Por Ricardo Carpena.- Este hombre podría sentir odio. De hecho, no niega que lo sienta. «Uno siente dentro de su corazón una borrasca encontrada de distintas pasiones», confiesa. Después de todo, hace 40 años este hombre perdió a su padre. Y no en cualquier circunstancia, claro está: el general Pedro Eugenio Aramburu fue secuestrado y asesinado por los montoneros en un acto irracional, horrendo, camuflado de «ajusticiamiento», que sirvió para que ese grupo terrorista saliera trágicamente a la luz y aceleró un torbellino de sangre y violencia política en el país, que incluyó desde la Triple A hasta la dictadura militar de 1976.
Eugenio Aramburu, este hombre de hablar pausado y mirada triste, podría sentir odio. Tenía 30 años cuando mataron a su padre, presidente de la Nación en un gobierno de facto, que fue símbolo de la Revolución Libertadora y de los fusilamientos de 1956 pero también un militar que terminó renegando de los golpes de Estado y con un discurso conciliador y dialoguista, hasta tal punto que muchos consideran que el germen de su asesinato fue el intento de frustrar el diálogo con algunos sectores del peronismo.
Sin embargo, ante Enfoques, el hijo de Aramburu insiste en que, precisamente en honor a la memoria de su padre, se propone dar otro mensaje: «He tratado, no sé si con éxito o no, de que su sacrificio contribuya a advertir a los argentinos de que debemos desterrar el odio y el rencor, perdonar los agravios imaginarios o reales que hemos tenido, superar lo que nos ocurrió y cumplir con el mandato de nuestra Constitución, que es procurar la unión nacional».
A los 71 años, casado, con cuatro hijos, ocho nietos, cuatro décadas consecutivas de trabajo en el mismo estudio jurídico como abogado y una única experiencia política (en las elecciones de 1983, como candidato a diputado por la Alianza Federal), Eugenio Aramburu condena tanto los crímenes cometidos por grupos guerrilleros como los de la última dictadura militar.
-Cuarenta años después, ¿qué representa hoy el asesinato de su padre?
-Inaugura un período trágico y sangriento de la historia argentina, que, lamentablemente, después de tantos años parecería que estamos empeñados en reavivar y en mantener vigente en nuestra conciencia. Estamos alentando el fraccionamiento de la sociedad, los enfrentamientos, el rencor y el odio, que siempre han sido tremendamente negativos: esta actitud de condenar y demonizar en todos los terrenos a nuestros oponentes se ha traducido en frustración y en desencuentro para nuestra sociedad. Me causa un profundo dolor y una profunda preocupación ver a las autoridades hoy empeñadas en reivindicar los agravios que habrían sufrido los sectores vinculados al terrorismo y en legitimar y en justificar los daños, sufrimientos y padecimientos que esos mismos sectores ocasionaron al resto de la sociedad. Por este camino, que se había intentado superar durante los gobiernos de [Raúl] Alfonsín y [Carlos] Menem con medidas que uno puede o no compartir, pero que perseguían la unión de los argentinos, vamos a crear una situación de anclaje en el pasado que no nos va a conducir a nada positivo para toda la sociedad. Además, está este empeño en tergiversar la historia.
-¿Coincide con los que creen que existió complicidad del gobierno de Onganía en el asesinato de su padre? Muchos destacan las visitas de Mario Firmenich al Ministerio del Interior y algunos vinculan a este jefe montonero con los servicios de inteligencia.
-El asesinato fue advertido como funcional por algunos sectores del gobierno de Onganía. Mi padre siempre se opuso al derrocamiento de [Arturo] Frondizi y también al de [Arturo] Illia. Y era un opositor claro y manifiesto a Onganía, que buscaba la implantación de un régimen corporativo de corte fascista que estaba reñido con su ideología y con su mentalidad. El otro día leí un reportaje que le hicieron a [Juan Martín] Romero Victorica, que fue fiscal en la causa criminal que se instruyó con motivo del asesinato de mi padre, y él señala que, a su juicio, la investigación no fue completa porque Montoneros no tenía la capacidad operativa para secuestrar y matar a mi padre, que necesariamente tuvieron que contar con un apoyo ajeno o extraño. A eso se le suma no sólo la vinculación de Firmenich con los servicios sino la impunidad: todos los terroristas fueron perseguidos, pero él siempre estuvo al margen de toda persecución, salvo en el momento en que lo metieron preso durante el gobierno de Alfonsín. Hay muchos episodios llamativos.
