El año último, todos los miércoles por la mañana, una voz con acento claramente argentino saludaba a los mexicanos desde una radio del Distrito Federal en la audición titulada La ciencia y sus ventajas. El dueño de esa voz era el doctor Marcelino Cereijido, un científico que desafía los encasillamientos. Especializado en fisiología celular es, además, un autor prolífico y un agudo observador de lo que ocurre en su área en América latina y, particularmente, en la Argentina. “El drama de nuestros países es el analfabetismo científico”, afirma.
“Lo que trataba de lograr en aquella audición –de la que hice cincuenta programas antes de «pedir gancho», porque me quitaba mucho tiempo– era mostrarle al público en qué influyen la ciencia y la tecnología en nuestra vida diaria y en nuestra salud”, dice, teléfono mediante, desde su casa en México.
Definitivamente, Cereijido no concuerda con la imagen acartonada del sabio meditabundo y alejado del mundanal ruido. “Siempre insistí en que no quería decir esas cosas fantasmagóricas como: ¿sabía usted que si un hombre saltara como una pulga podría elevarse más alto que el Kavanagh, o que un balde de estrella enana blanca podría pesar tanto como la Tierra? Un ejemplo que daba en la radio es que frente a mi laboratorio teníamos el taller de Enrique, donde a la mañana dejabas el coche, te ibas a trabajar y a la tarde lo sacabas. De repente, Enrique cerró su taller y pronto desapareció. Meses después, tomé un taxi y me encontré con él al volante. «Pero Enrique… ¿qué pasó con usted?», le pregunté. Y él me contestó: «Y, doctor, lo que pasa es que ahora los autos vienen con convertidores catalíticos, computadoras a las que hay que ponerles un aparato para que digan qué es lo que tiene el coche…». Ese señor no había perdido su trabajo, su status, su economía por los agujeros negros, sino por avances científicos y tecnológicos de todos los días…»
Nacido en Buenos Aires en 1933, graduado de médico en la UBA con la mejor tesis doctoral de su promoción, posdoctorado en Harvard, miembro de varias academias científicas -como la Academia de Medicina de México, la American Society for Cell Biology, la American Society of Physiology, la American Biophysical Society-, Cereijido es autor de doce libros científicos y de ensayo (entre ellos, La nuca de Houssay y La obediencia debida ) y de 300 trabajos que merecieron 6000 referencias bibliográficas. Emigrado a Nueva York en 1976 y luego a México, donde reside, recibió una larga lista de distinciones, entre las que se cuenta el Premio Nacional de Ciencias de ese país. Actualmente, es investigador emérito.
-¿A qué atribuye que se hable tan poco de ciencia y tecnología en los medios de comunicación masiva?
– Los países que no tienen ciencia y tecnología sufren un doble problema. El primero es no tener ciencia y tecnología en un mundo en el que ya no queda nada de cierta envergadura por hacer que no dependa de ellas. Pero el segundo es que cuando a un pueblo le faltan alimentos, medicamentos, agua o energía, sus habitantes son los primeros en detectar el déficit con toda exactitud. Pero cuando lo que les falta es conocimiento científico y tecnológico, no están preparados para entenderlo ni aun cuando se les explica. Es terrible. Es como el sida, que ataca justo las células que deberían defendernos. El analfabetismo científico es invisible para el tercermundista.
-¿Cómo podría revertirse eso?
– Con una divulgación que no tendiera a convencer a los oyentes o a los lectores de que el científico es un tarado que se sienta en su laboratorio y se entretiene con la difracción de la luz en rayitos de colores (lo que es muy importante), o mirando cómo caza un pulpo a dos mil metros de profundidad. Esa divulgación se hace muy bien, sobre todo en la Argentina, con libros excelentes, de muy buen nivel. Pero muchos no ven qué impacto puede tener para el señor que no llega a fin de mes porque no tiene trabajo. Yo tomé el espacio en la radio para hacer ese otro tipo de divulgación.
-Sin embargo, los libros sobre temas científicos son un verdadero boom editorial…
– Pero lo grave, sobre todo en el caso de la Argentina, es que el analfabetismo científico ha invadido una enorme proporción de la intelectualidad. Cada vez que voy a Buenos Aires, hago una pasada por las librerías. Algo que las distingue es que las mesas están tachonadas de libros que explican qué pasó en el país. Analizan el siglo XX nombrando a cada coronel, analizando cada golpe de Estado, registrando la paridad del dólar mes tras mes, o cada contrato que se firmó. Pero no advierten que en un siglo que ha visto aparecer los aviones, la televisión, los teléfonos, desarmar el átomo y descifrar el genoma humano se estaba destruyendo sistemáticamente el aparato educativo. O sea que a mí no me molesta tanto si yo me encuentro con un obrero argentino que me dice: «Mire, no, no me hable de los anillos de Saturno, porque mi problema es que a mi hija se les están pudriendo los dientes en la boca y a mi papá su jubilación no le alcanza para comprar los medicamentos que lo salvarían». Me molesta cuando hablo con intelectuales que siempre vuelven sobre las mismas cosas. Insisto en que el drama es que en la Argentina somos analfabetos en ciencia, porque en otros países de América latina no observo esas librerías con tantos analistas. ¡Pucha, hasta me han regalado análisis sobre las amantes de Rosas, y otras cosas insólitas!
