Por las venas de Sergio Renán corre sangre del Teatro Colón. En 1997, meses después de haber completado su primer ciclo como director de la sala, Renán se enfermó de pancreatitis. Estuvo muy grave. “En cierto momento se requirieron públicamente donaciones de sangre –dice–. Cuando me curé, vi la lista de la gente que había ofrecido donar sangre para mí. Había como 60 personas que trabajaban en el Colón. De todos los sectores: artístico, técnico y administrativo. Hubo muchas personas del Colón que ofrecieron su sangre y bastantes que la donaron.”
Aquella primera gestión como conductor del Colón hizo que Renán, hasta el momento reconocido por su trabajo como actor y director de cine y de teatro, trascendiera el ámbito del espectáculo y se instalara definitivamente como un hombre de la cultura; el artífice de la recuperación de la sala que, de 1989 a 1996, volvió a brillar gracias a la jerarquía de sus temporadas artísticas, con una intensidad olvidada en los años previos.
Renán fue después director de Asuntos Culturales de la Cancillería, durante la gestión de Guido Di Tella; integró el Fondo Nacional de las Artes, y, ya en el final de su carrera como funcionario, sumó la experiencia amarga de un regreso breve al Colón, en 2000.
A punto de partir a España, donde una nueva temporada de «Mi querido mentiroso» y la puesta en Madrid de «La verbena de la paloma» lo mantendrán ocupado hasta fin de año, y en momentos en que el Colón nuevamente es noticia por sus penosos conflictos internos, Renán -que dice que no volvería a ocupar un cargo público («He perdido el optimismo imprescindible para ser funcionario»)- reflexiona sobre el lugar desvalorizado que, a su juicio, ocupa la cultura entre las preocupaciones de las clases dirigentes, manifiesta su escepticismo acerca de la verdadera diversidad de propuestas que ofrecen los partidos políticos, ya cerca de las elecciones de octubre, y da un diagnóstico categórico: el gobierno de la ciudad no podrá solucionar los problemas del Colón sin enfrentarse con los sectores que, dentro del propio Gobierno y del teatro, defienden sus intereses particulares.
-Los conflictos del Colón ponen bajo una luz nueva sus experiencias como director del teatro.
-Durante los siete años de mi primera gestión pude hacer parte de lo que hubiera sido mi proyecto: yo quería un Colón de primera línea internacional. En aquel momento me favoreció la circunstancia histórica, porque la cantidad de privatizaciones que se realizaban creaba un clima de paranoia. Algo tan poco probable como la privatización del Colón pasó a ser un fantasma que la dirigencia gremial sentía. Al cabo de un tiempo mi gestión comenzó a recibir aprobación desde el exterior del teatro, que hizo que muchos de los que trabajaban en el Colón se sintieran orgullosos de ser parte de eso. De manera que, salvo un conflicto que tuve con el ballet, no hubo ningún problema serio y, más allá de alguna descripción de mi gestión como autoritaria, en ningún momento fui agredido o difamado por los gremialistas del teatro, y recibí muchas muestras de afecto.
-No pasó lo mismo la segunda vez.
-El segundo ciclo fue una pesadilla. Había cambiado la índole de la relación del Colón con el gobierno de la ciudad. La autarquía administrativa que había tenido el teatro durante mi primera gestión, que había permitido un funcionamiento dinámico, se vio trabada por el sistema de cuenta única, por el cual todo el dinero va a Hacienda y pasa por Procuración antes de llegar al teatro.
-Cuando, hace poco, Tito Capobianco renunció a la dirección del Colón usted dijo que para resolver los problemas que plantea el teatro es necesario tomar decisiones que el gobierno de la ciudad no parece dispuesto a tomar. ¿Cuáles son esas decisiones?
-No se trata sólo de este gobierno, sino también de los anteriores. Hay un afuera y un adentro del Colón que deben ser resueltos. Hacia afuera, la relación del Colón con el gobierno de la ciudad. Con respecto a muchos temas del teatro, ni su director ni el secretario de Cultura tienen capacidad de decisión. La tienen Hacienda, Procuración y otros espacios del gobierno de la ciudad que opinan, entorpecen, lentifican y, finalmente, son decisorios. En esa estructura, el director del Colón es alguien que imagina, que piensa y que propone un camino. Pero no es un director: directores son todos los otros, que convierten las decisiones de aquél sólo en puntos de vista.
-¿Y hacia adentro?
