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Recordando al actor Eduardo Hermida

Nació en Buenos Aires. Fue mimo y se presentó en varios países europeos y en los festivales internacionales en Berlín y Checoslovaquia. En nuestra ciudad abrió la confitería Tankard en 1983. Tuvo la concesión del bingo del Jockey Club y luego en forma simultánea los bares del Jockey y en la Estación Terminal de Omnibus. Dio clases de mímica y expresión corporal en el Liceo Municipal Miguel Flores. Escribió cuentos y poesías, obteniendo 15 premios.Por Emilio Grande (h.)

Por Emilio Grande (h.).- Del regreso de mis vacaciones me enteré de la muerte de Eduardo Hermida a los 75 años producida el 5 de enero último en nuestra ciudad, tema tratado por el colaborador de La Opinión Hugo Borgna en su columna libros y autores titulada «Eduardo Hermida guardó todo el silencio» publicada el 8 de enero pasado.
Enseguida recordé que le había hecho una entrevista en la sección dominical «Rafaela y su gente» del 17 de octubre de 2010 del diario La Opinión, que a continuación se reproducen las partes más importantes. Vívía en calle Mainardi 1033 del barrio Luis Fasoli.
Fue un apasionado de la vida, las artes escénicas (actuó en nuestro país y en Europa), la práctica de deportes y también su veta comercial. Nació en el barrio porteño de Pompeya el 29 de enero de 1937, siendo sus padres María Herminda González y Manuel María, de cuyo matrimonio nacieron 10 hijos (5 varones y 5 mujeres).
Estudió la secundaria en la Normal Nacional, donde muchos años antes había cursado el escritor Julio Cortázar. El deporte fue una de sus actividades preferidas: jugó al voleibol en la primera del Club de Comunicaciones. Al softbol en el predio de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) de 1952 al 55. «Ganamos un torneo rioplatense y Perón – entonces presidente- nos regaló una Siam lambretta italiana a cada uno de los 15 jugadores», recordó.
Después de anotarse para Derecho y Filosofía en la UBA, decidió estudiar teatro, «a fondo y con seriedad» la voz y el gesto durante tres años. Danza moderna estudió con la italiana Lia Labaronne y la alemana Dore Hoyer, y foniatría para modular la respiración y colocar la voz. «Yo quería ser un buen actor y descubrí el recurso del gesto más que la palabra», se justificó.
De los tres géneros más importantes del arte teatral (drama, danza y mímica) se volcó por el último que a su vez lo caracterizó en tres categorías: pantomima (caricaturesco y gracioso), mimo-drama (con un tema argumental) y mimo-trágico (gestos sobre problemas existenciales de la muerte, el amor, trabajo).
Empezó a trabajar en distintas salas de Buenos Aires, por el interior del país y en el teatro Solís de Montevideo. Integró el trío junto a Roberto Escobar e Igon Lerchundi, pero el salto profesional se produce en 1962 cuando participaron del Primer Festival Internacional de Mímica en Berlín Oeste (en esa época estaba dividida). «Fueron 45 días con participantes de todo el mundo (Israel, Suiza, Francia, Chile, Checoslovaquia, Holanda)», destacó.
Y agregó: «Gustó tanto lo que hicimos que Marcel Marceau, el ícono francés de la mímica, nos invitó a formar parte de su compañía, pero desistimos para hacer nuestro propio camino».
La decisión no fue equivocada porque en los cinco años siguientes hicieron cuatro viajes por países europeos, teniendo como base la capital española de Madrid. «Hicimos buena plata con contratos de trabajo y nos permitió alquilar un departamento». En 1968 participaron del Segundo Festival Internacional de Mímica en Checoslovaquia, pero «debido a la ocupación rusa con los tanques en la calle se suspendió para al año siguiente».

EL AMOR DE SU VIDA
En uno de los viajes de regreso a la Argentina en el puerto de Génova (Italia) conoció a la que luego se transformó en su mujer: Ana Ester Lavarda. «Venía de estudiar inglés en Inglaterra, nacida en Rafaela pero radicada con su familia en Córdoba. Llegamos en medio del Cordobazo (mayo de 1969)», mencionó.
Al poco tiempo se casaron cuando tenía 35 años. Cuando fue a averiguar el trámite en el Registro Civil había que anotarse con 15 días de anticipación. «Ahí nomás sin consultarle hice el pedido y por Iglesia fue en mi barrio de Pompeya», se rió. De este matrimonio nacieron Rodrigo Manuel y Sebastián, actualmente radicados en Buenos Aires.
Mientras daba clases de mímica y hacía unos negocios inmobiliarios en Capital Federal, los padres de ella decidieron volver a la Perla del Oeste para establecerse en el barrio Juan de Garay. «Veníamos de visita y cuando íbamos a comer afuera había que esperar mucho. De ahí surgió la idea de poner algún negocio», precisó.

CONFITERIA TANKARD
Fue así que alquiló el viejo Hotel Victoria (ahora está el negocio de ropa «By deep», al lado de Optica Lencioni) y abrió la recordada confitería Tankard (cuyo nombre es una medida de bebida) en 1983. «Al que tomaba de más no le vendía o lo suspendía por unos días. Estuvo abierto unos 5 años y fue una fuerte competencia con 356. Se cerró porque su dueño de Santa Fe vendió la propiedad», dijo.
Luego tuvo la concesión del bingo del Jockey Club en el local que funcionaba en bulevar Santa Fe al 300 vereda norte, para luego ser concesionario en forma simultánea de los bares del Jockey en el actual edificio de torre y en la ex Estación Terminal de Omnibus durante unos cinco años.
Durante el último gobierno de Rodolfo Muriel, el secretario de Cultura Mario Williner lo invitó a dar clases de mímica y expresión corporal en el Liceo Municipal Miguel Flores. «Formamos un grupo y actuamos en distintos lugares de Santa Fe y Córdoba». La compañía de mimos estuvo integrada por Gabriela Culzoni, María Elena Fisanotti, Mónica Escudero y Carlos Eusebio. Años más tarde en las gestiones de Omar Perotti y Ricardo Peirone volvió a dar clases en el Liceo.
Le surgió la idea de escribir un libro sobre mímica y empezó un taller con Graciela Cantalejo. «Descubrí la vocación de escritor y escribí cuentos y poesías, obteniendo unos 15 premios en distintos lugares de Santa Fe», explicó.
Ante la consulta de este cronista sobre el Festival de Teatro de Rafaela, dijo que «es un evento que le da vida cultural y teatral a la ciudad que considero propia. Una obra no debe ser retorcida ni complicada porque la gente no la entiende», concluyó. En algunas conversaciones informales que mantuvimos en encuentros culturales solía mostrarse crítico sobre algunas puestas en escena locales que luego fueron presentadas en Buenos Aires.
Por todo lo expuesto, Eduardo Hermida sería merecedor de algún reconocimiento de la cultura rafaelina.

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