Por Ariel Álvarez Valdés.- Muchos se preguntan por qué Jesús adoptó una posición rígida con respecto al matrimonio y no comprendió que a veces las relaciones fracasan. Pablo y los evangelistas tradujeron su mensaje a un contexto cultural diferente. ¿Qué puede hacer la Iglesia hoy?Un día se le acercaron a Jesús los fariseos y le preguntaron en qué casos podía el hombre divorciarse de su mujer. Jesús les respondió que nunca, porque el hombre no puede separar lo que Dios ha unido. Los discípulos reaccionaron molestos, y replicaron que si ésa era la situación del casado respecto de su mujer, mejor era no casarse. Pero Jesús añadió que, aunque ellos no lo entendieran, ésa era una exigencia fundamental para entrar en el Reino de Dios (Mt 19,1-12).
Después de dos mil años, esta frase de Jesús sigue siendo la base en la que se asienta la doctrina matrimonial de muchas Iglesias cristianas, que prohíben a sus miembros divorciarse y volverse a casar bajo pena de negarles la comunión. Pero ¿por qué Jesús asumió una postura tan rígida frente al matrimonio? ¿Acaso el maestro bueno y comprensivo no se dio cuenta de que a veces las relaciones de las parejas fracasan, y que muchos tienen necesidad de rehacer sus vidas y volver a amar? ¿O es éste el único tropiezo del que un cristiano no puede levantarse y recomenzar? Para descifrar el enigma, debemos examinar cómo se practicaba el divorcio en los tiempos de Jesús.
Cuidado con el mal carácter
Según la Biblia todo judío, si quería, podía divorciarse de su mujer. Era un derecho otorgado por Moisés mediante una ley que decía: “Si un hombre se casa con una mujer, y después descubre en ella algo que no le agrada, le escribirá un acta de divorcio, se la entregará y la despedirá de su casa” (Dt 24,1).
La norma era clara. Bastaba que el hombre redactara un escrito y se lo diera a su mujer. Lo que no estaba claro era qué motivo autorizaba al hombre a divorciarse. Porque la ley decía que tenía que haber “algo” que no le agradara. Pero ¿qué era ese algo?
Como Moisés no lo había aclarado, los judíos posteriores durante siglos trataron de entender a qué se refería. Lamentablemente no se pusieron de acuerdo, y se formaron dos escuelas. La más flexible, del rabino Hillel, lo interpretaba en sentido amplio: ese “algo” podía ser cualquier cosa: que la mujer quemara la comida, no se atara el cabello, gritara en la casa o tuviera mal carácter; incluso en el siglo II el rabino Aquiba decía que si el hombre encontraba otra mujer más linda, ya había “algo” que le desagradaba en la suya y podía divorciarse. La segunda escuela, del rabino Shammai, era más estricta: sostenía que un hombre sólo podía divorciarse por una causa gravísima: el adulterio de su mujer. Ningún otro motivo lo autorizaba. En tiempos de Jesús el tema no estaba resuelto, de modo que unos seguían las directivas de Hillel y otros las de Shammai. Ésta es la razón por la que los fariseos interrogaron a Jesús sobre el tema del divorcio. Querían saber a cuál de las dos escuelas se adhería. Pero Jesús los sorprendió con su respuesta: a ninguna. Para él, el hombre no puede divorciarse jamás bajo ninguna causa, sea leve o grave.
No apto para enamorados
Lo primero que debemos preguntarnos es si las palabras de Jesús constituían una verdadera ley, es decir, una norma obligatoria para todos los hombres, o era sólo una invitación, una sugerencia ideal para quienes pudieran y quisieran cumplirla. Algunos biblistas, impresionados por la dureza de estas palabras, creen que se trataba sólo de un consejo, no de un precepto obligatorio que todos debían observar. Pero el Nuevo Testamento da a entender otra cosa, ya que san Pablo, cuando habla de la prohibición del divorcio, dice claramente que es una “orden del Señor” (1 Cor 7,10).
