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No hay inocentes en el Estado frente a la muerte del maestro

Kirchner no se refiere nunca en público a los policías muertos por la delincuencia común. Una mezcla letal de errores políticos y de peores manejos fácticos del conflicto salarial concluyó en un cambio drástico e imprevisible de la situación.Por Joaquín Morales Solá

El Presidente está siendo obligado, como pocas veces antes, a dar explicaciones. Algunos sindicalistas son corridos por izquierda dentro de sus propios gremios. Una candidatura presidencial -que nunca cobró vuelo- concluyó abruptamente. Una vieja alianza política y electoral se rompió ante la primera adversidad.

La muerte injusta de un maestro en Neuquén provocó todo eso en apenas un apretado manojo de días. Esto último es una lección sobre la permanente inestabilidad de la política. Hace sólo ocho días, antes de que la furia y la violencia se desataran en el Sur, nada de eso podía predecirse.

Una mezcla letal de errores políticos y de peores manejos fácticos del conflicto salarial concluyó en un cambio drástico e imprevisible de la situación. Uno de los debates en boga consiste en plantear la opción entre el orden y la vida.

El presidente Kirchner ha sido el que más fogoneó esa opción desde sus habituales tribunas de incendio. La opción es poco representativa de la discusión de fondo. No puede existir sólo un orden que mata ante la primera rebeldía ni los sectores sociales deberían quedar liberados de responsabilidades y obligaciones frente al conjunto de la sociedad. Hay que ser precisos: ningún manifestante merece morir. La muerte a manos de la policía sólo se justifica cuando ésta es desafiada por delincuentes con armas de fuego.

Hay experiencias en el mundo sobre las formas y las herramientas que los Estados modernos usan para contener manifestaciones y protestas sin matar a nadie. Dos ejemplos recientes: la acción de la policía francesa cuando hubo sublevaciones en los suburbios de Francia. No hubo muertos, pero hubo centenares de detenidos todas las noches.

En Santiago, Chile, hace pocos días, sucedieron violentas manifestaciones contra el gobierno; hubo decenas de detenidos en enfrentamientos con la dura policía chilena, pero no hubo muertos. El núcleo del problema es encontrar, entonces, los métodos y los medios de disuasión de las fuerzas del orden.

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El Presidente ha hecho lo que hace siempre que se enfrenta con una contrariedad: habla de los periodistas y no del problema. Es ciertamente lamentable que el jefe del Estado hable del periodismo amenazando con una carpeta en la mano, que escondería supuestos archivos. Se trata, seguramente, de los informes que le envía la oficina de la SIDE dedicada a hurgar en la vida y la obra de periodistas y medios de comunicación.

Kirchner cree en ellos como si fueran libros sagrados. En rigor, el Presidente les ha puesto tantas condiciones a los periodistas para trabajar (autocrítica, hacerse cargo de la historia e ignorar la propiedad de los medios, entre otras) que sería más fácil dedicarse a hacer otra cosa. Un país sin periodistas.

¿No significaría eso la culminación de su paraíso personal?

Otro aspecto significativo del problema es que Kirchner no se refiere nunca en público a los policías muertos por la delincuencia común. En las últimas horas, dos suboficiales de la policía murieron «fusilados», para usar un término presidencial, por simples delincuentes.

Una cosa es el policía que mata arbitrariamente a un manifestante, que merece la condena más enérgica de la Justicia, y otra cosa son los agentes que mueren en la calle bajo el fuego de la descontrolada inseguridad. Si el Estado no hace esa diferencia entre unos y otros, la sensación de indefensión de las fuerzas del orden termina acompañando fatalmente el crecimiento del delito.

Entre el garrote y el corazón, las opciones que planteó el Presidente, no hay inocentes en el Estado frente a la muerte de Carlos Fuentealba. Kirchner empujó la responsabilidad de Jorge Sobisch, gobernador de Neuquén y candidato presidencial desde hace varios meses. ¿Cómo ignorar la responsabilidad de Sobisch si, en última instancia, la policía provincial depende de él y de nadie más? ¿Cómo, cuando mantuvo en actividad a un policía con el prontuario del que habría consumado el crimen de Fuentealba?

Al revés, Sobisch cargó la responsabilidad sobre las espaldas de Kirchner. ¿Cómo esquivar también la responsabilidad del gobierno nacional si fue la administración central la que fijó una política salarial para los docentes sin consultar con los gobernadores, que son los que pagan los salarios?

Hubo de todo entre ellos, menos lo único que hacía falta: el necesario diálogo entre el gobierno provincial y el nacional ante la dimensión de la tragedia.

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Es de suponer que Sobisch tiene los pies en la tierra. Si así fuera, se habrá notificado de que su larga candidatura presidencial murió antes de nacer. Hasta su más tenaz aliado, Mauricio Macri, no quiso quedarse a su lado ni un segundo después de la muerte de Fuentealba.

La muerte del maestro logró lo que no habían conseguido los repetidos consejos de su otro aliado, Ricardo López Murphy: Macri debía alejarse de Sobisch, decía López Murphy, porque los zafarranchos de su provincia terminarían por afectar al presidente de Boca. «Todos somos falibles», quiso moderar Macri, hace algún tiempo, en tímida defensa de Sobisch. «No es lo mismo ser falible que ser irresponsable», le contestó López Murphy.

Hugo Moyano y Hugo Yasky, líder de la CGT el primero y del gremio docente el segundo, están siendo cuestionados por los sectores más contestatarios de los gremios. La muerte de Fuentealba les dio nuevos argumentos a sus críticos.

Moyano huyó hacia adelante lanzando uno de sus habituales boicots, esta vez contra la distribución de bebidas, el agua entre ellas. Yasky debió tomar distancia de Kirchner; hasta remarcó que Santa Cruz no es muy distinta de Neuquén en el manejo discrecional del poder.

La política ha cambiado para Kirchner, pero no sólo para Kirchner.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, 11 de abril de 2007.

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