Por Joaquín Morales Solá.- Es probable que a ese diplomático norteamericano bien vestido y simpático, que paseó por Buenos Aires durante tres años su arte de seductor político, lo aguarde ahora en su país de adopción una condena a prisión perpetua. Aunque posiblemente exista algún un precedente oculto, no es fácil recordar un caso parecido en el mundo al de Manuel Rocha, quien, según la información judicial de los Estados Unidos, fue un embajador de la potencia mundial que trabajó como espía durante 40 años para la poderosa agencia de inteligencia cubana. Una traición sin atenuantes. Un documento oficial y público del Departamento de Estado señaló ayer que Rocha fue acusado “de haber cometido múltiples delitos federales actuando clandestinamente durante décadas como agente del Gobierno de la República de Cuba”. Fulminante. En Buenos Aires, donde estuvo destinado desde 1997 hasta 2000, nunca fue embajador, pero cumplió las funciones de máximo diplomático de los Estados Unidos. Sucedía que el entonces presidente Bill Clinton tropezaba en el Senado de su país con la comisión de Relaciones Exteriores, liderada por el duro republicano Jesse Helms, quien le negaba el necesario acuerdo a los embajadores que proponía el presidente norteamericano. Rocha, un diplomático de carrera con el cargo oficial de encargado de Negocios, el segundo funcionario en importancia después del embajador, quedó entonces a cargo de la representación diplomática de los Estados Unidos en Buenos Aires.
Rocha era un hombre intelectualmente brillante, quizás solo superado por Terence Todman entre los más altos diplomáticos norteamericanos que cumplieron funciones en la Argentina. Su discurso lo vinculaba con los sectores más de derecha del partido republicano; decía en aquella época que él solo creía en Donald Rumsfeld, quien luego fue secretario de Defensa de George Bush hijo, y en Richard “Dick” Cheney, posterior vicepresidente del mismo Bush. Como bien señaló José Claudio Escribano en La Nación, la adscripción a las ideas de derecha de Rocha, que ahora se saben ficticias, tenía muy pocas comparaciones posibles con los diplomáticos de los Estados Unidos que se conocieron aquí. En rigor, daba la impresión de que Rocha era un hombre tan agradecido de los Estados Unidos que sobreactuaba su condición de norteamericano por adopción. Sin embargo, y según el informe del agente del FBI que se hizo pasar como agente cubano ante él, Rocha le confesó que creó esa “leyenda” de hombre de derecha para servir mejor al régimen de Fidel Castro. Si todo fue así, hemos visto en acción a uno de los mejores actores que se hayan conocido. Nadie sabe todavía con precisión hasta dónde perjudicó Rocha al país que lo acogió (él había nacido en Colombia y emigró siendo niño con su humilde familia a Nueva York) ni cuánto daño les hizo a los intereses y la seguridad nacional de los Estados Unidos. Esa es una investigación en marcha, pero se sabe, sí, que había sido reclutado por la inteligencia cubana –para usar un término de los servicios internacionales de espionaje– mucho antes de que Rocha cumpliera funciones en el clave Consejo de Seguridad, entre 1994 y 1995, durante la presidencia de Clinton. Por ese Consejo pasa la información reservada más sensible del Estado norteamericano. Rocha también sirvió al régimen de los Castro, por lo que se sabe, cuando estuvo destinado en la Sección de Intereses de los Estados Unidos en La Habana, que es la reducida representación diplomática norteamericana en Cuba.
En Buenos Aires, Rocha nunca vivió en el palacio Bosch que sirve de residencia a los embajadores norteamericanos; habitó con su familia, en cambio, en una señorial casa en el residencial barrio Belgrano R. En esa casona solía hacer frecuentes comidas con una decena de personas, a veces de 15 personas, entre las que se contaban políticos, empresarios y periodistas. No pocas veces esos encuentros se limitaban solo a personas de la prensa argentina, con la que tuvo una relación de una frecuencia poco habitual en los diplomáticos norteamericanos. De hecho, el propio Escribano, que entonces era presidente de ADEPA, suele decir que Rocha fue el diplomático de los Estados Unidos con la relación más asidua y cercana con esa organización central de la prensa argentina.
En tales encuentros, Rocha desplegaba su arte de interlocutor informado, y también escuchaba. Ahora, con la información de las últimas horas, cabe preguntarse para quién escuchaba. ¿Lo hacía en su condición de diplomático norteamericano para tener una información más completa de la realidad argentina o escuchaba para el régimen castrista? Quién lo sabe. A varios de esos encuentros asistió, por ejemplo, Hugo Anzorreguy, que era el jefe del servicio de inteligencia del entonces presidente Carlos Menem. Es obvio que Anzorreguy no hablaba de información reservada durante tales comidas, pero la invitación que le formulaba Rocha permite suponer que existía entre ellos una relación política fluida. Menem era un enemigo declarado de Fidel Castro, a quien solía hacerle ciertos desplantes en las cumbres latinoamericanas. El presidente argentino sostenía públicamente que Cuba accedería a la democracia solo cuando Castro se alejara del poder. Cabe preguntarse ahora: ¿dónde terminaba la eventual información que Anzorreguy compartía con Rocha? ¿En Washington o en La Habana? Lo mismo puede decirse de las conversaciones a solas que Rocha solía tener con Carlos Escudé, un asesor muy cercano del entonces canciller Guido Di Tella. Escudé era un invitado asiduo a las comidas en la casa que habitaba Rocha en Belgrano. Después de que el peronismo menemista le entregara la presidencia a Fernando de la Rúa, Rocha le dijo a este periodista que su gobierno tenía deudas políticas con Menem y que lo consideraba al ya expresidente un aliado. No obstante, en ese mismo encuentro a solas en el restaurant Piegari de la calle Posadas, se acercó a saludarlo Alberto Kohan, exsecretario general de la Presidencia de Menem, a quien Rocha atendió cordialmente. “Ese hombre es la cara oscura de Menem”, dijo luego un Rocha súbito y río para describir a Kohan. No parecía la misma persona que instantes antes era pura amabilidad con Kohan.
