Hace 100 años… el 30 de junio de 1908, a las 7 horas y 17 minutos, en las proximidades del río Podkamennaya en Tunguska (Evenkia, Siberia Central, Rusia) el fragmento de un cometa, de unos 80 metros de diámetro explotó en el aire, luego de ingresar en la atmósfera a gran velocidad. La explosión fue detectada por numerosas estaciones sismográficas y por una estación barográfica en el Reino Unido debido a las fluctuaciones producidas en la presión atmosférica.
Quemó y acostó árboles en una extensión de más de 2.000 kilómetros cuadrados, la onda de choque derribó personas y caballos, rompiò ventanas, las casas temblaban y los objetos de loza se fragmentaban a 400 kilómetros de distancia
El evento tuvo lugar en un área despoblada, aunque provocó enormes daños en los bosques siberianos en muchos kilómetros a la redonda. Si hubiese explotado sobre una zona habitada, se habría producido una gran masacre. Por fortuna, estos eventos son raros, pero no imposibles.
En los cráteres no se ha hallado materia meteórica apreciable, por lo tanto se maneja la teoría de que el objeto estaría constituido por hielo.
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Aunque entonces no se les prestaba la atención debida, el hombre conocía la existencia de los objetos celestiales desde las épocas más remotas de la historia. En las tumbas predinásticas de Gerzeh, en Egipto, había fragmentos de hierro y níquel; en Ur, en la Mesopotamia, se guardaban otros similares. Hoy sabemos que esos fragmentos son de origen meteorítico, o sea, extraterrestre. De hecho, la gente de aquella época, al verlos caer del cielo, creían que eran regalos de los dioses. Pero en 1796 se llegó a la conclusión de que los objetos a los que se les rendía culto en la antigüedad, tanto en Egipto como en todo el Levante, eran meteoritos. En esa época, sin embargo, las evidencias acumuladas para fundamentar esta hipótesis no resultaban del todo concluyentes.
En las leyendas de la antigua China, en la literatura griega y latina y en la historia medieval europea existen numerosas referencias a las piedras caídas del cielo. Las crónica relatan la caída de masas de hierro en Lucania, Italia, en el año 56 aJC; en Meissen, Sajonia, en 1164; en Naunhof, también en Sajonia, en 1540, etc. Sin embargo, durante un período de casi cien años estos fenómenos eran considerados por los hombres de ciencia como algo imposible.
Este concepto era el resultado de una observación inadecuada de los hechos, el olvido de ciertos detalles esenciales, la lectura de informes muy confusos y las ideas prejuiciosas sobre lo que en realidad se había visto en los siglos anteriores. Además, durante el siglo XVIII estaba muy difundida la física newtoniana, la cual explicaba el cosmos sin dejar espacio más que para el Sol, los planetas mayores y sus satélites, y algunos cometas errantes.
Por lo tanto, la idea de que existiesen piedras que caían del cielo era considerada tan absurda que debía ser rechazada de plano. Así lo hacía, por ejemplo, la Academia Francesa, institución que ejercía tal influencia en los medios científicos, que llegó a provocar la eliminación de los meteoritos que se conservaban en los museos y en algunas colecciones particulares. Este concepto estaba tan generalizado, que Thomas Jefferson, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, rechazó la versión del origen extraterrestre de un meteorito que cayó en Weston, Connecticut, en el año ,1807.
El meteorito más antiguo que aún se conserva, es la piedra que cayó en Ensisheim, Alsacia, el día 16 de diciembre de 1492, el año del descubrimiento de América- Pesaba originalmente 127 kilogramos y fue guardada en la iglesia parroquial. Su masa es conservada todavía en el edificio del ayuntamiento, aunque se le han cortado numerosos fragmentos que han ido a parar a distintos museos de diferentes partes del mundo.
