Por José Claudio Escribano.- He cubierto como periodista procesos electorales en la Argentina desde julio de 1957, cuando se eligieron convencionales constituyentes y se aplicó por primera vez en comicios nacionales el sistema de representación proporcional que aún perdura, y nunca asistí a un fenómeno más disparatado de esta misma naturaleza.
No debe sorprendernos. Ha sido este proceso un síntoma más de la Argentina amasada en un largo ciclo de decadencia política, económica, social y moral, con la particularidad de que la propulsión hacia abajo ha tomado una celeridad asombrosa en estas últimas dos décadas. La Argentina dispendiosa y dilapidadora de los años veinte que Celine retrató en Viaje al fin de la Noche ya no puede comprar ni bananas a Paraguay y Bolivia porque no paga. No paga por falta de dólares hasta para comprar bananas. Así de simple y de humillante.
En esa sublimación del surrealismo que fue la campaña electoral que llega a la hora de la verdad, ha habido un colosal final a toda orquesta, no en el sentido estricto de la expresión, sino en el más amplio y mundano: un violinista, en el teatro munificente por antonomasia en el mundo, el gran Teatro Colón, emprendió anteanoche la Marcha Peronista, mientras se exteriorizaban manifestaciones de repudio por la presencia de Javier Milei y otra parte del público lo vivaba en solidaridad. Y así, entre todos, demoraban el comienzo del drama lírico de Giacomo Puccini, Madama Butterfly, sobre un cuento de John L. Long.
No podemos pagar por las bananas, pero hemos asistido a la más inaudita expansión de que haya memoria del gasto público en una campaña electoral, y a tantas mentiras y simulaciones que debemos extremar la indagación para preguntar qué hacía ese violinista en el Colón, ejecutando la Marcha Peronista. ¿Lo hacía en burlona broma, como una manera de quebrantar por la vía del absurdo una colisión entre alas del público en una de las salas líricas más veneradas por los artistas de verdad, desde que se inauguró en 1908?
Estremece solo pensar que el anónimo ejecutante fuera un agente doble, un provocador profesional en la tarea de irrumpir, en medio de la gresca inesperada, con una desinformación sonora y solapada, en el mejor estilo del inglés Kim Philby o de Oleg Gordiesvky, el gran espía de la K.G.B que terminó trabajando para el Reino Unido. Si algo ha conferido pábulo a la versión conspirativa es que en las redes sociales el massismo propendió ayer a evitar que se difundiera la intención de ultrajar a Milei en el Colón.
Qué personaje ideal habría sido para John Le Carré aquel violinista, de haber hecho correr los sones de la Marcha Peronista a fin de irritar a quienes no habían decidido aún el voto, y no para un intrépido apoyo de última hora al inagotable candidato oficialista. La profusión posible de hipótesis sobre el escándalo sucedido en el Colón estaría, después de todo, a tono con el número de versiones hechas por Puccini de Madama Butterfly: cinco.
“La música es una pregunta para la que no hay respuesta”, dice Nicolló Paganini, considerado por muchos el más grande violinista de la historia, en Don Nigro, una comedia satírica de fines del siglo último. El violinista que el viernes a la noche procuró su minuto de fama era un hombre, no una mujer, como lo fue la española Africa de las Heras, “La violinista roja”.
Mejor que así haya sido: “La violinista roja” fue una espía soviética durante la guerra civil española y se le iba la mano, no precisamente con el violín, sino con los interrogatorios que hacía como parte de la checa que integraba en Barcelona. El único punto en común aparente entre “La violinista roja” y el violinista que contribuyó a demorar la famosa ópera de Puccini, y a que entraran en escena Cio-Cio-San, la enamoradiza japonesita, y el desaprensivo teniente Pinkerton, es que sus vidas quedarán estampadas en leyendas rioplatenses. Africa de las Heras ya había cumplido su parte en ese sentido enamorando en su tiempo a un singular escritor uruguayo, Filisberto Hernández.
Como en plateas y palcos había gentes de edad provecta, vaya a saberse si no quedaba al menos alguno que en la mocedad hubiera luchado contra la dictadura -de origen constitucional, es cierto- que en 1954 llenó la cárcel de Devoto con militantes de la Federación Universitaria de Buenos Aires, la FUBA. Hubo entonces largos meses de prisión para estudiantes comunistas, socialcristianos, socialistas y liberales, que antes de entrar en Devoto se habían aunado, justamente, entonando la Marcha Peronista, en el acto de abril de ese año, en el Parque Rivadavia, en la proclamación de la candidatura por el radicalismo de Crisólogo Larralde a vicepresidente de la Nación. Había muerto dos años antes el vicepresidente electo el 11 de noviembre de 1951, Hortensio Quijano.
Los muchachos de la FUBA cantaron a capella la marchita, casi al pie del monumento a Bolívar, con la travesura de revertir la letra pegadiza consagrada desde los años cuarenta: “Los muchachos radicales/ todos unidos triunfaremos/ y a Perón lo colgaremos/ en la Plaza San Martín/ viva Balbín, viva Balbín…”.
Vaya a saberse, en medio del desconcierto que abruma a todos a estas horas, lo que aquel ignoto violinista procuró, en el fondo de su ánimo, hacer anteanoche en el Colón. A él, y al resto de quienes se manifestaron en la sala egregia, los rescató al final del pozo el director del teatro, Jorge Telerman, al llamar la atención sobre el respeto ciudadano que nos debemos unos y otros, sobre todo en un ámbito acreedor a la mayor consideración ciudadana.
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