Por Ricardo Miguel Fessia.- Es bastante sabido que los tiempos históricos tienen sus particularidades y no se pueden hacer comparaciones tan lineales, pero aún así nos permitimos aseverar que Julio II fue el Papa que ejerció el poder total desde el Vaticano.
Como ningún otro, devolvió a la Iglesia la versión empírica de la idea del papa-rey, sin tener. Ocupado a tiempo completo en la expansión territorial para incrementar el poder terrenal, dejó los temas espirituales que no ameritaban debates ya que los dogmas, como tales, eran obedecidos con cerrada obsecuencia.
Encarnó, como ningún otro, el papel de “Papa rey”. Se ocupó poco de los asuntos de la fe y mucho más de extender el poder temporal del Papado, urdiendo y desarmando alianzas, comandando ejércitos y emprendiendo una gran obra de reconstrucción y mecenazgo en Roma.
Giuliano della Rovere, luego trascendió en la historia como “el Papa guerrero” o “el Papa terrible”, virtudes que reflejan su belicosidad tanto en lo público como en lo personal. Cuando en 1503 ciñó la tiara papal y tomó el nombre de Julio II tenía casi 60 años y su fama era de sobra conocida por los demás cardenales, que recordaban su feroz enemistad con el castellano Rodrigo Borgia, quien once años antes le había arrebatado el puesto.
Si bien el mal carácter y la agresividad política de Julio II están fuera de duda, fue un Papa que reconquistó para el Estado pontificio su antiguo poder temporal, para lo cual no dudó en valerse de intrigas y traiciones. Igual de cierto es que con ello consiguió financiar un ambicioso programa de obras públicas y mecenazgo artístico del que Roma tenía mucha necesidad y que le devolvió al menos parte del esplendor de la época de los césares.
Nacido el 5 de diciembre de 1443 en Albisola, ciudad que pertenecía a la República de Génova. Apenas llegado al mundo, tenía signado el futuro en la Iglesia. Para su formación fue confiado a su tío Francesco della Rovere, (1414–1484) un fraile franciscano que en 1467 se convirtió en cardenal y en 1471 en Papa con el nombre de Sixto IV, siendo el 212 en ocupar el trono de Pedro entre el 9 de agosto de 1471 hasta el 12 de agosto de 1484.
Se encargó de educarlo entre los franciscanos en Francia y, cuando se convirtió en Papa, traspasó a Giuliano su título de cardenal y arzobispo de Aviñón. Bajo el pontificado de su tío ganó cada vez más influencia, ejerciendo la conducción de nueve obispados, además de otros cargos dependientes directamente de la Santa Sede.
Desde su promoción a cardenal nació una fuerte rivalidad entre él y un hombre igual de ambicioso e influyente: Rodrigo Borgia. Además de un choque de carácteres similares, se trataba de un enfrentamiento político: Della Rovere representaba los intereses de la facción italiana del Colegio Cardenalicio, mientras que Borgia era considerado un extranjero por su origen valenciano. Según los cronistas su desprecio se fundaba en el “carácter soberbio y desleal”, algo de lo que él mismo pecaba, sino “más aún por ser extranjero, uno de los catalanes a los que aborrecía” y, sobre todo, por poner los intereses de su familia por delante de los de la Iglesia.
Con estas referencias de la consideración personal, es fácil entender las disputas que se desataron cuando se debió cubrir la vacante que dejaba la muerte de Inocencio VIII el mismo días de su fallecimiento ocurrido el 25 de julio de 1492. Ambos compulsaron en el colegio cardenalicio que, como sabemos, el 11 de agosto ungió al “extranjero” para el solio papal. El futuro Julio II siempre le acusó, en vida y aun después de su muerte, de haber obtenido los votos mediante el soborno y la intimidación, algo que constituía un pecado llamado simonía y que nunca pudo demostrar, aunque resulta plausible dada la personalidad de Rodrigo Borgia.
A la muerte de Alejandro VI, el 18 de agosto de 1503 y tras el breve pontificado de Pío III -que murió al cabo de veintiséis días de su elección-, se convocó un nuevo cónclave que resultó ser el más corto de la historia: tras solo diez horas, Della Rovere resultó finalmente elegido Papa por una increíble unanimidad, incluso por los cardenales de la familia Borgia, a quienes aseguró que no tomaría represalias, una promesa que no mantendría.
El nombre que escogió como Papa fue un fiel reflejo de su carácter: Giulio, un diminutivo de su propio nombre y una referencia a Julio César. Celebró su elección con un desfile en el que pasó bajo siete arcos de triunfo de aspecto romano, lanzando desde el principio un claro mensaje: él iba a devolver a Roma su antigua gloria. Claro que lo hizo.
De inmediato se procuró recuperar los territorios italianos que precisamente los Borgia habían tomado para sí mismos aunque nominalmente estuvieran bajo la autoridad de la Santa Sede. El adversario más peligroso era el hijo natural que Rodrigo tuvo con la patricia romana Vannozza Cattanei, César, que se había hecho un ducado propio en la Romaña a expensas del Estado Pontificio. Julio II lo hizo arrestar y llevar al Vaticano, aunque lo trató como a un “invitado a la fuerza” hasta que este aceptó mandar instrucciones a las ciudades bajo su dominio para que se sometieran de nuevo al Papa. Este, tras conseguir lo que quería, no puso problemas para dejar que César se marchara a Nápoles, encantado de deshacerse de tan peligroso enemigo.
