ROMA (Por Antonio Grande).- En la mañana de ayer pude participar de la fiesta del pueblo de Dios por la canonización que realizó el papa Francisco de dos de sus antecesores: Juan XXIII y Juan Pablo II (de lo que se informa en página 18).
El tiempo y el espacio fueron originales. En la Plaza San Pedro hubo un amanecer nublado seguido de unos minutos de llovizna y la irradiación del sol al final de la mañana. Una multitud que se fue formando y creciendo con personas diversas en su procedencia, en su edad y su actividad cotidianas, integradas por querer celebrar juntos a Dios. Y a dos sacerdotes, luego obispos y finalmente papas, que el actual Pontífice proclamaría santos con la presencia del papa emérito Benedicto XVI.
Comparto la propia experiencia de percibir como resuenan en el corazón las expresiones hondas frente a quien transmite belleza, capacidad humana delicada. En este caso personas animadas por una experiencia religiosa que es capaz de integrar dinámica y progresivamente todas las dimensiones y vínculos del ser humano.
El papa Francisco en la homilía de la misa del segundo domingo de Pascua presentó que las llagas glorificadas de Jesús fueron un signo del amor misericordioso de Dios para Tomás. El poder tocarlas le posibilitó realizar el camino de quien pone condiciones para creer a llegar a ser quien proclamó a Jesús resucitado “Señor mío y Dios mío”.
Esta experiencia humanizadora se sigue manifestando a lo largo de los siglos en personas y comunidades concretas, pertenecientes a diversos pueblos en todas las latitudes. El Santo Padre afirmó que en un tiempo relativamente reciente “Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia”.
Agradezco a Dios que durante el desarrollo de esta fiesta de la fe pude hacer memoria, interpretar y celebrar el evento como participante activo. Siendo niño escuché que el papa Juan XXIII había convocado al Concilio Ecuménico Vaticano II y lo había iniciado. Luego fui conociendo y dimensionando la lucidez y magnanimidad de su gesto profético que abrió senderos para que la Iglesia Católica se fuera renovando según la misión que le confirió su fundador. Las sendas que él señaló vienen siendo recorridas e inspirando nuevas iniciativas.
El inicio de mi servicio sacerdotal tuvo como referencia al Papa polaco. He podido recoger mucho de la irradiación de su persona, de sus gestos y de sus enseñanzas. Supo animar una nueva evangelización atenta a la dignidad del hombre y de los pueblos en su caminar histórico signados por el incesante cambio de modos de vida y valoraciones. Visitó incansablemente un centenar de países, entre ellos el nuestro. En 1987, en Buenos Aires, compartí con un buen número de rafaelinos el inicio de las jornadas mundiales de la juventud que con tanto fruto se siguen organizando periódicamente.
Es muy sugerente la propuesta que el papa Francisco realizó ayer: “Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria, la fisonomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia”.
El autor es rector del Colegio Sacerdotal Argentino y de la Iglesia Nacional Argentina en Roma.