Los problemas que Kirchner no puede resolver

Por Joaquín Morales Solá

Un río enfurecido y, en el otro extremo, el desierto patagónico taladrado a balazos. Gualeguaychú y Las Heras. Néstor Kirchner, el presidente sin oposición diestra, encontró su calvario político en el revuelo de los simples peatones, algunos más interesados que otros en extenuarlo. Es una adversidad que no puede explicar ni explicarse. Le sucedió justo a él, que se pasó casi tres años diciéndoles palabras demagógicas a los argentinos de a pie.
El problema con Uruguay por las papeleras se acerca a una probable solución técnica y política. Kirchner y Tabaré Vázquez están hablando, entre secretos de aquí y de allá, más de lo que se supone. Pero el punto nodal del conflicto sigue ahí: la sociedad de Gualeguaychú no está dispuesta a bajar los brazos. El puente que une ambos países está cortado, casi siempre. La temporada turística de Uruguay ha sido un desastre, porque muchos argentinos eligieron ir a lugares donde sabían que llegarían algún día.
Los políticos tienen parte de la culpa. El gobernador Busti soliviantó a esa sociedad, al principio, con el objetivo imposible de que las fábricas no debían levantarse en la ribera del Uruguay. Todo lo que se consiga ahora, por debajo de esa consigna inútil, se parecerá siempre a una derrota. Están sublevados allí las amas de casa, los jornaleros, los comerciantes, el obispo y el intendente. No son los piqueteros de Castells ni de Pitrola. A éstos los pueden desafiar los gendarmes vestidos con parafernalia de guerra. A aquéllos, no.
Hay dos cosas ya irreversibles en el conflicto de las papeleras: se levantarán en Uruguay y lo harán en Fray Bentos. El desafío de los gobiernos consiste ahora en achicar los daños. Se está bosquejando una solución que podría disminuir hasta lo imperceptible los problemas del olor y del cloro, que son los principales. Una comisión de ambos países podría controlar no sólo la construcción de las fábricas, sino también su producción futura. Ambos gobiernos podrían suscribir un acuerdo con esos grandes trazos.
Pero, ¿cómo hacerlo de manera que Gualeguaychú comprenda que el objetivo se alcanzó? Busti ya no tiene predicamento ahí; Kirchner lo intentó personalmente, dando rodeos, pero no ha conseguido nada. El presidente argentino salta vallas cada vez más altas. Primero fue la Corte Internacional de Justicia de La Haya; ahora es el voto del Congreso como paso previo a La Haya. Sus propósitos son dos: darle argumentos a Gualeguaychú para que se desmovilice y ganar tiempo, más tiempo. No quiere un enfrentamiento irreconciliable con su viejo compadre Tabaré Vázquez. Un Kirchner raro, corto y mesurado, habla de las papeleras.
El entrevero está dejando algunas lecciones. Por ejemplo: la demagogia es un proyectil que vuelve, infalible; Busti sabe ahora que es tan fácil sacar la gente a la calle como difícil es devolverla luego a sus casas. Otra: La Haya pudo ser un manotazo político desesperado, pero dejó al Mercosur desnudo y en ridículo. ¿Por qué ir a La Haya si hay una antigua sociedad práctica y emocional entre los dos países y un ámbito común como el Mercosur?
La última: los problemas deben resolverse aun cuando, al comienzo, no se perciba su magnitud. Lo que comenzó siendo un conflicto medioambiental es ahora una cuestión política, porque son gestos políticos los que se necesitan. La administración argentina precisa de una concesión uruguaya para enterrar el conflicto en Gualeguaychú. El gobierno uruguayo requiere que liberen el puente binacional para terminar el bosquejo de una solución. Todo eso es política y no sólo medio ambiente.
Kirchner barrunta que el desmadre de Santa Cruz estuvo armado. No sabe todavía por quién. ¿Hubo asesinos a sueldo, como sospechan en Santa Cruz? ¿La interminable balacera buscó quebrarle el equilibrio al propio presidente? ¿O fue, acaso, la consecuencia de viejas trifulcas entre hombres duros del Sur? Las cavilaciones de Kirchner pasan entre la izquierda y la derecha como quien cruza una calle.
El Presidente blindó la información sobre los desmanes de su provincia a todo aquel que no sea santacruceño y kirchnerista sin contaminación. Pero él mismo y sus principales lugartenientes están dedicados a jornada completa a ese conflicto. Las fotos del Presidente atendiendo otros problemas son fotos de un presidente con la cabeza en otra parte.
Los piquetes obreros -y petroleros- en Santa Cruz han sido siempre rudos y volcánicos, pero nunca han llegado al vandalismo de matar y de provocar un tiroteo que cause tal estrago. El conflicto involucra a tres empresas petroleras, pero sólo una, Repsol, decidió dar la cara. El conflicto en sí tiene muy poco que ver con las empresas: un reacomodamiento sindical (los obreros de empresas subcontratistas quieren pasar del sindicato de la construcción al de los petroleros) y la eliminación del impuesto a las ganancias. El primero es una cuestión del Ministerio de Trabajo, y la segunda, una decisión política del gobierno federal.
El conflicto se cocinaba a fuego lento. La voracidad impositiva de Kirchner (y su obsesión por un superávit que le permite también disciplinar la política) ha dejado el mínimo no imponible en apenas 1800 pesos. Pedir un salario de más de 2000 pesos ya no tiene sentido, suele repetir Hugo Moyano. Los petroleros de Las Heras ganan entre 3000 y 5000 pesos. La Patagonia es cara, es cierto, pero en ese mismo pueblo los maestros no llegan a 900 pesos. La inflación se dispara porque están aquellos que pueden pagar. Esas desigualdades habían creado una tensión social que preexistía en Las Heras.
Había un tercer problema que consistía en el pago de los salarios caídos durante la huelga. Eso se resolvió.
Con todo lo grave que fue, el conflicto hubiera sido mucho peor sin la intervención de Juan Carlos Molina, un cura con la estampa de un Cristo que es, al mismo tiempo y extrañamente, patagónico y componedor. Los trabajadores, Repsol, el gobierno nacional y el provincial lo consideran un interlocutor al que vale la pena escuchar. Es el hombre que ha ido tejiendo sutilmente la solución que al fin llegó.
En el Gobierno hay un pacto de silencio sobre lo que sucedió en el confín del país en la noche del martes ingrato. Nadie dice nada -ni dirá nada- hasta que tengan la versión completa de la conspiración. La conspiración existió, según el Gobierno, pero ahora hay que lograr que encajen los datos de la realidad en la convicción previa. No siempre es posible.
Las empresas, que ya vienen traqueteadas por los vaivenes de Kirchner y sus extrañas reglas, reclaman ahora un marco de garantías para recobrar la normalidad. No trabajan con un producto cualquiera; se trata de la indispensable energía en un país que se encamina, alegre y parlanchín, hacia una crisis energética.
Hubo un muerto en las tierras de Kirchner. Es una trágica ironía (¿o un complot?) que eso le haya pasado en Santa Cruz y justo a él, que veló durante dos años y nueve meses para que ninguna muerte manchara su gestión. Cabalgó los meses más duros del piqueterismo (los primeros luego de su acceso al poder) para esquivar una noticia de violencia y de luto. Lo había conseguido.
Se equivocó cuando empezó a confabular con algunos piqueteros y éstos le ofrecieron sus gentiles servicios de apriete y de extorsión. Entonces fue, quizá, cuando se perdió la noción de una orilla entre el Estado y el delito.

Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 12 de febrero de 2006.

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