-Es imprescindible llegar a un clima de disciplina y de orden, de aceptación de un sistema que no puede, por definición, excluir el respeto a las jerarquías. Eso no significa autoritarismo, totalitarismo ni ninguna de las definiciones con las que fácilmente se trata de descalificar esa postura. El Colón, como toda comunidad, necesita una conducción, y esa conducción debe ser respetada, cosa que frecuentemente no ocurre, y que es muy difícil de lograr sin confrontación, que es lo que ningún gobierno de la ciudad ha estado dispuesto a hacer. Dentro del teatro, los sectores gremiales tienen un poder de confrontación que da la sensación de ser incontrolable. Pensemos en el tema de la jubilación. Es imposible que un bailarín o el integrante de un coro tengan el mismo régimen jubilatorio que gente que desarrolla actividades que le permiten trabajar hasta los 65 años. Es de una obviedad tal que es imposible no entenderlo. Por otra parte, condenar a alguien que gana 1800 pesos por mes a ganar cuatrocientos determina, en quien se tiene que jubilar, una resistencia absolutamente comprensible. Entonces, no se jubilan. Hay un promedio de edad altísimo que, en el caso del ballet, hace que muchas veces sea inevitable contratar bailarines más jóvenes y, en el coro, que no sea fácil encontrar integrantes de las edades o las apariencias requeridas por algunas óperas. Ahora, toda la gente que en el gobierno de la ciudad y dentro del teatro ganó aquel poder del que hablábamos no lo va a ceder sin dar pelea. Cuando digo que no es posible imaginar una solución sin confrontación me refiero a que no es posible que las cosas se resuelvan como quisiera el gobierno de la ciudad, a través de hechos mágicos. Mi regreso al Colón, en 2000, sería un ejemplo de esa expectativa mágica por la cual todo se resuelve nombrando a determinado director. El conflicto es mucho más profundo y el gobierno de la ciudad tiene que asumir que eso es así. Lo que creo es que, comparado con otros temas, el Colón les importa muy poco.
-¿A qué se refiere?
-Al Colón se lo asocia un poco con frivolidad y con gente rica y elegante, lo que tiene su porcentaje de verdad, pero mínimo en relación con la verdadera significación del teatro, que es el más poderoso espacio de difusión de belleza y de arte de la Argentina. Resulta hasta paradójico que tengamos un teatro tan maravilloso en un país que no lo es. Lo que pasa es que un teatro no es su arquitectura y sus comodidades, es lo que produce, cómo llega a los demás. Y modificar esa mirada hacia el Colón es parecido a la necesidad de modificar la mirada de la sociedad y, particularmente, de su clase política hacia la cultura en general, que es vista como un aspecto de la vida placentero pero prescindible. Absolutamente secundario frente a otras prioridades. También estamos los que creemos que hay una relación entre cultura, educación, economía, trabajo y salud; y que hay que destinar a educación y cultura tres o cuatro veces más dinero que el que se destina. Porque no se va a solucionar el problema del trabajo con la creación de obra pública o con el estímulo a la industria si no hay gente educada y capacitada para ocupar las fuentes de trabajo que se creen.
-¿La ley de mecenazgo, que ya obtuvo media sanción en el Congreso, puede ayudar a que los sectores dirigentes de la sociedad se acerquen a la cultura?
-Creo que el porcentaje de desgravación que prevé es casi insignificante. No creo que sea muy movilizador para las empresas. Por otra parte, no nos engañemos: en sociedades como la norteamericana, gran parte del extraordinario aporte económico de las grandes empresas y de las personas muy ricas al desarrollo de las artes es la consecuencia de un sentido de la responsabilidad y de una identificación de la cultura con un prestigio al que quieren vincularse. Creo, quizá candorosamente, que es tan importante eso como el porcentaje de dinero que desgrava. Ese dato, en una sociedad tan cuestionable, en muchísimos aspectos, como lo es la norteamericana, es absolutamente rescatable. He visto salir a la calle, en San Francisco, a una multitud de señoras comunes y corrientes a buscar los dos millones de dólares que el teatro de San Francisco necesitaba en su momento, y extraer de los peatones su contribución, diría que de manera casi compulsiva. Cuando uno lee el programa de mano del Metropolitan o de la Opera de París ve, entre las contribuciones de empresas o personas, cifras de un millón de dólares, de 500 mil dólares. Acá, los intentos que se hicieron desde el Colón o la Fundación Teatro Colón, en distintas etapas, terminaron recibiendo cifras patéticamente bajas. Supongo que esas cifras subirán con la desgravación impositiva, pero sospecho que no demasiado.
-¿Qué opina de la difusión que se hace en el exterior de la cultura argentina? Brasil y México, por ejemplo, parecen tener una presencia internacional de mucho más peso y de mayor alcance.