¿Por qué Jesús se puso tan firme? Es que en aquel tiempo, el matrimonio se celebraba a edad temprana: 13 años para las niñas y 17 para los varones. Los rabinos enseñaban: “Dios maldice al hombre que a los 20 años aún no ha formado una familia”. Esto hacía que las parejas no se casaran por amor, sino que sus padres arreglaran el matrimonio (Ex 22,15-16). Así, en la Biblia vemos cómo Abraham manda a su mayordomo a buscar esposa para Isaac (Gn 24,1-53), Agar elige la mujer para Ismael (Gn 21,21), Judá decide con quién se casará su hijo Er (Gn 38,6), el militar Caleb dispone quién será el marido de Aksá (Jos 15,16), y el rey Saúl hace lo mismo con Merab (1 Sm 18,17). El casamiento en Israel, pues, no era una alianza de amor sino un acuerdo social: el hombre necesitaba tener hijos y la mujer necesitaba quien la mantuviera. Se trataba de un convenio con beneficios para ambas partes. Eso no significa que necesariamente no hubiera amor en las parejas; con el tiempo muchas llegaban a amarse.
El fastidio de Dios
No era un arreglo social ecuánime porque la mujer se hallaba en inferioridad de condiciones respecto del varón. Ella era considerada una “pertenencia”, una “propiedad” de su marido, al mismo nivel que su buey o su asno (Ex 20,17; Dt 5,21), y éste gozaba de diferentes derechos. Así, el marido podía acostarse con otra mujer y no cometía adulterio (Ex 21,10); pero si la mujer lo hacía, incurría en un grave delito; el marido podía divorciarse si quería, pero la mujer no tenía derecho a hacerlo (Dt 24,1). Él podía mandarla, dominarla y decidir por ella.
En ese contexto jurídico y social, era evidente que si un hombre se divorciaba de su mujer y la despedía del hogar, la dejaba totalmente desprotegida. Difícilmente otro hombre querría desposar a una repudiada. Ella debía regresar a la casa de sus padres, los cuales muchas veces eran ancianos (si no habían muerto) y ya no podían mantenerla. Quedaba así forzada a vivir de la caridad pública, en una situación de total precariedad, indefensión económica y desamparo social. En algunos casos, la única salida era la prostitución. Resultaba tan degradante que el profeta Isaías menciona a la mujer repudiada como ejemplo del sufrimiento más grande en Israel (Is 54,6). Y el profeta Malaquías, para mitigarlo, llega a decir que Dios “odia al que se divorcia de su mujer” (Mal 2,16). Aún así, si un hombre ya no deseaba vivir con su esposa y quería divorciarse, podía hacerlo sin demasiadas contemplaciones. Por eso Jesús, al prohibir el divorcio, lo que hizo fue ponerse de parte del más débil, del más expuesto y amenazado socialmente: la mujer.
En casa hay que vivir en paz
Sin embargo, vemos con sorpresa cómo esta “orden terminante” de Jesús fue más tarde suavizada por los autores bíblicos y adaptada a las diversas circunstancias que les tocaron vivir, de manera que en el Nuevo Testamento la encontramos en cuatro versiones diferentes. El texto más antiguo está en la 1º Carta a los Corintios, de san Pablo, y dice: “A los casados, no les ordeno yo sino el Señor: que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido despida a su mujer” (1 Cor 7,10-11). Hasta aquí, Pablo repite lo que dijo Jesús. Pero a continuación agrega: “Si el cónyuge es no creyente y quiere separarse, entonces que se separe; en ese caso el cónyuge creyente no está ligado; porque el Señor los llamó para vivir en paz” (1 Cor 7,15). Vemos que aquí Pablo permite una excepción. Porque él constataba que en sus comunidades, cuando un pagano se convertía al cristianismo, no siempre era acompañado por su cónyuge, lo cual generaba tensiones y roces. Al ver esto, permitió la separación en sus comunidades alegando una razón importante: que pudieran “vivir en paz”. O sea que Pablo, apenas veinte años después de la muerte de Jesús, ya adaptó la enseñanza original a la situación misional que le tocaba vivir.
Por un desorden sexual
Décadas más tarde, san Mateo presenta una segunda versión de la norma. Según él, Jesús habría dicho a los fariseos: “Moisés les permitió divorciarse de sus mujeres; pero yo les digo que el que se divorcia de su mujer, excepto en caso de inmoralidad sexual, y se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19,8-9). Para Mateo, Jesús permite una segunda excepción: en caso de “inmoralidad sexual”. Cuando esto ocurre, el hombre puede divorciarse y volver a casarse. En realidad, no fue Jesús quien introdujo esa excepción sino el mismo Mateo. ¿Por qué? Porque la inmoralidad sexual, en la comunidad donde él vivía, era un tema muy grave y urticante que generaba serias dificultades en la convivencia matrimonial. Por lo tanto, para evitar males mayores y salvaguardar la paz de las conciencias, Mateo autorizó, en esas circunstancias, la disolución del vínculo.