Esas primeras acciones dejaron claro a los estados italianos que en los próximos años se las iban a ver con un verdadero “Papa rey”, que actuaba como un jefe de Estado y no tenía reparos en obtener lo que quería por la forma que sea. Hasta ese momento la costumbre pontificia era usar la amenaza de excomunión contra sus enemigos políticos y, si había que emplear las armas, conseguir el apoyo de un ejército extranjero. Julio II hizo uso de ambas y promovió la creación de alianzas internacionales contra su enemigo de cada momento: primero la “Liga de Cambrai” contra la República de Venecia, que se había hecho con algunos territorios de la Iglesia en la Romaña; y luego la “Liga Santa” contra Francia, que amenazaba con apoderarse de las ciudades del norte de Italia.
Muestra del talento político -o de su voracidad- de Julio II es que no tenía problemas en cambiar amigos por enemigos y viceversa: Francia fue su aliada contra Venecia como luego Venecia lo fue contra Francia. Tampoco tenía problema en dirigir él mismo las campañas en lugar de confiárselas a un militar de carrera; su carácter fuerte y su voluntad de sujetar siempre las riendas de todos sus proyectos le hacían más un soberano que un Papa, y como tal deseaba ser tratado. Las guerras duraron casi hasta el final de su pontificado y dieron como resultado una de las épocas de mayor poder del Vaticano como Estado; a él le valieron sus dos merecidos sobrenombres, “el Papa guerrero” y, sobre todo para sus enemigos, “el Papa terrible”.
Verdadero estadista, sabía que la gloria no se conseguía solo con las conquistas, sino también con el prestigio, y eso era algo de lo que Roma iba muy necesitada. Durante toda la Edad Media la ciudad había ido decayendo lentamente y, desde principios del siglo XIV, no podía competir con las otras urbes itálicas como Florencia y Urbino en el arte, Milán y Venecia en el comercio, Bolonia y Pisa como polos universitarios. En ninguno de esos ámbitos la antigua capital del Imperio podía hacerles la menor sombra a sus vecinos del norte; y al sur se encontraba Nápoles, el reino más potente de la península en lo que a fuerza militar se refería.
Haciendo honor a su carácter, el Papa decidió emprender un ambicioso programa de obras públicas y mecenazgo artístico que devolviera a Roma su antiguo esplendor. Invitó y patrocinó a algunos de los mejores artistas del momento. A Bramante lo nombró superintendente de obras y le encargó el saneamiento de las infraestructuras públicas, además de la ampliación del Vaticano y la construcción de la nueva Basílica de San Pedro. A Rafael le confió la decoración de sus estancias privadas -puesto que se negaba a usar las mismas en las que se había instalado su enemigo Rodrigo Borgia- y quedó tan impresionado por los primeros trazos que decidió despedir al resto de artistas y dejar que se encargara él solo, nombrándole además “inspector general de bellas artes”.
Muy complicada fue su relación con Miguel Ángel, que tenía un carácter tan temperamental y orgulloso como el propio Papa: en una ocasión, después de que Julio II decidiera suspender el proyecto de su tumba tras tenerle durante meses supervisando las canteras de mármol, el Buonarroti se marchó encolerizado a Florencia ignorando las amenazas del pontífice al que se plegaban los líderes de las mayores potencias de Italia. Tal vez esa fue la única ocasión en la que Giuliano della Rovere dio su brazo a torcer y, como “reparación”, le encargó la decoración de la Capilla Sixtina y reanudar los trabajos de su tumba, aunque esta última quedó limitada a una versión reducida de lo que el artista había proyectado.
El conjunto funerario de Julio II se iba a situar en la Basílica de San Pedro, pero finalmente se ubicó en la de San Pietro in Vincoli. Su figura más famosa es el Moisés, considerada una de las obras maestras de Miguel Ángel.
Si el emperador Augusto dijo “encontré una ciudad de ladrillo y la dejé de mármol”, Julio II podía presumir de lo mismo quince siglos después, a su muerte el 21 de febrero de 1513. Gracias a él Roma volvió a ser una capital digna de su nombre, además de una ciudad más salubre para vivir. Pero su vida dedicada al poder terrenal no le dejó mucho tiempo para preocuparse de la guía espiritual, que debía ser esencial. Así como Maquiavelo lo alabó como modelo de un príncipe afortunado, Lutero lo usó como ejemplo de la corrupción moral de la Iglesia. A su muerte, el filósofo y teólogo Erasmo de Rotterdam le dedicó un escrito satírico titulado “Julio excluido del Cielo”, en el cual San Pedro le negaba el acceso al Paraíso. Pero seguramente eso no le hubiera importado al Papa guerrero, que fácilmente habría podido urdir una conspiración entre los ángeles para hacerse él mismo con las llaves.