Madrid (España) (AICA).- El presbítero Carlos María Galli, decano de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina, reflexiona sobre “La vida y la muerte en la primera pandemia global” en un artículo publicado en la revista española Vida Nueva.
“La pandemia revela que la muerte tiene más poder que los imperios. No obstante, la mayoría de los contagiados se curará. La enfermedad será vencida por el amor responsable de todos y los aportes de la ciencia de unos en favor de la salud de todos”, afirma, y sostiene: “Mientras hay vida, hay esperanza”.
“El ser humano tiene esperanza porque vive y tiene vida porque espera. Pero ¿quién hará justicia a los que murieron solos por un contagio ocasional de un portador asintomático sin una palabra de amor? ¿Quién dará vida a los que fallecieron de forma súbita sin recibir atención?”, pregunta.
El sacerdote argentino subraya que “la pandemia muestra que las utopías del progreso indefinido o de una tierra sin males se estrellan en el muro de la muerte”.
“No hacen justicia a las víctimas de la peste, ni de la violencia, ni de la exclusión, no salvan a los muertos de todos los tiempos. No fundan una esperanza universal para quienes murieron injustamente, como notaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt. Theodor Adorno postuló una cierta resurrección para revocar la injusticia sufrida por los inocentes, que parece tener la última palabra. Como si la esperanza de justicia reclamara la fe en la vida eterna”, agrega.
Texto del artículo
El tiempo pascual celebra el triunfo de la Vida de Dios sobre la muerte del hombre en tiempos de la primera pandemia global. Esta pandemia es la primera que expresa plenamente el significado de la palabra griega, formada por ‘pan’ (todo) y ‘demos’ (pueblo). Designa una enfermedad que afecta a todo un pueblo. Por la globalización del transporte, el coronavirus se expande a todos los pueblos en la nueva ‘cosmo-polis’. Hay víctimas del virus en todos los continentes.
Muchas personas mayores mueren también en países con alta calidad de vida. Mueren solas, sin las caricias del afecto ni los signos de la fe. Nadie puede acompañarlas, no hay despedidas ni velatorios, los parientes no pueden llorar juntos, los duelos duelen más. Además, mueren médicos y enfermeras como mártires del cuidado. El Domingo de Pascua, en Italia, había 105 sacerdotes muertos. Profesionales de la salud y ministros de la fe somos parteros de este parto.
Las pantallas muestran imágenes desgarradoras en tiempo real. Recuerdan la visión del capítulo 37 del profeta Ezequiel: un valle lleno de huesos secos, una metáfora de la devastación. Escuchamos cifras de los que mueren: acá y allá, tantos por millón, por infectados, por habitantes.
El ‘world map’ de la Universidad Johns Hopkins actualiza las estadísticas. En el día que escribo estas líneas, ya son 170.000 los muertos. Solo sus familiares saben sus nombres, aunque no puedan ver sus rostros. Al mismo tiempo, medios y redes exhiben formas inéditas de colaboración solidaria.
Cuando un ser humano nace, todo es incierto menos dos cosas: hoy vive y un día morirá. Pero hay un abismo entre el brillo de los ojos del bebé y la evanescencia de la mirada del moribundo. Como tantos curas, en más de cuarenta años acompañé a morir a muchos. La luz de sus ojos se fue apagando antes de que se cerraran. Entonces, la mirada anticipó la partida.
Hay muchas formas de muerte, del hambre a las enfermedades, de la guerra a las drogas. El año 2020 trajo otra cercanía con la muerte que causa angustia y miedo porque puede llegar de golpe por un contacto fugaz. El poder letal del virus invisible expone que somos vulnerables. Debemos cuidarnos y cuidar. Nadie es un dios. Todos somos mortales. La muerte nos hermana.
En esta epidemia, los niños y los jóvenes están más protegidos de la muerte. Pueden mirar más lejos para cuidar de la familia humana y de nuestra casa común. La juventud es símbolo de esperanza. El joven tiene más futuro que pasado. Está abierto al porvenir, aunque hoy muchos sientan incertidumbre y temor. La infancia también es icono de esperanza, incluso en la Argentina, donde la mitad de los chicos está bajo el umbral de la pobreza. El niño es el arquetipo de una esperanza sin límites. En cuanto estructura simbólica permanente de la existencia, la infancia mantiene vivo el sentido del ser como don y dispone a recibir lo que se espera con confianza.
