Por Rodolfo Zehnder.– En la historia y devenir de cada pueblo siempre encontramos hechos que, por su heroicidad o trascendencia, merecen ser recordados: tal es el concepto de gesta, y como tal podemos encuadrar lo que significó la realización de las 300 Indy en la historia rafaelina: una hazaña por donde se la mire.
En efecto, se trató de un hecho de singular trascendencia para toda América Latina, que contribuye a la identidad de Rafaela en tanto acrecienta una de sus características sobresalientes a lo largo del tiempo: el de ciudad hospitalaria y “tuerca”, amante del automovilismo deportivo, que desde 1919 viene produciendo acontecimientos dignos de ser imitados. Tan dignos, que la gesta de las 300 Indy merecería ser materia de estudio en el ámbito educativo local: los jóvenes poco o nada saben de ello, y así como se les enseña la nomenclatura de sus calles, sus artistas, las características de sus barrios, y -mal que mal, aun imperfectamente- todo lo que identifica a la ciudad, resultaría importante referirse específicamente a este hecho singular. Porque, como diría Borges, sólo una cosa no hay (o no debería haber), y es el olvido.
La singularidad del fenómeno que nos convoca es evidente. La ciudad se conmocionó en primer lugar por la llegada de los autos, y en particular en la semana previa a la carrera, a partir del arribo de los corredores. Jamás se dio por estos lares el fenómeno de gente apiñada a la vera de la ruta 70, desde Nuevo Torino hasta acá, saludando a la caravana de autos que había partido del aeropuerto de Paraná portando a los pilotos. En la cabecera circulaba el automóvil de la intendencia, con Rodolfo Muriel al volante; quien esto escribe a su lado, de “copiloto”, y en el asiento trasero Henry Banks (el más alto directivo de la USAC) y su esposa, sorprendidos por el recibimiento y clamor popular que, para ellos, era asaz inesperado y gratificante, y espectáculo único. Recuerdo que a la esposa de Banks le llamó mucho la atención la presencia de “sulkys” en las calles de Paraná (vehículo que jamás había visto) y de soldados armados en el aeropuerto: le expliqué que era sólo un exceso de celo en la medida de seguridad, en particular acentuada durante los gobiernos de facto (eran los últimos días de la presidencia de Levingston, ya que poco después asumiría Lanusse).
Quien esto escribe no recuerda haber vivido, o conocido en la historia moderna de Rafaela, una semana tan llena de gente, de movimiento, de vitalidad, de ansiedad, de expectativa. Parafraseando a Hemingway “A moveable feast”, “París era una fiesta”) diría que Rafaela era una fiesta. Que los autos de Indianápolis corrieran en nuestro autódromo fue un norte, una ambición, una meta largamente soñada por el Club Atlético, y en pos de la consecución de dicho objetivo se desarrollaron tantas gestiones, tantos esfuerzos, que realmente llaman la atención y emocionan. Buen ejemplo para las generaciones jóvenes: pocas cosas son imposibles de lograr si se persigue el objetivo con ahínco, con dedicación, aun a costa de la salud, y de la economía particular de sus forjadores. Pero ésa es la forma de hacer historia.
La proeza que hoy comento tuvo sus artífices en muchos dirigentes atletiquenses de la época, cuyos nombres me reservo para no pecar de omisiones involuntarias. Basta recordar al “capitán del barco”, al “piloto de tormentas”: el Ing. Eduardo Ricotti, secundado por otros, todos apasionados por el automovilismo. Es que Atlético, en esos tiempos, “respiraba automovilismo”, era el deporte por excelencia, lo que había siempre identificado y hecho grande al club, y obviamente también a Rafaela. Hoy los tiempos cambiaron, se respira fútbol por doquier, y no lo digo en son de crítica, sino para marcar el contraste y desnudar otra realidad.
No estuvieron solos los dirigentes de Atlético. Muchos otros colaboraron, en especial la Municipalidad, varias empresas y la increíble generosidad de muchas familias para alojar a los visitantes. En tal sentido, la labor de los intérpretes, organizados por Nenucho Kuschnir y quien esto escribe, fue un eficaz e insoslayable puente de comunicación con los extranjeros. Diríase que toda la ciudad, quienes más quienes menos, intuyeron que el sueño atletiquense era también el de todos los rafaelinos.
Cuando en septiembre de ese mismo año 1971 tuve oportunidad de visitar a la gente de la USAC en Indianápolis, después de un viaje a dedo desde Baltimore, y de recorrer a pie su circuito, hablar con algunos los dirigentes y pilotos que habían concurrido a Rafaela, e incluso con glorias del deporte automotor como Mario Andretti (a quien le hubiese gustado venir a Rafaela) no pude ocultar un sentimiento de orgullo, al escuchar de ellos palabras tan elogiosas y de agradecimiento por tanto cariño recibido, y admiración por haber logrado la culminación de un sueño. Los anglosajones -se sabe- rinden culto a los hacedores, a los que protagonizan la historia con hechos y no son meros espectadores. La reciente entrevista con Al Unser ratifica este elogio y agradecimiento.
La decadencia argentina, incesante y lastimosa, y los avatares de un mundo que ha cambiado tanto, tornan hoy por hoy altamente improbable repetir la gesta, la hazaña. Por eso es particularmente importante evocarla, y recordarles a nuestros jóvenes la importancia de trazarse objetivos claros y de tener sueños (no abandonar nunca las utopías) y de poner todo el esfuerzo -venciendo obstáculos y sinsabores que fatalmente siempre ocurren- en pos de los mismos.
Tal es la enseñanza que, a mi juicio, dejan las 300 Indy. Los pueblos, en su devenir, necesitan de estas gestas desprovistas de todo interés económico y de especulaciones mezquinas, porque los une, los identifica y a futuro sirven de ejemplo.
Fuente: https://diariocastellanos.com.ar/