En 1766, un científico italiano publicó la descripción detallada de la caída de un objeto en Albareto, Italia. Al año siguiente, en 1767, un testigo describió la caída de otro en Lucé, Francia- En 1794 se informó la caída en Siena, Italia, de una piedra. En ese mismo año se recopilaron todos los relatos de caídas de piedras y metales del cielo, contenidos en la literatura antigua, tarea acometida, principalmente, por el físico alemán Ernst Chladni. A esta recopilación se agregó después el relato de la caída de Siena y los informes preliminares sobre la caída de Wold Cottage, Yorkshire, en 1795. Cuando cayó en L’Aigle una lluvia de piedras, se nombró una comisión investigadora compuesta por científicos, la cual estableció en el informe rendido en 1804 la verdad acerca de los objetos que caen en nuestro planeta procedentes del espacio exterior, terminando así la era de las versiones absurdas sobre este fenómeno natural.
El término “meteorito” significa cualquier cuerpo que llegue a la superficie de la Tierra desde cualquier lugar situado más allá de la atmósfera terrestre, tanto si se trata de masas apreciables de materia como de granos de polvo microscópico de 0,01 milímetros, que llegan a una velocidad de 9 a 40 kilómetros por segundo.
Excluyendo el polvo – cuya identificación resulta siempre dificultosa-, los meteoritos están divididos en tres grupos: los hierros o sideritos, piedras o aerolitos y hierros piedras o sideralitos. Cada grupo a su vez, está dividido en varios subgrupos. También existe la clasificación entre caídos y hallados, esto es, entre aquellos cuya caída fue observada y aquellos otros cuya llegada a la Tierra pasó inadvertida y fueron descubiertos después. Esta última distinción es importante para el estudio detallado de la composición química de los meteoritos, porque un espécimen que haya estado sobre el suelo durante un lapso ignorado, puede haber permanecido a la intemperie el tiempo necesario para sufrir alteraciones radicales en su estructura.
La composición química de los meteoritos corresponde a la clasificación ya mencionada: hierro, piedra y mezcla de hierro y piedra. Mediante su estudio se ha podido establecer el origen extraterrestre de estos objetos, pues los meteoritos nunca tienen una estructura idéntica a la de cuerpos similares en la Tierra. Por ejemplo, ningún meteorito de hierro estudiado contiene menos del 4 por ciento de níquel y sólo unos pocos sobrepasan el 20 por ciento. Muchos meteoritos de hierro y níquel se mantienen dentro de una escala que va del 7 al 11 por ciento y presentan la llamada estructura de Widmanstatten, inalcanzable mediante las aleaciones realizadas por el hombre.
La presencia de esta estructura es siempre la evidencia concluyente de que la pieza de hierro tiene un origen meteorítico. En algunos casos de duda, el estudio de ciertos elementos presentes en la pieza que se examina – galio, germanio, iridio, cobre, cromo y vanadio – ha sido suficiente para confirmar o negar su origen extraterrestre.
La velocidad de entrada de los meteoritos en nuestra atmósfera varía entre 13 y 21 kilómetros por segundo. Un objeto que entre en las capas superiores del aire a esa velocidad, adquiere rápidamente una “nariz” de aire ionizado que, al calentarse con la fricción, se convierte en una estela luminosa. La parte delantera del cuerpo que cae aumenta progresivamente su temperatura, llegando a fundirse y a soltar unas ligeras gotas que se convierten en una senda de humo, la cual, si es de día, se ve durante largo tiempo. Si es de noche, sólo puede verse la estela luminosa producida por recombinación de aire ionizado, la “bola de fuego” que forma el meteoroide al hacer contacto con la atmósfera superior, se hace visible comúnmente a una altura variable de 120 a 150 kilómetros.
Mientras el meteorito desciende, aumenta la presión del aire y la nariz gaseosa crece. La mayor parte de los meteoritos oscilan cada vez más al caer, y como el frente del cuerpo toma una forma cóncava, llega un instante en que la masa tiende a quebrarse. Los aerolitos – meteoritos de piedra – siempre se rompen en el aire y, con frecuencia, sus fragmentos vuelven a romperse en su caída. Algunas piedras procedentes de la caída de Richardton, Dakota del Norte, Estados Unidos, conservan las señales de haber sufrido, al menos, tres fragmentaciones sucesivas.
