Papelera: la pasión venció a la razón

El gobierno de Madrid creyó, con los reflejos de un país serio, que estaba haciendo gestiones sólo sobre problemas que atañen a dos Estados amigos. Ni españoles ni argentinos ni uruguayos pusieron nunca en la mesa a los otros dos actores del drama: la finlandesa Botnia y los asambleístas de Gualeguaychú.Por Joaquín Morales Solá

Fue en Santiago de Chile y los dos dispararon al mismo tiempo. Mataron una negociación y eliminaron, indirectamente, al mediador que ambos habían buscado.

Sucedió una forma especial de suicidio porque ninguno abandonó nunca una obsesión precisa contra el otro.

Néstor Kirchner exuda bronca contra Tabaré Vázquez. Lo acusa de ingratitud. Siempre le pidió que reconociera, al menos, que Uruguay había incumplido, en tiempos de Jorge Batlle, el Tratado del Río Uruguay. Tabaré Vázquez reclamó en Buenos Aires y en España que le liberaran los puentes binacionales ocupados por los asambleístas, pero nunca nadie lo escuchó.

Al revés de cualquier cambio, el presidente argentino se mezcló en la mañana del jueves con apenas 20 asambleístas de Gualeguaychú, que habían viajado a Chile, y les deslizó, de manera implícita, que la bandera de la relocalización de Botnia era también la suya. Sólo necesitaba repetir el discurso de la víspera de su ministro del Interior, Aníbal Fernández, que les advirtió a los asambleístas que los límites existen, para descomprimir la situación. No lo hizo. También pudo reproducir la referencia de su esposa sobre el hecho invariable de la ubicación de la fábrica en Fray Bentos para dejar tranquilos a los uruguayos. Tampoco lo hizo.

Kirchner no está dispuesto a resignar medio centímetro de popularidad, ni siquiera entre los minoritarios asambleístas del litoral entrerriano, aunque para conservar lo que tiene deba endosarle muchos problemas al futuro gobierno de su propia esposa.

En efecto, el probable acuerdo con Uruguay no atravesó el veto de las asambleas de Entre Ríos y el conflicto se trasladará intacto a la próxima gestión. Ya antes el Gobierno no había podido cumplir con una ambigua promesa, hecha en la mesa del diálogo con españoles y uruguayos: los puentes se liberarían en el fin de semana largo del 12 de octubre. Los puentes siguieron cortados.

Tabaré Vázquez ha reaccionado con reflejos más malos que los pronosticados. No sólo su gobierno había promovido en la semana última la rocambolesca historia de autorizaciones y desautorizaciones a Botnia; también dio la peor orden en el peor momento. Las chimeneas de Botnia comenzaron a lanzar llamaradas de humo y de furia cuando tenía al rey Juan Carlos de un lado y a Kirchner, del otro. «La diplomacia española se metió en este asunto, que tiene más pasiones que razones, con demasiado voluntarismo», decían ayer fuentes del gobierno de Rodríguez Zapatero.

Las pasiones han incidido en esta historia más que las posiciones. Kirchner y Tabaré Vázquez se parecen demasiado; la única diferencia es que uno expone sus humores y el otro los disimula. Son temperamentales y desconfiados. El temperamento llevó a Kirchner a envolverse en la causa de los asambleístas antes de razonar lo que hacía. El temperamento también empujó a Tabaré Vázquez a alzar el teléfono en Santiago y ordenar que se pusiera de inmediato a Botnia en funcionamiento.

En el fondo, Tabaré Vázquez se convenció de que nada podía esperar de Cristina Kirchner si su esposo, que se está yendo del Gobierno en buenas condiciones políticas, no resolvía el bloqueo de los puentes fronterizos. Montevideo confió siempre en que sería Kirchner quien solucionaría el problema de los asambleístas, porque él estaría siempre en mejores condiciones políticas de hacer frente a la sublevación del litoral que una flamante gestión de su esposa.

Tabaré Vázquez se topó, en cambio, con la solidaridad de Kirchner con los asambleístas en sus narices y su esperanza trocó en rabia en minutos.

Kirchner quería conducir el problema de las asambleas de Entre Ríos como él condujo el conflicto de los piqueteros en Buenos Aires. Es decir, dejándolos hacer hasta que se desgastaran solos y se quedaran en medio de la condena social. No resolvió esos asuntos, porque ni a los piqueteros ni a los asambleístas les importa el qué dirán.

Kirchner suele tener malas referencias privadas para los asambleístas, a los que considera impolíticos y absorbidos por ideologías más que por buenas intenciones. Pero en público, cuando se acercó a ellos, los convenció de que compartía la causa y la sublevación.

Ese es un problema del Estado argentino. El gobernador de Entre Ríos, Jorge Busti, y Kirchner alentaron, con formas tácitas más que explícitas, las rebeliones de Gualeguaychú, Colón y Concordia. El retroceso se vuelve difícil, si no imposible, con esos antecedentes.

Sea como fuere, Kirchner aspiraba a que un amplio acuerdo medioambientalista, garantizado por el rey Juan Carlos, dejara a los asambleístas en una situación más minoritaria que la que ya padecen sin notificarse. Pero nunca consultó ese cronograma con Tabaré Vázquez y éste no estaba en condiciones políticas internas de firmar ningún acuerdo con los puentes cortados. Podía pavonearse diferenciando «diálogo» y «negociación» para confundir a sus opositores, pero no podía firmar nada con la frontera bloqueada. Esa es su verdad.

La verdad de Kirchner es que él está seguro de que Uruguay incumplió tratados internacionales sobre el uso del río compartido; jura que Tabaré Vázquez se lo aceptó cuando éste era candidato presidencial. Nunca se lo repitió como presidente de Uruguay.

El gobierno de Madrid creyó, con los reflejos de un país serio, que estaba haciendo gestiones sólo sobre problemas que atañen a dos Estados amigos. Ni españoles ni argentinos ni uruguayos pusieron nunca en la mesa a los otros dos actores del drama: la finlandesa Botnia y los asambleístas de Gualeguaychú, sobre todo. Botnia vetó el primer acuerdo entre Kirchner y Tabaré Vázquez, y los asambleístas petardearon el último.

Si bien se lee, en su discurso de ayer Kirchner le dio el adiós cordial al rey Juan Carlos. Le reconoció los esfuerzos que hizo y se lamentó por la impotencia de la negociación. Punto final, entonces. Le ahorró al monarca la tarea que no podía hacer: irse por su propia cuenta. Hizo también lo que debía hacer: después de todo, fue él quien hace un año le pidió al rey que se metiera en un conflicto convertido en una ratonera por las intransigencias de ambas orillas del río.

Sólo resta la esperanza de que un nuevo gobierno en la Argentina, a partir del 10 de diciembre, cambie una parte de los protagonistas y también la leyenda de ofensas personales mutuas. No es mucho, pero es lo único que queda antes de que el suicidio de ambos se transforme en el crimen de la relación exterior más cercana, histórica y afectiva de la Argentina.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 10 de noviembre de 2007.

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