¿A qué “inmoralidad sexual” se refería? Es difícil saberlo. La palabra griega que emplea (pornéia) es un término genérico que puede designar distintos desórdenes: adulterio, incesto, prostitución, vida disipada, flirteo con otro hombre. Por eso las Biblias no se ponen de acuerdo y ofrecen distintas traducciones. Pero sea cual fuere su significado, lo interesante es que Mateo permitió una excepción a la indisolubilidad matrimonial señalada por Jesús.
Lo imposible no se prohíbe
En el Evangelio de Marcos descubrimos una tercera enseñanza diferente sobre el divorcio. Según éste, en su discusión con los fariseos Jesús dijo que el hombre no debe divorciarse de su mujer (Mc 10,9); y cuando sus discípulos le pidieron una explicación, les aclaró: “Quien se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio contra aquella; y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10,11-12).
Tenemos aquí una nueva sorpresa. Según Marcos, lo que ahora Jesús prohíbe no es el divorcio, sino volver a casarse. Mientras Mateo decía que Jesús condenaba la separación en sí, debido a la desprotección en la que quedaba la mujer, Marcos no prohíbe que el hombre se separe. Puede separarse. Lo que no puede hacer es casarse otra vez. Esto se debe a que Marcos escribe para los cristianos de Roma; y allí la mujer gozaba de una autonomía social superior y podía contar con medios propios de supervivencia, de manera que la simple separación de su marido no la afectaba en su dignidad. Por eso un cristiano de su comunidad, si andaba mal con su mujer, podía divorciarse y seguir considerándose cristiano. Pero no podía tomar una segunda mujer.
Esta no fue la única adaptación que hizo Marcos. También dice que Jesús prohibió que “la mujer se divorciara de su marido”. Eso jamás podía haberlo dicho Jesús. Él enseñó en Palestina, y ante un auditorio judío. Y según la ley judía, la mujer no podía divorciarse. ¿Qué sentido tiene prohibir algo que no se puede hacer? Pero como Marcos escribió en Roma, donde la ley sí otorgaba a la mujer el derecho al divorcio, extendió la prohibición de Jesús también a ella, para que quedara en claro que, aunque la ley civil lo autorizaba, Jesús no lo consentía.
Que se note su grandeza
Finalmente, en el Evangelio de Lucas hallamos la última versión sobre el divorcio (que también aparece en un segundo texto de Mateo: 5,32). Para Lucas, Jesús enseñó: “Todo el que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una divorciada por su marido, comete adulterio” (Lc 16,18). Según este dicho, Jesús no sólo prohibió a un divorciado volver a casarse, sino también a un soltero casarse con una divorciada. ¿Por qué Lucas asumió esta postura? Porque en el Antiguo Testamento los sacerdotes, debido a que eran hombres especialmente consagrados a Dios, no podían casarse con una divorciada, cosa que sí podían hacer los demás judíos (Lv 21,7). Al parecer, Lucas quiso extender este particular estilo de vida a todos los cristianos de su comunidad, para decir que también ellos eran consagrados a Dios, y por lo tanto sus vidas debían ser especiales y preservadas de cuanto pudiera deshonrarlas. Vemos pues que, si bien Jesús prohibió el divorcio, su norma fue más tarde adaptada por los autores bíblicos según las necesidades de cada comunidad, de manera que hoy tenemos diferentes versiones de ella: a) según Pablo, Jesús permitió el divorcio si un cónyuge se convertía al cristianismo y el otro no; b) según Mateo, Jesús permitió el divorcio en caso de inmoralidad; c) según Marcos, lo que prohibió fue que un divorciado se volviera a casar; d) y según Lucas, prohibió incluso que un soltero se casara con una divorciada.