-El domingo pasado, el periodista de Clarín Alberto Amato reveló que el general Bernardino Labayru, uno de los incondicionales de su padre, le había sugerido en una entrevista que usted sabía la verdad sobre otra teoría: que Aramburu fue víctima de un secuestro por parte de un grupo de las Fuerzas Armadas y que murió en el Hospital Militar.
-No la leí, pero no creo en esa teoría porque mi padre murió en la forma en que describieron sus asesinos. Sin que ello signifique descartar la colaboración de un sector del gobierno de Onganía. Mi padre era ex presidente y no tenía ni un policía en la puerta. Recuerdo la custodia que tenía el almirante [Isaac] Rojas. Y a mi padre ya le habían puesto una bomba.
-¿El no quería custodia o no se la dieron?
-Mi padre nunca pidió que la pusieran ni que la sacaran. Se la retiraron en la época de Onganía. Además, en esa época se montó un operativo oficial para demonizar la figura de mi padre, porque se trataba de órganos periodísticos y de personajes notoriamente vinculados al gobierno, como Guillermo Patricio Kelly.
-¿Pero es cierto lo que dijo Labayru sobre esa teoría de la responsabilidad castrense, acerca de que usted conoce la verdad y hasta que no hable no se sabrá qué pasó?
-No, hay que buscar siempre las cosas más sencillas… El que sostenía esa teoría era [el capitán de navío Aldo Luis] Molinari. Labayru creía, como yo, que mi padre fue secuestrado por los terroristas. Si no, no hubieran corrido el riesgo de montar todo ese operativo. Si lo hubieran querido matar lo habrían hecho ahí, ni tampoco habrían descripto la forma en que lo mataron porque eso los condena, los marca en toda su inferioridad moral: la imagen de un hombre grande, apresado por jóvenes que le atan los cordones de los zapatos y a los que les pide que lo dejen afeitarse, que lo matan y que después confiesan que ninguno se animó a ver el cadáver… No creo que lo hubieran hecho si los episodios se hubieran producido de otra manera. Porque no los beneficiaba, sino todo lo contrario. Moralmente los denigra.
-¿Qué recuerda del día del secuestro?
-Yo estaba trabajando y me llamó mi madre para decirme que mi padre no había llegado a un almuerzo que tenía en la casa de un amigo. La sorprendía mucho porque era un hombre muy respetuoso de los horarios y de los compromisos. Había pasado más de una hora y no llegaba. Allí empezaron a tratar de llamar y las líneas de los teléfonos de mi casa estaban cortados.
-¿Y alguien del gobierno de Onganía tomó contacto con ustedes?
-No, pero nosotros tampoco teníamos mucho interés en mantener contacto con un gobierno que pensábamos que podía no ser ajeno a los hechos que estábamos viviendo.
-¿Qué sentimiento predomina ante el crimen de su padre, y de esa forma? ¿Odio?
-La muerte de un padre siempre es dolorosa. La muerte de un padre al que uno venera, como en mi caso, es doblemente dolorosa. Y las circunstancias en que se produjo también la hacen profundamente trágica y lacerante. En esas circunstancias los sentimientos se mezclan. Uno siente dentro de su corazón una borrasca encontrada de distintas pasiones. Yo las he sentido, como cualquier otro ser humano. Pero para honrar a las personas que uno venera debe procurar que sus sentimientos trasciendan en algo noble y positivo. He tratado, no sé si con éxito o no, de que su sacrificio contribuya a advertir a los argentinos de que debemos desterrar el odio y el rencor, perdonar los agravios imaginarios o reales que hemos tenido, superar lo que nos ocurrió y cumplir con el mandato de nuestra Constitución, que es procurar la unión nacional.
-En sus últimos años, cuando profundizó una veta más conciliadora, ¿su padre mostró en la intimidad algún tipo de autocrítica o de gesto de arrepentimiento por una de sus decisiones más polémicas, como los fusilamientos del general Juan José Valle y otros militares que se sublevaron con él en junio de 1956, además de grupos de civiles, ejecutados en la clandestinidad?
-El estaba convencido de que en ese momento de esa manera se había ahorrado al país una guerra civil. Hay que fijarse en los diarios de la época la actitud que adoptaron la universidad, la Iglesia y todos los partidos: nadie condenó los fusilamientos. Lo único que se llegó a hacer es pedir que, después de producidos los fusilamientos, no se siguiera fusilando, cosa que hizo el gobierno. Pero nadie repudió los fusilamientos en forma pública. Es muy difícil analizar un acontecimiento sin recrear las condiciones que existían en el momento en que se produjo.
