CASTEL GANDOLFO, ITALIA (Por Luisa Corradini).- Incluso antes de que las pesadas puertas de Castel Gandolfo se cerraran anoche, poniendo fin al papado de Joseph Ratzinger, una pregunta acuciante aparecía una y otra vez sobre los labios de 1200 millones de creyentes: ¿cómo será la Iglesia Católica después de Benedicto XVI?
La respuesta, naturalmente, estará contenida en la personalidad de su sucesor, a quien el primer papa emérito de la historia calificó de «necesariamente vigoroso» como para poner fin a «rivalidades y divisiones».
Pero para cualquiera que sea el elegido, los desafíos serán los mismos. El clima previo al cónclave y los rumores que alimentan la próxima reunión del Colegio de Cardenales no hacen más que subrayar la urgencia de una nueva forma de gobernabilidad de la Iglesia para hacer frente a los problemas cruciales que aquejan a la Iglesia actual: secularización, pluralismo religioso y crisis de vocaciones, sin hablar de las dificultades de la institución para hacer aceptar su visión de la familia y su concepción de la moral sexual.
El próximo pontificado, más que ningún otro, deliberará bajo la lupa de una opinión pública y de un mundo mediático cada vez más exigentes en materia de transparencia. Una cultura que sigue siendo balbuceante en una Iglesia atrapada con frecuencia en sus contradicciones entre el ideal de sus enseñanzas y la práctica de algunos de sus representantes.
De la adecuación entre esos dos polos contradictorios depende que la Iglesia Católica del futuro consiga hacerse escuchar en los temas que superan el círculo de sus propios creyentes, como, por ejemplo, cuando se trata de su mensaje sobre la doctrina social, la acogida de extranjeros o sus advertencias contra un capitalismo sin ningún límite.
Los especialistas conjeturan que esa profunda «reforma», para llamarla de algún modo, debería comenzar por la Curia. Hace más de tres décadas que el gobierno ultracentralizado de la Iglesia vive su vida, produciendo, al ritmo de sus ambiciones y oportunidades, «baronías» e incluso «vicepapas».
«Hoy la compartimentación es de rigor. Casi siempre, la mano derecha ignora lo que hace la izquierda», declaró hace poco el cardenal Walter Kasper, ex responsable del ecumenismo en la Curia Romana.
Para resolver ese problema, será fundamental la elección del próximo secretario de Estado, el cardenal encargado de asuntos políticos y diplomáticos de la Santa Sede.
En un Vaticano aún dominado por una fuerte presencia italiana y por el traslado de querellas internas de la Iglesia de Italia al interior del Vaticano, son muchos los que propician una mayor internacionalización de las personas encargadas de hacer «funcionar la máquina».
Abrir la Curia a nuevos potenciales también permitiría levantar un poco el nivel. Algunos observadores y actores de ese pequeño universo rechazan la frecuente «mediocridad» de una parte del personal permanente. «Esa gente sin ninguna preparación trata expedientes que conciernen a la totalidad del planeta», señala un sacerdote jesuita instalado en Roma.
En el mismo sentido, muchos indican la importancia de «devolver un lugar» a los intelectuales católicos «que deberían ser alentados y no llamados al orden cuando apenas se desvían de la línea oficial», agrega un historiador.
Demasiada centralización, ejercicio solitario del poder, lentitud del circuito de decisiones y errores de comunicación se podrían evitar si se respetara la famosa «colegialidad entre obispos», inscripta en los textos del Concilio Vaticano II, afirman los partidarios de una apertura.
También sería preciso reactivar la diplomacia vaticana, minimizada por Ratzinger. «Una acción diplomática basada en la paz y la libertad religiosa podría ser para la Iglesia Católica una puerta de entrada creíble en un mundo descristianizado», dice el historiador Odon Vallet.
Otro desafío que espera a la Iglesia en los próximos años es aceptar una cultura de la transparencia y de nuevos comportamientos en una institución no democrática, donde el secreto es todavía un modo permanente de funcionamiento. Benedicto XVI intentó hacerlo, ya sea en el escabroso tema de la pedofilia como en las controvertidas prácticas financieras del Vaticano. Pero las resistencias fueron enérgicas.
El propio Benedicto XVI tuvo dificultades para terminar con esa ley del secreto. Antes de partir, decidió dejar a su sucesor las conclusiones de la investigación sobre el escándalo «VatiLeaks». Sin embargo, la transparencia sobre ese caso habría permitido evitar rumores y suposiciones que tanto daño hicieron a la Iglesia en los últimos meses.
Lo mismo sucede en el terreno de las finanzas: «En ausencia de cuentas públicas, es fácil imaginar que habrá nuevas sorpresas, tanto en la Santa Sede como en la gestión de ciertas diócesis», estima una buena fuente vaticana. Pero la Iglesia es más que Roma, y el nuevo papa tendrá otros problemas más urgentes.
«En Occidente, la gente ha dejado de mirar a la Iglesia. Y en los países del Sur, la gente se vuelca hacia el islam o el protestantismo evangélico», resume un diplomático.
Para superar ese escollo, la Iglesia tiene que continuar hablando a sus fieles, pero también deberá tratar de llegar a los creyentes que se alejaron por razones diversas: ausencia de identificación cultural, pérdida de confianza, deseo de mayor autonomía e individualización de comportamientos, desacuerdo sobre temas de familia o sexuales, etcétera.
Más allá de sus propias huestes, la futura Iglesia necesitará demostrar su capacidad de dialogar con otras religiones y, en cierta medida, también con los no creyentes.
«Cuando se trata de la defensa de la doctrina social, las cuestiones de inmigración o de ecología, la Iglesia puede ser escuchada más allá de su propio círculo», reconoce el especialista Jean-François Colosimo.
Aunque nadie espera que el próximo gobierno de la Iglesia sea definitivamente progresista, muchos consideran que, para adaptarse a las preocupaciones actuales, la Iglesia podría aceptar ciertas inflexiones. Por ejemplo, en cuanto a la suerte de los divorciados, hasta ahora privados de comunión; sobre los modos de contracepción, o el sitio de la mujer en la institución.
«Hoy en día, tímidos avances bastan para colocar a un cardenal en el campo de los progresistas», señala otro vaticanista, Bernard Lecompte. Y concluye: «Será finalmente la forma en que la nueva jefatura de la Iglesia sea capaz de dirigirse a las sociedades contemporáneas lo que hará toda la diferencia».
Fuente: diario La Nación, 1 de marzo de 2013.