-En su opinión, ¿qué papel debería cumplir el Estado en este sentido?
-Bueno, lo bravo del analfabetismo científico es cuando alcanza a los funcionarios, cuando aparece un señor como Cavallo, por ejemplo, que dice: «Yo prefiero que los investigadores se vayan a lavar platos». Lo toman incluso como una grosería, como si dijeran: «Señora, está gorda»; como una falta de cortesía, y no lo toman como el drama de tener un señor dirigiendo los asuntos públicos con esa mentalidad. Que ese señor sea también un analfabeto científico: eso es lo realmente doloroso. Suele hablarse de apoyar a la ciencia. A mí eso me parece una estupidez. Ahora, dirás: «¿Cómo, cómo? Momento, ¿no hay que apoyar a la ciencia?» Sí, claro, pero es como si me dijeras que te operaste de la vesícula porque querés apoyar a tu médico. No, si te operaste de la vesícula es porque lo necesitabas. Cuando la Argentina compra pan y tornillos no es para apoyar a panaderos y ferreteros…
-¿Se le ocurren estrategias concretas?
-Creo que la campaña que debería hacerse en la Argentina tendría que ser difundir la ciencia entre el empresariado, para que aprendiera a usarla. En México, donde soy miembro del Consejo Consultivo de Ciencia de la Presidencia, he desayunado, he comido y he cenado discutiendo sobre estos temas. Se quejan de que nadie apoya a la ciencia, y yo les digo: «A cada secretaría de Estado pídanle una lista de las diez cosas en las que esperarían apoyo de las universidades y centros de investigación». Yo me haría muy mala opinión de un secretario de Estado que en un momento en que aparecen redes de computación, Google, satélites de comunicaciones y demás no puede hacer una lista con las diez cosas importantes para un país en las cuales tendrían una función importantísima la ciencia y la tecnología.
-En la Argentina, la inversión pública en ciencia es baja, pero la privada es más baja aún. ¿Qué se podría hacer para estimularla?
-Hay cosas muy sencillas, como decirles a las empresas transnacionales que nos venden cosas: tienen un mercado acá que es mucho más grande que el del país donde asientan su casa matriz. ¿Por qué la investigación la hacen allá? ¿Se puede estudiar alguna forma de que en la Argentina dediquen a la investigación científica una parte proporcional de su mercado? Es algo simple. A las cámaras empresariales habría que decirles: «Ustedes gastan mucho en patentes. ¿No podría haber un impuesto para hacer un reemplazo de eso?». Suponte que te contestan que pagan patentes para usar técnicas danesas de producción de empanadas salteñas. Yo sospecharía mucho de que fuera cierto que en la Argentina no hay tecnología para hacer empanadas. Pero les diría: «Bueno, paguen cierta cantidad de dinero para que acá desarrollemos tecnología para hacer empanadas». Estoy dando un ejemplo ridículo, el tipo de ejemplo que daba por la radio, pero claro…
-Usted vive desde hace años en México. ¿Por qué se ocupa de la Argentina?
-A mí me han nombrado investigador emérito por mi trayectoria, producción de artículos, referencias bibliográficas, formación de doctores. De manera tal que mientras que el Alzheimer no llegue a impedírmelo sigo en el laboratorio, más entusiasmado que nunca. Trabajo todos los días y todo el día en investigación científica. Lo que hago en divulgación y en política científica puedo hacerlo gracias a que ya mis hijos no viven conmigo, y cuando regreso a las seis de la tarde puedo dedicarme a tratar de entender, sobre todo, a la Argentina. Porque si voy a Zambia y veo que no tienen ciencia y tecnología, pienso: «Bueno…» Pero ¡en la Argentina hay tanta gente capaz! Cuando me encuentro con algún «cerebro» en Heidelberg o en Londres, me pregunto cómo puede ser que ese señor haya sido formado en la Argentina -es decir que hay maestros- con becas argentinas -quiere decir que hubo apoyo-, pero lo están aprovechando los daneses o los suecos. Desgraciadamente, en nuestros países toman la ciencia como un decorado y no como algo sumamente vital. Y si un pueblo no tiene en una punta sabios que investiguen sobre teoremas estrambóticos y conductas celulares básicas, acaba teniendo en la otra deudas monstruosas, obreros sin trabajo, miseria e hijos de exiliados.
Por Nora Bär
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 10 de febrero de 2007.