Entre Papas y Concilios
También la tradición de la Iglesia se mantuvo indecisa en cuanto al modo de aplicar ese mandato de Jesús. Mientras en los siglos III al VI algunos Santos Padres orientales rechazaron absolutamente el divorcio, otros lo aceptaron en caso de adulterio; por ejemplo Orígenes († 255), Basilio Magno († 379), Gregorio Nacianceno († 390), Epifanio († 403), Juan Crisóstomo († 404), Cirilo de Alejandría († 444), Teodoreto de Ciro († 466) y Víctor de Antioquía (s.V). También muchos escritores eclesiásticos latinos de los siglos III al VIII aceptaron el divorcio en casos extremos, como Tertuliano († 220), Lactancio († 325), Hilario de Poitiers († 367), el Ambrosiaster (s.IV), Cromacio († 407), Avito († 530) y Beda el Venerable († 735). Además, varios Concilios aceptaron y regularon el divorcio, como el de Arlés (año 314), el de Agde (año 506), el de Verberie (año 752) y el de Compiègne (año 757). El de Verberie establecía: “Si una mujer intenta dar muerte a su marido, y éste lo puede probar, puede divorciarse de ella y tomar otra”. Y el de Compiègne decía: “Si un enfermo de lepra lo permite, su mujer puede casarse con otro”. Hasta hubo Papas que autorizaron el divorcio y nuevo casamiento, como Inocencio I (siglo V), quien lo permitía ante el adulterio de la mujer; y san Gregorio II (siglo VIII), que lo consentía si la esposa estaba enferma.
Sólo a fines del siglo XII, con el papa Alejandro III, se estableció de manera definitiva la postura actual de la Iglesia católica, que prohíbe absolutamente el divorcio y nuevo casamiento. Es decir que ni la Biblia, ni la tradición, ni los primeros mil años de historia cristiana respaldan la doctrina de que el matrimonio debe ser “hasta que la muerte los separe”.
Acompañar otra vez al débil
Jesús prohibió el divorcio. Y tenía una buena razón. En su tiempo el matrimonio era un acuerdo social, establecido por los padres, cuyo móvil era la conveniencia mutua y no el amor; y en caso de romperse el pacto, la mujer quedaba socialmente indefensa y expuesta a una vida inhumana. Por eso asumió la defensa del más débil y condenó la separación.
Hoy la Iglesia debe preguntarse: ¿aquella prohibición sigue teniendo vigencia? ¿Es aplicable al matrimonio moderno? Ciertamente no. Primero, porque en la sociedad actual la mujer puede ganarse la vida sola, sin necesidad del varón. Segundo, porque el “móvil” que hoy lleva a dos personas a casarse es el amor; y si éste fracasa, no se les puede prohibir volver a buscarlo. En tiempos de Jesús no podía decirse que el amor se acababa, porque no había sido el móvil del matrimonio; por eso no era motivo para el divorcio.
Es decir que hoy, habiendo desaparecido las dos razones por las que Jesús prohibió el divorcio, aquella orden ya no tiene vigencia. ¿Qué debería hacer la Iglesia? Lo mismo que hizo Jesús: ponerse de parte del más débil. Y el más débil es el que se separa.
Cuando un hombre se divorcia suele quedar lastimado, inseguro, con problemas económicos, añorando a sus hijos, con los que no volverá a tener una relación natural. Por su parte, la mujer muchas veces se siente abandonada, triste, sola y con dificultades para volver a creer en el amor. ¿Qué tiene de bueno el divorcio? Nada. Todo divorcio es una masacre emocional, el fin de una ilusión, la brutal ruptura de un proyecto que se creía para siempre. Por eso sólo la persona que llega a una situación insostenible lo concreta. Y por eso la Iglesia, en vez de castigarla, debería cuidarla más que a los felizmente casados, abrirles las puertas de la comprensión, de los sacramentos, y la incorporación a sus instituciones.
Uno de los encuentros más grandiosos de la vida de Jesús fue con una mujer cinco veces divorciada, que además vivía en concubinato: la samaritana (Jn 4). ¿Hoy Jesús le negaría un encuentro de comunión a un divorciado vuelto a casar? Si Pablo, Marcos, Mateo y Lucas supieron traducir su mensaje sobre el divorcio a un contexto cultural diferente, sería bueno que la Iglesia hoy también lo hiciera. Que vuelva al Evangelio y no separe lo que Dios ha unido: el hombre con Jesús.
El autor es doctor en Teología bíblica.
Fuente: revista Criterio, Nº 2372, julio 2011.