néstor, eso es imposible: o explotará el país o explotará el cuerpo», le respondió Bielsa.
La enfermedad que afectó ayer a Néstor Kirchner le debe mucho a esa obstinación por la concentración absoluta del poder nacional en cuatro manos: las suyas y las de su esposa, la Presidenta. Cuando un sistema político y un gobierno dependen sólo de dos personas, como ahora, aumenta, en primer lugar, el riesgo del error y de la sinrazón. La enfermedad de uno de ellos, además, debilita demasiado a la conducción política de la Nación. El matrimonio Kirchner buscó, hasta que lo logró, un gabinete opaco, integrado por personas pendientes de las órdenes que llegan desde Olivos.
Ultimamente, la llamada «mesa chica» de Olivos sólo admitía al influyente secretario legal y técnico de la presidencia, Carlos Zannini, junto a la pareja presidencial. Sin embargo, ni el propio Zannini (nacido y crecido en la política entre los rigores kirchneristas de Santa Cruz) tenía más atribuciones que darle cierto matiz jurídico a la extravagante creatividad de los Kirchner. Puede insinuar alguna opinión contraria, pero en el acto Zannini se refugia en el silencio cuando entrevé que el huracán de Kirchner lo sacudirá de frente.
En las últimas horas se han hecho muchas comparaciones entre la carótida de Kirchner y la de Carlos Menem, que también fue operado de urgencia en octubre de 1993 por la misma enfermedad. Debe reconocerse que el gobierno de entonces era otra cosa. Menem era criticado, al contrario de Kirchner, por una excesiva delegación de facultades en sus ministros. Tenía un gabinete, además, de personas con ideas propias y con capacidad de decisión. Domingo Cavallo, Guido Di Tella, Eduardo Bauzá, Carlos Corach y Alberto Kohan se repartían, a veces entre peleas de final de ópera, la administración del país. Sus ideas y sus puntos de vista son opinables, pero no se les puede negar potencial político.
Kirchner, en cambio, exhibió siempre a Julio De Vido como su funcionario ideal. «Yo hago lo que Kirchner me dice. Si hay que romper, rompo. Y si hay que acordar, acuerdo», repite De Vido, que, al revés de lo que se cree, es un excelente operador del ex presidente, aunque no tiene mayor influencia en sus decisiones políticas. Eso es lo que le gusta al ex presidente: que sean obedientes y que no pierdan el tiempo discutiendo con él.
Por eso se fueron del gobierno Roberto Lavagna, Alberto Fernández, el propio Bielsa y hasta José Pampuro, que prefirió la riñas parlamentarias a la obediencia ciega que le imponían desde Olivos en sus tiempos de ministro de Defensa. La conclusión es que el mejor gabinete que tuvo Kirchner fue dando paso a los actuales funcionarios sin brillo propio.
Cristina Kirchner
La Presidenta está ahora al lado del lecho de su marido enfermo, como corresponde a cualquier esposa de este mundo. ¿Quién está hoy en condiciones de tomar una decisión sobre política económica, sobre todo después de que el ministro de Economía, Amado Boudou, fue reiteradamente ninguneado y desautorizado en los últimos días?
¿Quién podría resolver sobre una cuestión de política exterior si el canciller, Jorge Taiana, se limita a explicar las decisiones que toman los Kirchner sobre los tratos con el mundo? ¿Quién podría arbitrar una línea sobre política interior si el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, está siempre librando los muy duros combates públicos de los Kirchner?
Kirchner es un hombre que no conoce el descanso ni la paz. Desayuna leyendo los diarios (con más furia que placer), almuerza rodeado de incondicionales a los que adoctrina sobre los pasos por seguir, pasa la tarde entre conversaciones con ministros y secretarios de Estado y comparte la cena con su esposa y con más funcionarios, legisladores y políticos.
Los días de sus supuestas vacaciones en El Calafate se fugan siempre entre maquinaciones políticas y entre disposiciones sobre sus muchos negocios personales. Nunca lo apasionaron los viajes al exterior (pisó Europa por primera vez después de ser presidente) ni le despierta la curiosidad otra cosa que no sea la política en su construcción más básica. El ex presidente no conoce, ni en sueño, otra cosa que la perpetua política.
Kirchner tiene, además, una salud frágil. Con el cuerpo grande, su apariencia es, sin embargo, la de un hombre débil. El color de su piel es de una notoria palidez. Consume aspirinas durante todo el día, junto con café cortado con leche, contra la opinión perseverante de sus médicos. Hasta ahora, el lugar de su físico donde parecía somatizar todos los nervios de la política era el estómago, que ya le provocó el primer gran susto en 2004, con una hemorragia prolongada y abundante.
Kirchner subrayó todas sus características (sobre todo las que no son buenas) desde que es sólo el hombre fuerte del país, despojado ya de los empaques del poder. Cierto aislamiento y la necesidad de compartir las apariencias con su esposa lo llevaron, quizás, a una mayor concentración del poder y a una más grande dosis de arbitrariedad en sus decisiones.
Elecciones legislativas
Todo empeoró, no obstante, desde la perdidosa elección de junio último. Desde entonces se obligó a un ritmo de vértigo para arrancarle al Congreso las decisiones que no podrá conseguir luego, cuando perderá la mayoría automática del Parlamento. Hizo al revés de lo que le aconsejaban el sentido común y el pragmatismo: forzó sus propios límites políticos y los de sus aliados; convirtió la épica en un breviario de cada día; buscó enemigos (y los encontró) donde no los tenía, y cometió más errores que aciertos en la hora de su desventura.
El primer domingo de febrero, bajo un aguacero propio del Caribe que detesta, Kirchner estaba urdiendo los días finales antes de las sesiones ordinarias del esquivo Congreso que le tocará de ahora en más. El cuerpo le puso entonces un límite implacable, el mismo que la política no había podido hasta ahora.
Joaquín Morales Solá
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 8 de febrero de 2010.