Por Joaquín Morales Solá.- Nunca imaginó que sería el candidato del casi unánime peronismo. Desde que la enfrentó a Cristina Kirchner en 2013, Sergio Massa suponía que su destino presidencial se dirimiría como un díscolo del partido de Perón. Hasta logró alianzas con Margarita Stolbizer, autora de varias de las más duras denuncias contra la corrupción de los Kirchner, para mostrar que su camino estaba fuera de la versión kirchnerista del justicialismo. Resulta que de pronto se encontró con su candidatura presidencial amparada por un amplio mosaico del establishment peronista: por el propio kirchnerismo en su actual tiempo de conmovedora fragilidad política; por los gobernadores peronistas (que solo querían zafar del vano camporismo al que los llevaba Cristina Kirchner), y por los sindicatos peronistas, que electoralmente no significan nada, aunque deben estar para cumplir con los requisitos que alguna vez instauró el fundador de esa organización política. Los dueños de los gremios también soñaban con una candidatura que dejara atrás los privilegios de la “generación diezmada” y, por lo tanto, de los militantes de La Cámpora.
Massa desliza por aquí y por allá que solo aspira a poner al peronismo en el ballotage, que es el objetivo que se fijó públicamente la lideresa que lo aupó. “Si el peronismo estuviera en la segunda vuelta, mi misión se habrá cumplido”, asegura el ministro, suelto de cuerpo. No dice la verdad. Ahora no solo quiere ganar la presidencia de la Nación, sino que quebró todos los limites conocidos para llevar la campaña a un espacio sucio y obsceno. Desde las operaciones de los servicios de inteligencia (trascienden sus intrigas, pero se desconocen sus consecuencias y a quiénes comprometen), hasta el uso descarado de los recursos del Estado, todo es posible en el universo político de Massa. Los archivos del espionaje, la delación de los oportunistas o la arbitrariedad de los funcionarios. No falta nada. La justicia electoral debería parar los pies del ministro de Economía. En los últimos días le hizo un virtual regalo de 400 mil pesos a cada jubilado. Es el crédito que podrá sacar cada uno de ellos, pagadero en cuatro años con tasas del 29% anual en un país con una inflación prevista, también anual, de entre el 120 y el 140%. Ningún jubilado debería despreciar semejante donativo de parte de un Estado que hizo con las jubilaciones buena parte del ajuste que le prometió al Fondo Monetario. En otro manotazo a la Anses, que comprometerá seriamente la solvencia futura de ese organismo, Massa ordenó aumentos excepcionales durante los meses de las próximas elecciones para un millón de jubilados que hicieron los aportes en tiempo y forma. El primer aumento se concretará antes de las elecciones primarias del 13 de agosto. Néstor Kirchner disimulaba más los abusos de poder.
El creador del kirchnerismo nunca le hubiera dado, en efecto, un buen negocio a un muy cercano amigo suyo semanas antes de elecciones cruciales para su proyecto de poder. Lo hubiera resarcido, claro está, después de los comicios. Massa sí lo hace, campante. Mauricio Filiberti es el proveedor monopólico de cloro a Aysa, la empresa estatal presidida por la esposa de Massa, Malena Galmarini. Filiberti, uno de los mejores amigos de Massa dentro del vasto mundo empresario deslumbrado por el ministro de Economía, se acaba de quedar con la explotación y abastecimiento a la misma Aysa de policloruro de aluminio por 127 millones de dólares. La operación, una supuesta licitación hecha a medida, fue detectada por Ricardo López Murphy, quien prepara una denuncia penal. Filiberti es también uno de los tres empresarios cercanos a Massa que le compraron la transportadora de electricidad Edenor al empresario Marcelo Mindlin, cuando este conjeturó que una empresa de esas características es, en tiempos kirchneristas, solo viable para los amigos del poder. Los otros dos empresarios son José Luís Manzano y Daniel Vila, históricos amigos del ministro de Economía. Para ser justos, debe consignarse que el discurso de Massa sedujo a buena parte del empresariado que detesta cualquier interrelación comercial con el mundo.