Las caídas son, por lo general, múltiples y el número de los pedazos puede ser de varios miles, mostrando todas las formas y tamaños, así como todos los pesos, desde los que alcanzan varios kilogramos hasta los que sólo tienen fracciones de gramos. Sin embargo, los sideritos generalmente no se rompen, porque la masa de hierro que las compone tiene tal solidez que impide las fragmentaciones. El que cayó en Sikhote Alin, en Siberia, en 1947 y los de Campo del Cielo en nuestro país son una excepción a esta regla, pero debemos señalar que, aunque la masa bruta que los componía se fracturó, las placas de tecnita (aleación de hierro y níquel) que lo integraban quedaron enteras.
Los meteoritos entran en la atmósfera superior por cualquier ángulo. Si uno de ellos penetra cerca de la vertical, la bola de fuego en que se transforma durará muy poco tiempo, lo que hace que la caída pueda pasar inadvertida, incluso en las áreas más populosas. En cambio, una masa que entra horizontalmente en la atmósfera, producirá una bola de fuego espectacular, visible en una larga trayectoria, como la que en 1676 cruzó todo el norte de Italia y se instaló en el Adriático, o la de 1876 en Rochester, Indiana, Estados Unidos, que siguió un curso de más de 1.500 kilómetros. En 1913 se vio una procesión de 30 a 60 bolas de fuego que se desplazaba en una ruta que iba desde el occidente de Saskatchewan hasta el sureste de las islas bermudas.
El tamaño del cráter de un meteorito depende del ángulo de entrada en la atmósfera, de su velocidad y peso, así como de la forma que tenga la masa. Los casos registrados hasta ahora demuestran que, si el peso es de pocos kilogramos, el objeto bajará suavemente, causando pocos daños, mientras que si tiene un peso de 50 kilogramos o más, puede penetrar 1,25 metros en la arcilla dura, y si tiene 200 kilogramos llegará hasta 3 metros de profundidad. Una masa de tamaño moderado llega al suelo sin gran velocidad y produce un impacto pequeño, pero una que tenga gran tamaño y que llegue con una velocidad de 0,5 hasta 2 kilómetros por segundo, hará trizas todo lo que encuentre y lanzará fragmentos del meteorito y del suelo en todas direcciones, formando un enorme cráter. La lluvia meteorítica de Sikhote – Alin produjo unos 200 cráteres, cuyas medidas llegaron desde 9,hasta 100 metros de diámetro.
Ahora bien, si la masa es tan grande que llega al suelo con una velocidad superior a los 5 kilómetros por segundo, el acontecimiento puede adquirir la magnitud de una catástrofe, porque el choque será superior en fuerza a la cohesión molecular del meteorito, haciendo explosión tanto la masa del objeto como las rocas del cráter, lo cual producirá la fusión o evaporación de toda la materia afectada por la colisión. Por otro lado, si la masa estalla en el aire, la explosión principal será seguida de otras menores de los fragmentos, formándose en el suelo una sucesión de cráteres en forma de elipse, en cuyo final estará el cráter principal y la mayor parte del cuerpo del meteorito.
Desde hace ya unos cuantos años los meteoritos son objeto de estudio por parte de los biólogos, quienes tratan de averiguar si existe vida en el espacio exterior. “En la investigación de la vida original – dice Cyril Ponnamperuna -, usted puede mirar hacia arriba o hacia abajo”, con lo que viene a decir que el origen de la vida puede estar en cualquier lugar del universo de que formamos parte. Ponnamperuna y sus colaboradores de la Universidad de Maryland han examinado un meteorito de 4.600 millones de años y otros dos meteoritos recuperados en la Antártida, con una antigüedad semejante, encontrando en ellos aminoácidos no biológicos de origen extraterrestre, lo cual indica, según el biólogo, que “el proceso de evolución química parece común en el sistema solar”, esto es, que la vida, tal como la conocemos en la Tierra, es un fenómeno universal, como lo demuestran los vestigios encontrados en los meteoritos estudiados.
El autor es del OBSERVATORIO ASTRONÓMICO ESCUELA DE ENSEÑANZA MEDIA Nº 428 “LUISA RAIMONDI DE BARREIRO”, 9 de Julio 387 – 2300 RAFAELA – Provincia de Santa Fe.