-Son países que tienen una mirada mucho más interesada en la difusión de su patrimonio cultural que la que tiene la Argentina. Tengo la certeza de que una mirada de respeto hacia un país -respeto determinado esencialmente por su cultura- sirve también para vender productos: trigo, soja, aceite, vino. Lo que sea. Nuestra historia, los avatares de nuestra economía, no nos permiten plantarnos frente al resto del mundo como un país importante. Sí lo somos en el plano cultural. Aun muertos nuestros próceres literarios (Borges, Bioy, Cortázar, Arlt) y estando detenida la producción de Sabato, tenemos una narrativa muy interesante, unas artes plásticas formidables y el mejor teatro de experimentación del mundo. El cine argentino ha pegado una remontada muy interesante en los últimos cinco años. Tenemos muchísimo para ofrecer. En la época en la que yo estaba en la Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillería recuerdo el bochorno que para mí significaba visitar embajadas y consulados argentinos que no hubieran podido dar prácticamente nada a quienes, en esas ciudades, se hubieran interesado por la literatura, la música o el cine argentinos. Me he muerto de envidia en el Instituto Cervantes, de Nueva York, cuya discoteca argentina era infinitamente más grande que la que tenía el consulado argentino en esa ciudad. Me compromete particularmente el tema porque con Guido Di Tella, hombre absolutamente interesado por la cultura, durante su gestión creamos una fundación llamada Arcade (Arte y Cultura Argentinos de Difusión en el Exterior). Los puntos de referencia que tomábamos eran el British Council, la Dante Alighieri, la Alianza Francesa. La idea era abrir espacios en varias ciudades. Las primeras casas iban a estar en Roma, Nueva York, Jerusalén y Río de Janeiro. Luego teníamos pensado agregar cinco o seis más. Los edificios tendrían una estética en común (se ocupó del tema Clorindo Testa e hizo un proyecto magnífico) y algo que considerábamos esencial era desvincular la fundación del gobierno de turno. Había en aquel momento aportes de empresarios italianos para la casa de Roma y de Amalia Lacroze de Fortabat para la casa de Nueva York. La casa de Jerusalén ya estaba. De lo que se trataba era de ponerlas en condiciones y de dotarlas con una programación vital. Estoy seguro de que en el curso de unos años los resultados hubieran sido perceptibles.
-¿Qué pasó con el proyecto?
-Al terminar la gestión de Di Tella, el proyecto fue cajoneado y desapareció como si nada existiera.
-¿Qué opina de la gestión del Gobierno, más allá de los temas culturales?
-Creo que tiene un compromiso real con el tema económico y con la desocupación. Pero creo que es muy urgente modificar parte de los hábitos políticos de agresividad, violencia y falta de respeto por la convicción y el punto de vista ajenos. De la misma manera que existe esa mirada parcial y prejuiciosa con respecto a la cultura, a sus consumidores y creadores, creo que existe algo parecido con respecto a la cortesía y a los buenos modales. Creo que se los identifica con hipocresía, con hábitos de conducta de gente desconfiable, que tras esa aparente finura esconde sentimientos opresores y hasta asesinos, y creo que no es así. Los hombres hemos inventado una serie de códigos de conducta en nuestra relación con los otros que son los indicativos de que los respetamos.
-Han resurgido últimamente algunas teorías que revalorizan el populismo como el único cauce posible para que las masas excluidas se integren a la vida social y política de sus países. ¿Qué opina?
-Es comprensible que los sectores destruidos por la degradación económica, que no se sienten representados por la política orgánica, busquen formas alternativas de representación. En ese sentido, creo que es inevitable que aparezca el proyecto piquetero, populista por definición. Pero si bien entiendo su razón de ser, creo que los piqueteros son un fenómeno dolorosísimo de nuestra realidad. Otro tema es la estrategia que tiene el Gobierno para enfrentar el tema, que me provoca reacciones encontradas y una gran cantidad de dudas, porque aparentemente la acción piquetera quedó reducida a los núcleos de izquierda o de extrema izquierda, con una fuerte carga ideológica y con un grado de fervor militante que no va a desaparecer de ninguna manera simple. No sé cómo va a ir derivando este tema. Como todo el mundo, siento rechazo por la posibilidad de la violencia (rechazo que no sienten los líderes piqueteros, porque no sólo consideran que la violencia es válida para lograr sus objetivos, sino que la ejercen con placer y con eficacia). Y también se da el caso de que en las marchas piqueteras que subsisten -y no cándidamente- se ven muchas mujeres con bebes en brazos, lo que hace muy compleja la hipótesis de la represión.
-¿Advierte rasgos de populismo en el Gobierno?
-Claro, en este y en todos los gobiernos que he conocido. Es un tema de intensidades y de matices. ¿Qué fue la Guerra de las Malvinas sino un acto del más obsceno populismo por parte de un gobierno militar? Vivo el populismo como un acto de profundo desprecio, lo sepa o no el que realiza ese acto.
