Mal camino llevamos con el romance de los días, si cada cual toma la senda a beneficio propio. Dicho en lenguaje de pueblo, que no se pueden hacer políticas de partido (de dividendo) en temas de Estado, como si el Estado fuese el partido; es decir, el yo por encima de todos, mis súbditos. La democracia necesita el oxígeno del consenso para fortalecerse y un horizonte de transparencia para avanzar. Pues miren por donde, el consenso, se ha convertido en el gran ausente y la corrupción, en algunas plazas, nos impide ver el bosque. Esto es grave, gravísimo, porque se roban versos a los derechos fundamentales y libertades a los juglares. No hay derecho a que un gobierno tome nuestros derechos propios a su antojo partidista, rompa unidades, destroce tradiciones, politiqueen territorialidades, conlleve a la ruptura de instituciones o resucite inciviles momentos vividos. Esto es una agresión, en toda regla, contra el romance demócrata. Así la democracia dista mucho de lo real y es más bien un fenómeno formal que, ahí está, como el romancero de los amores imposibles.
Pienso, déjenme pensar, que ha de enmendarse con urgencia este caos de arbitrariedades que recibo todas las mañanas nada más salir a la calle. Cuidado con las brechas abiertas no arbitren venganza y nos den de plano, en el cogote, por cabezones. La ética democrática, o sea, la del romance de los valores constitucionales, exige que los sistemas se adecuen a las necesidades ciudadanas, y no que el ciudadano se sacrifique en aras de un sistema interesado. En democracia hay que consensuar posturas o esperar a que se consensuen. Hay que darle su tiempo para fermentar. Se precisa que esponje el pan de las igualdades y naveguen los peces de la justicia para todas las miradas.
Hay que llamar muchas veces a la puerta del corazón ciudadano, y no sólo por el tiempo electoral; y hay que hacerlo aunque no sea políticamente correcto. Llamar a las cuestiones por su nombre es lo justo. Sin engaños. Que el romancero sea de verdad. Estoy harto de que me traten como un objeto. Todo es un mercadeo. Me niego a tragar. Esto pasa por hacer la vista larga, por consentir que se divorcie la política y la moral. La confusión está servida. Se confunde el bien de la generalidad con el bien partidista. Y así, la vida democrática ha dejado de desarrollarse con la mayor participación ciudadana. Ahí está la política de partido que lleva a cabo Zapatero, dejando en el camino, sin romance ni avance, a un amplio sector de españoles que se encuentran verdaderamente alarmados ante el aluvión de normas doctrinarias, en ocasiones contrarias a la mismísima ley natural. No pasa nada, dicen. Yo, sin embargo, digo que los efectos pasarán factura. Tiempo al tiempo.
Ante este panorama, donde el romance es una confusión de Sanchos con la panza bien surtida, pido con el alma en voz que nadie quede fuera de olla. No, ¡porfa! No me gustan los frentes, donde el más fuerte se come al débil. Lo de hacer partidismo y patrimonio, lo de encender emociones irresponsablemente, rompe cualquier rima y destroza cualquier corazón. Al final, todo se deja ver y oír. Moraleja para los acorazados: Faltan esos grandes acuerdos producidos por consentimiento de la mayoría de los grupos políticos y sobran desacuerdos reproducidos por la continua negativa al adversario. Qué pena de romance, si en la ciudad de los humanos, los ciudadanos ya no tienen voz porque se han dejado comprar la palabra por los voceros partidistas, encantadores de musas y seductores de cuentos.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net
El autor vive en Granada (España). Esta colaboración fue enviada especialmente a la página www.sabado100.com.ar.