En su extenso poema ‘El pórtico del misterio de la segunda virtud’, Charles Péguy presentó las tres virtudes teologales con figuras femeninas: la fe como esposa, la caridad como madre y la esperanza como niña. Muchos, siendo pequeños, fuimos sostenidos por los brazos de personas grandes; siendo mayores, levantamos entre dos a un niño frágil que empujaba hacia adelante. Para el poeta, las hermanas mayores llevan a la pequeñita y, a la vez, son movidas por su fuerza. La esperanza las arrastra con su vitalidad. La ‘niñita esperanza’ asombra porque ella sola, en situaciones críticas, hace que los seres humanos esperen que las cosas pueden mejorar. Padres y madres trabajan por sus hijos e hijas movidos por la esperanza. Ella es paradójica: halla fuerza en la debilidad y grandeza en la pequeñez. Es coherente con la fe en un Dios que, siendo Máximo, se hizo Mínimo del pesebre a la cruz y sigue presente en los más pequeños.
La pandemia revela que la muerte tiene más poder que los imperios. No obstante, la mayoría de los contagiados se curará. La enfermedad será vencida por el amor responsable de todos y los aportes de la ciencia de unos en favor de la salud de todos. Mientras hay vida, hay esperanza. El ser humano tiene esperanza porque vive y tiene vida porque espera. Pero ¿quién hará justicia a los que murieron solos por un contagio ocasional de un portador asintomático sin una palabra de amor? ¿Quién dará vida a los que fallecieron de forma súbita sin recibir atención?
La pandemia muestra que las utopías del progreso indefinido o de una tierra sin males se estrellan en el muro de la muerte. No hacen justicia a las víctimas de la peste, ni de la violencia, ni de la exclusión, no salvan a los muertos de todos los tiempos. No fundan una esperanza universal para quienes murieron injustamente, como notaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt. Theodor Adorno postuló una cierta resurrección para revocar la injusticia sufrida por los inocentes, que parece tener la última palabra. Como si la esperanza de justicia reclamara la fe en la vida eterna.
Signos de esperanza
Como decía Olegario González de Cardedal, una esperanza plena debe acreditarse en la vida, transformándola, y ante la muerte, trascendiéndola. Aquí el cristianismo es un signo de esperanza para toda la humanidad porque cree que Jesús es el Dios crucificado y el primer hombre resucitado.
En Jesús, Dios se hizo hombre, compartió nuestro destino, asumió la muerte. No vino a explicar el dolor, sino a llenarlo de su presencia. En la cruz, Dios toma el lugar del inocente que se siente abandonado. En la cruz, Dios está en el Crucificado. Allí nos sentimos acompañados por el Dios que ama la vida y no quiere pandemias que hagan sufrir. Allí el poder de Dios atraviesa la debilidad, y la muerte ya no tiene poder. Al mirar el Crucifijo de la peste romana de 1522, que presidió las oraciones del papa Francisco en San Pedro, se puede encontrar amparo en el desamparo.
Creemos en un Dios vulnerable por amor que sigue presente en los seres humanos que padecen y en quienes los compadecen y alivian. ¿Dónde está Dios en la guardia de un modesto hospital suburbano? En el enfermo y en quien lo cuida, ya sea médico o enfermera. ¿Dónde está Dios en la soledad de una terapia intensiva cuando un contagiado por COVID-19 está a punto de morir? El sacerdote que lo visita le puede decir: Dios está en ti, y el enfermo le puede contestar con una seña: Dios también está en ti. El cristianismo reconoce a Dios en el dolor y en el amor.
Jesús es el único ser histórico, que vivió y murió en un momento preciso, de quien afirmamos que ha resucitado. La confesión de fe proclama que Jesús crucificado ha resucitado. La cruz expresa el amor de Dios que vence la muerte y se vuelve signo de una esperanza universal. Creemos en Jesucristo y esperamos la resurrección de todos los muertos, aun de los olvidados que Dios no olvida. La comunión amorosa entre vivos y difuntos en la Iglesia trasciende la muerte y nutre una esperanza que responde a la sed de vida eterna y justicia plena.
Creemos y amamos al Dios de la esperanza (Rom 15, 13). La esperanza nace del amor de Dios hasta la debilidad de la muerte y de la vida del hombre recibida como don definitivo de Dios.