-¿Qué expectativas tiene ante las elecciones de octubre?
-Lamentablemente, el radicalismo ha hecho lo necesario para dejar de constituirse en la fuerza alternativa al peronismo que fue. Es bueno para el país que haya una fuerza alternativa al peronismo. Los espacios que ahora ocupan Carrió y López Murphy, que son de extracción radical, o Macri, aparentemente no tienen posibilidad de instalación en términos de estructuras, pese a que se están haciendo algunas alianzas interesantes.
-¿Cuáles?
-La del socialista Binner, en Santa Fe, con los radicales, por ejemplo. Creo necesario que haya una fuerza nacional que haga una oposición leal, sin el intercambio de favores que ha caracterizado parte del vínculo entre los partidos en los últimos años. Es un poco una utopía, tal como están planteadas las cosas en ese momento. Los radicales han armado una buena lista en la Capital, que tiene integrantes enormemente respetables, pero no creo que puedan remontar el descrédito que vienen sufriendo. Aparentemente, hay paridad entre los candidatos más mencionados, lo cual ya supone, en el caso del peronismo, un ascenso de su presencia en la Capital. Tiene un buen candidato.
-En alguna oportunidad usted dijo que la última vez que se sintió claramente representado por una propuesta política fue en 1983, cuando votó por Alfonsín. ¿Persiste esa sensación?
-No tengo duda de que si yo fuera norteamericano votaría al Partido Demócrata y si fuera español, al PSOE. Pero, siendo argentino, no lo tengo tan claro. Con muchas dudas e interrogantes siento que quizá la socialdemocracia sea lo que más tiene que ver conmigo. Aunque en mí funcionan ciertos rasgos y valores históricamente relacionados con la derecha, como la devoción por un sentido de la jerarquía moral e intelectual y de la espiritualidad, que la izquierda mira con desconfianza y analiza desde la certeza de que quienes adhieren a esos valores son reaccionarios. Soy una mezcla de todo eso. Creo que no es fácil para un argentino sentir pertenencia hacia un sector de centroizquierda o centroderecha porque, más allá de la muy evidente disputa de poder que supone la confrontación peronista en la provincia de Buenos Aires, si uno analiza el perfil del votante de Carrió y de Kirchner va a encontrar muchas similitudes. Seguramente los representantes de esas asociaciones políticas quisieran tener más diferencias de las que realmente tienen.
-¿Cuáles serían las diferencias que sí tienen?
– Hay diferencias esenciales en el discurso básicamente depositado en lo moral que tiene Carrió con el discurso de contenido reivindicativo socialnacionalista que expresa el Gobierno, pero ambos se sienten profundamente diferenciados de lo que representan López Murphy o Macri. Pero, ¿qué es centroderecha y qué centroizquierda? Creo que es más fácil tener claro qué es centroderecha. Lo que podemos definir como centroizquierda tiene una gran cantidad de imprecisiones, como lo evidencian los centros izquierda que contienen el peronismo y el radicalismo, además de Carrió, el pequeño y sobreviviente Partido Socialista, y algunos otros grupos que pueden ser definidos como de centroizquierda con mayor o menor justicia. Pero, más allá de eso, hay una falta de propuestas puntuales que permitan visualizar de qué manera piensan resolver los problemas acuciantes que tiene el país, y que se concentran en esa unidad que para mí tiene la educación con el trabajo, la economía y la salud, incluyendo en educación investigación, desarrollo y cultura.
-No se lo ve habitualmente entre los espectadores del Colón, como sí se ve a otros ex directores del teatro. ¿No va?
-No, desde hace años. No puedo pisar el Colón. Es más, no puedo ni mirarlo cuando paso por la 9 de Julio. No me resulta posible no enterarme de cosas que ocurren en el Colón por diversos conductos, entre otros, gente del teatro que es amiga mía, que me quiere, o espectadores que, en la calle, me hacen comentarios casi diariamente. Y cada mala noticia relacionada con el teatro me parte el corazón. Pero no puedo ir. Fui cuando se hizo el «Otelo» con José Cura. El me insistió mucho para que fuera al teatro. Yo salía de una enfermedad muy seria. Me llevaron en silla de ruedas. Entré por Viamonte, cuando la función ya había comenzado, y me pusieron en un palco. Y cuando la función empezaba a terminar, me fui. Volví algunas otras pocas veces y fue una experiencia muy movilizadora, tanto por la relación con gente del personal como con espectadores, que se me acercaban y me hablaban hasta crearme la sensación de que no quería ir más. Fue como una fobia progresiva. Un amor que terminó mal.
Verónica Chiaravalli
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 10 de setiembre de 2005.