Por Héctor M. Guyot.- A veces tengo la sensación de que estamos confinados desde antes de la irrupción del coronavirus. Esclavizados por los estímulos incesantes de la comunicación online y la precarización laboral, ya vivíamos encerrados en las pantallas, aislados, de espaldas a la percepción directa de las cosas. El mundo físico, la realidad, quedaban reducidos a una idea banal o a una consigna signada por la burbuja virtual en la que nos movíamos. Los abismos del ciberespacio, así como nos abrían puertas, al mismo tiempo imponían una lógica que nos alejaba de los demás y nos encerraba en nosotros mismos, ya sea en el marketing personal agobiante que alimenta el flujo constante de las redes o en la confirmación del prejuicio al que nos aferrábamos para certificar nuestra existencia y apuntalar nuestra identidad. Hasta los periodistas habíamos dejado de escribir para lectores de carne y hueso y escribíamos para los algoritmos, a fin de que nuestra voz, o nuestras historias, gozaran al menos de una vida efímera antes de que las tragara esa Babel sin fondo llena de ruido y de furia.
Como todo esto sigue igual, insisto: ¿no estábamos confinados desde antes del confinamiento? De esto, a mí no me quedan dudas. Esta percepción me sugiere la idea de que la pandemia es una oportunidad, tal vez la última, para que abramos los ojos a nuestra verdadera condición y en consecuencia decidamos iniciar una larga marcha hacia nuestra reconciliación con la realidad, que siempre es compleja y, la mayoría de las veces, difícil de aceptar, en tanto nos confronta con nuestras zonas oscuras, nuestras miserias y nuestra precariedad. Es eso o la alienación.
El país, con una manifiesta debilidad por las mieles de la irrealidad, no ayuda. Como nuestros antepasados, seguimos comprando espejitos de colores y pagando muy caro la estafa. Hoy el poder no vende baratijas, sino una construcción discursiva cuya viga maestra es la polarización y cuyo objetivo es divorciar a los argentinos de la realidad, es decir, escamotear los hechos y reemplazarlos por la mentira y la simulación. Lo hace bien. Eso y la tendencia de los locales a dejarse llevar por la hipnosis de la palabra malversada explican en parte, solo en parte, la fuerza que adquirió el kirchnerismo. Hoy el relato tiene confinado al país.
Es grave. La distancia entre la palabra oficial y la realidad vuelve inviable la gestión de este gobierno y, al mismo tiempo, obliga a la sociedad a vivir en una dimensión surreal. Así, un presidente fantasma viaja a Europa para conseguir avales a fin de llegar a un acuerdo para pagar una deuda que no se va a pagar, si así lo decide la vicepresidenta. Las sonrisas, los apretones de manos, los buenos deseos solo sirven para que ese presidente se sienta reconocido en el cargo por los pasos de ballet de la diplomacia, algo que su mandante le niega en su propio país. “A Alberto Fernández lo han volteado, y lo ha volteado la facción de Cristina”, dijo esta semana Elisa Carrió en el programa de José Del Rio. La realidad se cuela en el gesto adusto de un ministro de Economía con menos tendencia a la actuación.
Mientras, aquí, avanza en el Congreso el proyecto que otorga superpoderes al Presidente para aplicar nuevas restricciones en todo el país. El kirchnerismo no recula. Ni ante una sentencia de la Corte Suprema. Incapaz de bajar la cabeza, va por el desquite y pretende concederle al Presidente, mediante una ley, la facultad de decidir sobre el cierre de las escuelas. El proyecto afecta a las autonomías provinciales y, de prosperar, la Corte le aplicará una nueva tarjeta roja. Pero lo que importa, de nuevo, es el simulacro: un presidente que no ejerce el poder pide más poder. Debería hacerse cargo del que ya tiene, sobre todo en relación con quien le impone una polarización cada vez mayor en todos los órdenes cuando la pandemia, que ya provocó la muerte de casi 70.000 argentinos, requiere lo contrario: diálogo, consenso y voluntad de coordinar esfuerzos. ¿Cómo conceder facultades especiales a un presidente que priorizó, por sobre la gestión responsable de la pandemia, los objetivos de la vicepresidenta de colonizar la Justicia y avanzar hacia una hegemonía de partido único? Obvio, dirán que es para cuidar a los argentinos. Y los superpoderes, de obtenerlos, serán para Cristina Kirchner.
Lo dijo la vicepresidenta no hace mucho, micrófono en mano: tenemos un régimen de gobierno obsoleto, nacido de una revolución foránea que tiene más de 200 años. La división de poderes y el imperio de la Constitución, según parece, son cosa del pasado. Hoy la voluntad del líder megalómano entronizado por el voto cautivo de la pobreza y el apoyo fanático de sus seguidores no debe enfrentar limitaciones de ningún tipo. Tal vez la nueva revolución nac&pop pasa por consagrar la desigualdad ante la ley. Es decir, todos somos iguales, menos la casta de privilegiados que desde las alturas detenta el poder. Lo dijo en sus palabras el visionario Carlos Zannini, procurador del Tesoro de la Nación, cuando hace unos días intentó justificar su condición de vacunado vip. Parece mentira, pero es real.
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