Por Luciana Inés Mazzei.- En su obra “Vidas paralelas”, Plutarco cuenta que Publio Clodio Pulcro, un patricio romano, estaba enamorado de Pompeya, la mujer de Julio César. Un día, Pulcro se infiltró en la casa de Julio César, disfrazado como músico e ingresó a la celebración de la Buena Diosa a la que sólo asistían mujeres. Pulcro fue apresado y, si bien Pompeya no correspondía a ese amor, César le reprochó este hecho porque era sospechada de infidelidad y aunque sabía que no era cierto le dijo: “No basta que la mujer del César sea honesta, también debe parecerlo.”
La frase se popularizó y hoy decimos “no basta con ser, sino que hay que parecer”. Pero, ¿qué significa parecer y no sólo ser? La expresión nos remite a quién soy realmente, qué muestro a los demás de mí, si soy auténtico en los ámbitos en los que me muevo o voy amoldando mi apariencia según donde y con quién estoy.
Es sabido que donde nos movemos, los roles que cumplimos en cada grupo social, de alguna manera definen lo que somos. Soy madre, amiga, esposa, profesional, etc. En cada rol se ponen de manifiesto determinadas características personales para vincularnos con quienes nos rodean. Pero ¿qué pasa cuando el cumplimiento de este rol, pone en tela de juicio la coherencia entre lo que aparento ser y quien soy? Lo que ocurre es que la persona se fragmenta en tantas personalidades como roles cumple.
En toda época histórica, las apariencias han estado presentes en el desarrollo de los vínculos humanos, más o menos explícitos los códigos sociales nos dicen cómo actuar, qué mostrar y como interpretamos lo que muestran los demás.
La primera impresión es lo que cuenta
Cuando conocemos a alguien, nuestro cerebro, de manera más o menos consciente, hace un análisis de esta persona: sus rasgos físicos, cómo se viste, cómo habla, que gestos hace, qué dice… esto nos lleva a “rotular” como buena o mala, rica o pobre, simpática o antipática, educada o maleducada a la persona en cuestión. Este análisis puede servirnos en algunos casos para prevenir malos ratos, pero la mayoría de las veces, cuando el resultado es negativo, puede llevarnos a conclusiones erróneas y a juicios teñidos por una mirada sesgada de la realidad.
Los códigos sociales acerca de lo que es adecuado o inadecuado en cada situación, y las apariencias a las que estos códigos nos empujan, puede tener repercusiones negativas en las personas y sus vínculos laborales, familiares, amistosos e incluso en la autoestima. El aspecto físico o la vestimenta pueden determinar la posibilidad de acceder a un trabajo, obviando las habilidades para ocupar el puesto; el aspecto exterior o el vocabulario llevan a interpretaciones erróneas, promoviendo la exclusión en determinados ámbitos; la necesidad de encajar en ciertos estándares de belleza o éxito pueden minar la autoconfianza y autoestima de quien no los logra.
En nuestro tiempo, esta grieta entre apariencia y realidad se ha ampliado como consecuencia de la exposición a las redes sociales, siendo los niños y adolescentes los más afectados por ello. En una edad donde la autoestima está en formación el acceso a contenidos donde se muestran todos felices, lindos, inteligentes y exitosos, pueden devolver una mirada personal de fracaso y frustración.
Pero esta carrera por aparentar no los impacta sólo a ellos. Los adultos también se ven atrapados por la necesidad de mostrar una vida que es ficticia. Ficticia porque nadie es feliz todo el tiempo, ni tiene una familia perfecta o el trabajo perfecto. La incoherencia está a la orden del día en posteos como “sos el amor de mi vida”, pero en la realidad no soportan más a esa persona; “felicitaciones al mejor jefe”, cuando no ven la hora de que se jubile; “te elegiría mil veces”, aunque todos los días amenacen con separarse.
¿Qué ocurre en la psiquis de una persona que necesita mostrar lo que no vive? Están marcadas por una baja autoestima, poco autoconocimiento y dificultad para aceptar la realidad cómo es. Quien se conoce, sabe cuáles son sus capacidades, habilidades y limitaciones, y esto le permite lograr una autoestima sana, y así mirar la realidad tal y como es, con todo lo bello y bueno de la vida… y también lo malo y feo.
Parecer en lugar de ser
Parafraseando a Plutarco, hemos dejado de lado nuestro ser esencial para parecer lo que no somos. Olvidamos mostrar aquello que nos hace auténticamente uno e irrepetible.
Consumismo, hedonismo, exitismo, los males de nuestro tiempo, que dejan como resultado la necesidad de aparentar. Aparentar y mostrar lo que tengo, aparentar que la vida es puro placer, mostrar cada logro como un éxito incalculable.
Podemos decir que no está mal compartir las alegrías y esto es cierto. Lo malo es pretender aparentar lo que no se es para mostrarle al mundo una realidad que no se vive en plenitud porque importa más postear que disfrutar. Pero, sobre todo, el daño que produce a la autoestima de todos ver cómo “aparentemente” todo el mundo disfruta, menos yo, que estoy aquí sentada, aburrida y sola con mi celular en la mano.
Debemos reeducarnos en la autenticidad sana. Saber ser quienes somos sin avergonzarnos, con una sana autoestima y un autoconocimiento que nos permita ser mejores personas cada día, sin pretender imitar a otros porque están de moda. Si logramos esto podemos acompañar a niños y jóvenes en su desarrollo personal, de manera que los contenidos visuales de las redes no minen su autoestima y los convierta en zombies seguidores de modas.
Y también es necesario recuperar la virtud de la intimidad. Ser prudentes con lo que compartimos y donde los compartimos. Ser conscientes de que todo lo que llega a las redes queda a disposición de quién las utilice, poniendo en peligro nuestro buen nombre o el de quienes queremos. Para también enseñar a niños y jóvenes la importancia de cuidar la propia intimidad, evitando exponerse para recibir likes, pensando que así van a ser queridos y aceptados.
La autora está radicada en Rafaela. Es magíster en Orientación Educativa Familiar.