Por José María Poirier-Lalanne.- Pocos días atrás, en un saludo grabado para un grupo cristiano de los Estados Unidos, el papa Francisco se despidió citando de memoria una frase de la famosa y por él amada novela Los novios , que Alessandro Manzoni pone en boca de un humilde y generoso sastre que recibe en su familia a la joven Lucía después de muchos infortunios: «No he visto nunca que el Señor empiece un milagro sin acabarlo bien». Emerge una fe tangible en medio de una historia que registra desastres naturales y conductas perversas.
Esa obra literaria escrita en el siglo XIX y ambientada en el XVII, tan elogiada por Goethe y Poe que fue referencial para muchos intelectuales y para importantes hombres de la Iglesia (Juan XXIII, Pablo VI, el cardenal Carlo M. Martini) bien podría aproximarnos a la «teología» de Jorge Bergoglio, porque algo comparten Manzoni y él. Quizá convenga situarnos entre dos de los personajes emblemáticos: el fraile capuchino y el cardenal de Milán. En efecto, tanto Cristóforo como Federico Borromeo, desde tareas y jerarquías muy diferentes, son hombres espirituales que están cerca y al servicio de la gente, viven con austeridad y defienden la dignidad y los derechos de los más humildes. Además, las páginas sobre la conversión del Innominado son un ejemplo del poder de la gracia que probablemente conmovieran a Francisco desde su juventud.
¿Hay, entonces, también un cambio «teológico» en la Iglesia de Francisco? Ciertamente se advierte con claridad que el acento está puesto en la dimensión pastoral. La teología pastoral o práctica, que a diferencia de la dogmática sitúa su principal interés en la vida de las personas y los pueblos, cobró gran importancia con el Concilio Vaticano II. Y si toda praxis comporta a largo andar nuevas comprensiones teológicas, el camino emprendido por este pontífice aportará novedades.
Hay una marcada vocación de servicio, una manera profunda de vivir la fe, una decidida apertura del corazón y de la inteligencia a espacios humanos fuera de la Iglesia, pero que poco a poco van haciendo posible la aparición de elementos que sí podrían calificarse como doctrinales. Su ecumenismo, su solicitud hacia quienes están excluidos, su trato cordial llevan a pensar en el replanteo de ciertas disciplinas o normativas en torno a algunos sacramentos, por ejemplo. Además, Francisco ha cambiado el mapa de la Iglesia: el sur del mundo hoy puede comunicar su propio pensamiento y hasta su propia «imagen de Dios» que se manifiesta privilegiadamente en gestos.
En este sentido, el rector de la UCA, monseñor Víctor M. Fernández, destaca la insistencia de Francisco «en los aspectos más atractivos y profundos de la enseñanza de Jesús, evitando que queden sepultados en una maraña de doctrinas y de normas». Y también señala la concepción de una Iglesia que no excluye a nadie y donde todos pueden participar a su manera. Algo de la eclesiología de Bergoglio puede leerse cuando define la misión de la Congregación de los obispos. Aconseja tener en cuenta tres elementos a la hora de elegir a un pastor: profesionalidad, servicio y santidad de vida. «Quiero subrayar -dice- que la renuncia y el sacrificio son inherentes a la misión episcopal.» Y explicita dos actitudes fundamentales: la propia conciencia ante Dios y la colegialidad. Quiere obispos kerigmáticos (anunciadores del mensaje cristiano) porque deben «fascinar al mundo con la belleza del amor, con la oferta de la libertad que da el Evangelio».
LA HUMANIDAD DE DIOS
«¿Una novedad teológica?», se pregunta el reconocido teólogo italiano y obispo Bruno Forte, quien además ha sido nombrado secretario para el sínodo sobre la familia. Y responde que el acento más importante de Francisco está puesto en lo que llama «la humanidad de Dios», porque «presenta un Dios cercano, con rasgos muy humanos de ternura y de proximidad, que habla con los gestos de la misericordia y de la acogida, antes que con las palabras».
En efecto, también el teólogo argentino Gustavo Irrazábal sostiene que, a su juicio, la novedad teológica más importante del Papa «se refiere al lugar que ocupa la misericordia en el conjunto del mensaje evangélico». Porque para los pontífices anteriores «la misericordia ocupó sí un lugar central, pero compartido con otros principios». Las expresiones habituales de Francisco parecen sugerir la idea de que la misericordia tiene la primacía, y la verdad y la ley pueden y deben ser reconducidas a ella.
El teólogo español Olegario González de Cardedal, autor de una vasta obra y profesor emérito en Salamanca, ante la pregunta sobre la ruptura o continuidad en la sorprendente historia de la Iglesia Católica del último medio siglo, compara las figuras de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Describe primero los hechos históricos de cada elección y el camino que cada uno había recorrido antes. Habla de diferentes «destinos» y «proyectos», y analiza cuestiones teológicas, reformas y acentos. Juan Pablo II llegaba desde una Polonia que había conocido en carne propia la violencia de las dos grandes ideologías totalitarias del siglo XX, nazismo y comunismo, donde la Iglesia sufrió el martirio y luchó por los derechos humanos y la libertad. Por su parte, consciente de pertenecer a una minoría en el mundo actual, Benedicto XVI, prestigioso intelectual formado en el diálogo con la Ilustración y la razón crítica de la modernidad, opuso a los maestros de la sospecha y a la sociedad indiferente ante la trascendencia, la propuesta de un sentido a la luz de Jesucristo.
Francisco, «que llega de un continente agitado política y teológicamente, expresa un lenguaje que puede sonar a grito de libertad o a populismo, una voluntad de cambio, de simplificación, de protesta y de rechazo». Subraya González de Cardedal la revolucionaria renuncia de Joseph Ratzinger, gesto que «adquirió un valor moral constituyente que afecta a las personas más allá de ellas mismas, remitiéndolas a las exigencias objetivas del cargo», que constituye el trasfondo tanto de la elección de Francisco como de su forma de ejercitar el papado. Y se pregunta: «¿Es este entusiasmo un real comienzo nuevo de la vieja Iglesia, como lo hubo en el siglo XIII con los franciscanos y dominicos, en el siglo XVI con los jesuitas y las carmelitas o en el siglo XIX con las innumerables fundaciones de congregaciones religiosas tras las revoluciones? ¿O es, por el contrario, un entusiasmo adolescente que terminará sufriendo las mismas crisis de maduración de la fe y de choque con una razón positivista, funcional e instrumental, tal como la estamos viviendo en Europa?».
No hay respuesta a tamaño interrogante. O hay varias, según de quién vengan. A favor de un horizonte de esperanza está, según entiende Francisco, la fidelidad a la fe por parte del pueblo antes que de los intelectuales. Esto surge con claridad en el documento de Aparecida, cuya comisión redactora presidió y que a menudo cita. También, una comprensión profunda de la exhortación «Evangelii nuntiandi», de Pablo VI, tan considerada por los teólogos y los obispos latinoamericanos y algo olvidada por los europeos. Acaso haya que volver a Manzoni y pedir que el Señor no deje inconclusos sus milagros. A la oración apela continuamente Francisco.
Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, Buenos Aires, 9/3/2014.