Cuando por fin Buenos Aires tuvo un embajador norteamericano titular (el excelente profesional James Walsh), Rocha fue ascendido a embajador y enviado a Bolivia. Se ufanaba diciendo que en La Paz sería el jefe de una misión con el triple de personal que en Buenos Aires; entonces el trasiego de cocaína de Bolivia a los Estados Unidos era el tema principal de la relación entre esos dos países. Poco después, Rocha cometió lo que entonces se consideró un grave error político: virtualmente les pidió a los bolivianos que no votaran a Evo Morales en las elecciones del año 2000; fueron las primeras elecciones presidenciales que ganó Morales. Rocha reproducía en La Paz, más de 50 años después, el enfrentamiento Braden-Perón de 1946. Como Perón en aquellas elecciones, Evo Morales fue elegido presidente de Bolivia. El propio Morales decía luego, irónicamente, que Rocha había sido su mejor “jefe de campaña” para acceder al poder. La pregunta que ahora debe hacerse es si el ataque de Rocha a Evo Morales fue un error, como se creyó, o si fue, al revés, una estrategia para ayudarlo a ganar la presidencia de Bolivia a quien se convertiría más tarde en uno de los más cercanos aliados de Fidel Castro en América latina. Está corroborado que Rocha no dio nunca una explicación convincente en el Departamento de Estado sobre ese supuesto “error”, tan grosero en una persona con probada sensibilidad política.
Luego de su experiencia boliviana, Rocha se jubiló cuando tenía solo 50 años. En sus posteriores viajes a Buenos Aires, ya como miembro de un poderoso estudio jurídico de Miami, explicó que la jubilación se debía a que aspiraba a que sus hijos tuvieran la mejor educación posible en los Estados Unidos. Y que tal educación no podía ser financiada con el salario de un embajador; debía por lo tanto, agregaba, hacer dinero en la actividad privada. Una vez pasó por Buenos Aires con un proyecto estrafalario. California sufría entonces una grave crisis energética. Rocha buscaba desesperadamente verse con Néstor Kirchner o con su entonces canciller, Rafael Bielsa, para proponerle que la Argentina le comprara gas a Bolivia. La Argentina pasaría luego ese gas por el gasoducto que existe con Chile hasta llevarlo al Pacífico. En el mar de Chile estarían barcos norteamericanos esperando el gas boliviano que lo convertirían en gas licuado y lo trasladarían a California. Era una idea rara para un diplomático que había vivido en la Argentina y en Bolivia, porque significaba no conocer los conflictos entre países ni la influencia de las personalidades en las relaciones internacionales. Evo Morales jamás le habría perdonado a Kirchner si este triangulaba el gas de su país y lo enviaba a Chile; Bolivia y Chile no tienen relaciones diplomáticas y son países enfrentados desde la guerra del Pacífico, hace más de un siglo. Kirchner no hubiera hecho eso, además, porque lo habría enemistado con sus nuevos amigos de la progresía local y latinoamericana. Nunca se supo si Rocha llegó a hablar con funcionarios del gobierno de Kirchner, pero lo cierto es que el proyecto no se concretó. ¿Por qué lo hizo? ¿Voracidad de dinero porque era un negocio millonario en dólares? ¿Pretexto para llegar a Kirchner cuando el expresidente argentino comenzaba a inclinarse hacia los gobiernos autoritarios de América Latina? Los espías no hablan de lo que hacen entre las sombras.
En su último viaje conocido a Buenos Aires convocó a unas 150 personas en un salón del elegante Jockey Club para disertar sobre América Latina. Estaban exfuncionarios importantes, políticos de distinto pelaje, empresarios destacados y periodistas. Recuerdo dos párrafos que dijo como al pasar, pero que llamaron la atención del auditorio. El primero ocurrió cuando expresó su respeto al poder electoral del entonces autoritario presidente venezolano Hugo Chávez. “He aconsejado en Washington que no lo presionen a Chávez con un plebiscito sobre su continuidad porque lo más probable es que lo gane. No hay que subestimarlo”, contó con la arrogancia intelectual que le brotaba de vez en cuando. El otro párrafo tiene más significación después de lo que se sabe del verdadero Rocha. Cuando en esa conferencia en el Jockey Club tocó el tema de Cuba, describió a Fidel Castro de una manera que nunca se escuchó en un diplomático norteamericano: “Es el zorro político más inteligente de América Latina”, dijo, y cerró una homilía en la que sobre todo se había elogiado a sí mismo. La caída de alguien así debía estar acompañada necesariamente por el estrépito y el escándalo.
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