-Ahora suena tremendo…
-Hay que vivir en esa época. Lo tengo muy claro porque lo viví intensamentre. Era estudiante y todos los estudiantes mayoritariamente estaban en contra del gobierno de Perón. La universidad no repudió los fusilamientos.
-Usted se aparta del estereotipo del familiar de una víctima del terrorismo: se opuso a los indultos dictados por Menem tanto a terroristas como a militares. Y ha sido un duro crítico del terrorismo de Estado.
-La represión clandestina del terrorismo, que es repudiable, comienza en el último gobierno de Perón, con la Triple A. Luego, los militares incurrieron en el mismo error, repudiable, de mantener la represión clandestina, pero no existe un sector de ángeles y un sector de demonios separados por una barrera infranqueable. Todos, de alguna manera, tenemos una cuota de responsabilidad en lo que nos ocurrió. Por otra parte, es negativo para la sociedad un indulto absoluto e indiscriminado. Lo que debía hacerse era mantener a los máximos responsables presos para que los argentinos tuviéramos la sensación de que no se pueden hacer ciertas cosas en la más absoluta impunidad. Pero de ninguna manera podía persistirse en una persecución indiscriminada y permanente en el tiempo.
-También es cierto que se debe hacer justicia. A la luz del perfil de un militar como su padre, ¿cómo entiende usted a miembros de las Fuerzas Armadas que hicieron desaparecer gente, torturaron o robaron bebes?
-Eso es condenable. Está reñido con la esencia de un militar cabal.
-En esta serie de entrevistas me impactó la forma en que dos víctimas de la violencia política como Michelle Bachelet y Pepe Mujica han podido procesar el odio y mirar hacia adelante sin resignar la justicia, el castigo a los culpables de violaciones a los derechos humanos. ¿Por qué nosotros, a diferencia de Chile o Uruguay, no podemos terminar de saldar las deudas con el pasado?
-Es un gravísimo defecto de los argentinos, que consiste en enclaustrarse en el pasado, cerrarse, y en no tener conciencia de la responsabilidad que tenemos por los intereses generales del país. Hasta Maquiavelo decía que para llegar al poder era legítimo usar cualquier medio, pero agregaba que el poder no es para la revancha ni para satisfacer los intereses primarios o egoístas de uno, sino para satisfacer los intereses generales de la sociedad, para hacer el bien. De lo contrario, decía, se tiene el poder, pero no la gloria. Acá, el poder no sirve para satisfacer los intereses generales de la sociedad ni para que los argentinos tengamos un futuro mejor. El poder es tomado como instrumento para satisfacer los sentimientos más bajos, de rencor, de revancha, para pisotear a los que se me opusieron, con razón o sin ella, en términos absolutos, y para reivindicar en todos los terrenos, aun sin ninguna razón, todo lo que hicieron los que pertenecen a mi sector. Y así nos ha ido por este camino.
MANO A MANO
En los tiempos que corren, el mensaje de Eugenio Aramburu es altamente subversivo. Un familiar de una víctima de la violencia política que no predica el odio sino la necesidad de superar las divisiones. Tampoco hace causa común con fanáticos ni personajes de ultraderecha y, para colmo, cuestiona al terrorismo de Estado y a los militares que cometieron delitos. «No es fácil llevar el apellido Aramburu», admitió en un momento. En general, me pareció un hombre de otra época, tan «antiguo» que cree en la Justicia, en el honor y en las instituciones hasta sus últimas consecuencias. Escuché atentamente sus explicaciones sobre los fusilamientos de 1956 y traté de entender la decisión de su padre, pero es cierto que es difícil si uno no vivió esa época. Aunque, dentro de esa perversa lógica de la violencia política en la Argentina, y aun condenándolos, puedo comprender mejor los fusilamientos asumidos a la luz del día que la clandestinidad de las desapariciones, las torturas y los robos de bebes, por ejemplo. Me quedé con ganas de seguir preguntándole sobre las vinculaciones del gobierno de Onganía con el asesinato de su padre, que son también las vinculaciones de los montoneros, supuestamente de izquierda, con sectores de derecha. Me cuesta mucho explicarle este tipo de cosas a mis hijos. Sobre todo porque yo mismo me quedo sin explicaciones sobre tanta locura e irracionalidad que, durante décadas, dejó regueros de sangre en la Argentina. Coincido con Eugenio Aramburu: ojalá sirva para algo positivo un asesinato como el de su padre, aun a 40 años de producido. Lo contrario, y no es un mero juego de palabras, sería un crimen.
Fuente: suplemento Enfoques diario La Nación, Buenos Aires, 6 de junio de 2010.