Se puede mentir sobre las negociaciones con el Fondo o sobre eventuales confabulaciones de la oposición, pero nunca sobre el pulso saltarín de los precios
Una grosería electoral se cometió cuando el ministro de Justicia, Martín Soria, intervino la fundación de Patricia Bullrich. Nadie sabe si Massa, Alberto Fernández o la propia Cristina Kirchner estuvieron detrás de esa decisión. Dicen que los tres estaban enterados. Es posible. Soria no hace nada sin consulta previa con la cúpula gobernante, y el principal promotor de la intervención, el jefe de la Inspección General de Justicia, Ricardo Nissen, fue empleado de los Kirchner en la causa Hotesur. La objetividad es una utopía en Nissen. Supuestamente, la intervención se debió al “manejo contable” de la fundación en 2022, después de que la jueza civil Alicia Alvarez rechazara en mayo pasado un pedido de intervención de esa fundación por parte del Gobierno. En efecto, la norma que se quebró esta vez consiste en que la IGJ debe denunciar las presuntas irregularidades ante la Justicia y luego esta decide si toma medidas o no. Como la Justicia rechazo la denuncia, el ministro de Justicia hizo justicia por mano propia. Todo es muy relativo, porque nadie pudo acceder todavía al dictamen de Nissen que respaldó la intervención de la fundación. Bullrich debería agradecer; el oficialismo la está colocando bajo un potente haz de luz.
Una cosa es huirle a la verdad dentro del país; otra cosa es que el Fondo Monetario lo desmienta al ministro de Economía, aunque el organismo lo haya hecho extraoficialmente. No hay registro de un antecedente así. Los ministros de Economía saben (o sabían, hasta ahora) que sus diálogos con el FMI deben ser rigurosos y, en lo posible, discretos. Ahora se conoció que el Fondo señaló en documentos de diciembre y de abril últimos que “los gasoductos” (también el Néstor Kirchner, solo simbólicamente inaugurado) son prioritarios para que el país deje de gastar dólares en la importación de gas. Massa había dicho en una entrevista a un canal muy cercano al kirchnerismo que “el gasoducto es una de las cosas que el Fondo decía “bueno, párenlo, párenlo”. Lo dijo como quien se ufana de su propia valentía porque desobedeció al Fondo. Hizo esa declaración el mismo día de la supuesta inauguración. ¿Quién podía tener un registro tan preciso de esos documentos pasados del Fondo que contradecían a Massa? ¿Quién, si no el propio Fondo? No busquemos más. El Fondo lo cazó al ministro cuando este creyó que podía aprovechar un momento único para ponerse el inverosímil traje de político combativo y rebelde; también prometió que usará sus años presidenciales, si los tuviera, para deshacerse del Fondo. Un regreso triunfal al kirchnerismo puro y duro.
Mucho peor es que el acuerdo transitorio con el Fondo no llega. Una delegación de funcionarios de Massa estaba con las valijas hechas para viajar a Washington y firmar ese acuerdo, pero el directorio del organismo se mostró otra vez refractario. En rigor, Massa prefiere ahora pasar el acuerdo para después de las elecciones primarias de agosto, mientras el Fondo quiere firmar algo antes de esos comicios. Teme que después de las primarias se repita el mismo cuento de ahora; es decir, que el Gobierno diga que es mejor postergar todo. Si prevaleciera la lógica que se escucha en Washington, el acuerdo debería incluir la entrega de recursos al gobierno argentino solo para que cumpla con los vencimientos del Fondo hasta diciembre próximo. Massa aspira a que le entreguen también los recursos que podrían llegar hasta marzo de 2024, cuando otro gobierno (o uno peronista, quién lo sabe) estará al frente del país.
¿Es cierto, según denunció Massa públicamente, que economistas de la oposición le pidieron al Fondo que no tenga piedad con el ministro ni con su gobierno? Raro. Para que esa denuncia sea creíble, Massa debería dar el nombre del presunto funcionario del Fondo que le contó tales conspiraciones o los de los economistas opositores que hablaron con el organismo. Rápido, el ministro y candidato se cuidó de no correr especulando con una teórica caída del índice inflacionario, sobre todo cuando el precio del dólar dio otro respingo. Siete o seis por ciento mensual de inflación es lo mismo para la gente común. Se puede mentir sobre las negociaciones con el Fondo o sobre eventuales confabulaciones de la oposición, pero nunca sobre el pulso saltarín de los precios. Los argentinos saben sobre eso más que el Indec. Es el único límite que Massa parece respetar. Por ahora.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/