Por Rogelio Alaniz.- Amigos que nunca faltan se lamentan porque la temible grieta también hizo de las suyas para las conmemoraciones del 24 de marzo, un aniversario que desde hace demasiado tiempo es hegemonizado de modo absoluto por la izquierda y el kirchnerismo. Todos somos libres de asistir a esas marchas, a condición de aceptar a libro cerrado consignas al estilo “Nunca más, 30.000 desaparecidos”, y sus conocidas interpretaciones. Honestamente, no pierdo el sueño por asistir a marchas sobre aniversarios funestos. Lo que se dice una mirada laica sobre las tragedias y los misterios que oscilan entre la vida y la muerte. Sé de lo que hablo. Estuve detenido un par de años por la dictadura militar y les aseguro que no fue una estadía turística. Después, con otros amigos, organizamos en Santa Fe la APDH. Escribimos manifiestos, firmamos solicitadas, participamos en actos públicos en plazas y locales, reclamamos justicia y repudiamos a los verdugos. Punto. No soy un héroe, apenas un tipo que hizo lo que consideró que era justo. No sé si arriesgué el cuero, pero no fui indiferente ni me quedé callado en tiempos en que disentir no salía gratis y mucho menos sumaba votos.
Cuando se creó la Conadep y cuando las Juntas Militares fueron juzgadas y condenadas, estimé que habíamos obtenido un logro histórico, un logro que ningún país agraviado por una dictadura militar en la segunda mitad del siglo XX había obtenido. No me gustó el indulto de Menem y mucho menos la manipulación política instalada por el kirchnerismo, pero ya se sabe que en la vida no todas son rosas. No quiero posar de desencantado, pero en lo personal sobre este tema, el terrorismo de Estado y la violación de los derechos humanos, di vuelta la página. Mientras escribo, escucho consignas contra la impunidad. ¿De qué impunidad hablan? No nací ayer y sé cuándo se recurre al juego de palabras para invocar una causa y defender otra. Si los kirchneristas estiman que el 24 de marzo es una excelente excusa para reclamar contra la hipotética proscripción de Cristina, que lo digan, pero no manipulen una tragedia y se lamenten por la impunidad de quienes no quedaron impunes.
Instalar en el mismo plano las víctimas de 1976 y la condena a Cristina es un agravio a las víctimas, un agravio desvergonzado e infame. Si la izquierda, por su parte, supone que la lucha de los derechos humanos es el pretexto que desenmascara el rostro represivo de la burguesía, que lo diga, pero no me vendan gato por liebre, ni invoquen libertades y garantías en las que no creen. Importa decirlo: no pueden hablar del respeto a la vida quienes idolatran a verdaderos carniceros seriales como fueron Trotsky, Mao y Stalin.
Organicen murgas, bailen y canten, insulten y festejen, rían y hagan el amor, pero yo ya no tengo ni edad ni ganas para participar de esos candombes. No por su naturaleza candombera, sino por su condición facciosa. Tampoco tengo paciencia para soportar la ignorancia y la insolencia de imberbes que en 1976 andaban en pañales o la felonía de cobardes que callaron cuando había que hablar o fueron descarados colaboradores complacientes como es el caso de Héctor Timerman, Alicia Kirchner, Zaffaroni o Milani. Tampoco tengo ganas de que me mientan y le mientan a la gente. Señores: no hubo treinta mil desaparecidos. Hubo una tragedia que se llamó terrorismo de Estado que produjo un baño en sangre que sumó algo así como ocho mil muertos. ¿Es necesario multiplicar por cuatro una cifra que desde el vamos es terrible? ¿Por qué mienten? ¿Porque los organismos de derechos humanos necesitaban fondos y era necesario arrojar más leña al infierno?
Tampoco en nombre de la sobreactuación banalicen palabras que enuncian tragedias siniestras. “Genocidio” fue el que padeció el pueblo judío, el pueblo armenio, el pueblo de Ruanda. No mientan ni manipulen emociones. El terrorismo de Estado fue la gran tragedia, pero admitan conmigo que no se inició el 24 de marzo de 1976. Cualquier duda al respecto, consulten los archivos de las Tres A; o lean lo que sugiere con cínico descaro el decreto firmado por Luder; o repasen las diatribas del Partido Justicialista convocando a ordalías de fusiles y machetes en un tono que hacía sonrojar a los generales más duros.
Las balaceras en las calles entre bandas que invocaban al mismo líder empezaron antes de 1976; el asalto a cuarteles y el secuestro y muerte a militares y civiles fueron faenas realizadas antes de 1976. El dato merece mencionarse, porque impugna la coartada política de quienes decían alzarse en armas contra un dictador o un tirano. Lo siento por los más entusiastas o por los que se excitan y se alborotan al compás de tamboriles y matracas, pero los problemas que hoy afligen a la Argentina no tienen nada que ver con los que nos agobiaban en los años 70. El mundo es otro, la economía es otra, los actores políticos son otros, la tecnología es otra y las incertidumbres son otras.
En 1976 Macri era un adolescente, Massa iba a una guardería, Kicillof era un bebé, Milei estaba en primer grado, Máximo Kirchner no había llegado al mundo. Los jefes militares del golpe fueron derrotados por la justicia, el tiempo y la biología. Los jóvenes hoy no toman las armas para luchar contra el imperialismo, sino que toman la valija para irse de un país que no les ofrece nada; Cuba no es el faro del hombre nuevo, sino un castillo en ruinas poblado por espectros; la hazaña más destacada del líder de la revolución sandinista sería haber violado a la hija de su esposa con el consentimiento de ella, que lo acompaña en el poder. La izquierda recurre a los recursos de una dialéctica cada vez más parecida al embuste o a la magia negra para hallar hilos conductores que justifiquen las barbaridades que alientan en el presente en nombre de las barbaridades que planteaban en el pasado.
Los problemas que hoy nos agobian a los argentinos no se resuelven con murgas y corsos en las calles. Y si por desgracia alguna vez se repitieran las condiciones de 1976, es decir, vacío de poder, descalabro económico, violencia social y una clase dirigente impotente, otra vez nos tocará precipitarnos a nuestra correspondiente temporada en el infierno. Celebren todos los rituales que quieran, festejen o dramaticen como más les guste, pero no nos hagan creer que esa gimnasia callejera ofrece alguna solución política o social en la Argentina. Y mucho menos cuando las consignas del corso son falsas, manipulables y en más de un caso tramposas.
A no llamarse a engaño. Los desafíos del futuro, las incertidumbres del presente se afrontarán con coraje y creatividad, con dolor y esperanza, pero no aferrándose a rituales fúnebres. No se trata de anunciar el reino de Dios y mucho menos agitar el aire con utopías manoseadas, pero ya sea en el paraíso o en este valle de lágrimas, y más allá de ceremonias, cortejos y manipulaciones, para construir o imaginar el futuro, tal vez sea necesario sugerir aquello que un hombre que conocía como nadie la condición humana, recomendó a quienes estaban demasiado aferrados a los rituales del pasado: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”.
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