Por Cristian Grosso.- Discutir a Lionel Messi es ridículo. Futbolísticamente extraordinario, enciende el debate con otra chispa. Roma, Anfield Road y Lisboa, tres mazazos consecutivos sin que torciera un destino de papelón. Tres partidos bisagra, tres derrumbes y ningún gol. Cuando se filtró un audio de Diego Simeone en pleno Mundial de Rusia, el análisis se quedó en el cotillón. Había algo más profundo. «Esto sirve para darnos cuenta de que Messi es muy bueno, pero está claro que es muy bueno porque está acompañado de extraordinarios futbolistas. La pregunta mía que te hago a vos, si tuvieras que elegir entre Messi y Cristiano Ronaldo, para un equipo normal, ¿a quién elegirías?», interrrogaba, sentando su preferencia: la feroz rebeldía del que jamás se rinde. Todos pierden, ¿pero cómo pierden? Hace unos días, CR7 empujó solo a una Juventus destartalada y ni su vanidosa prepotencia la rescató. Se marchó altivo, seguramente sin demonios internos.
Messi es mejor que Cristiano. Es colosal, es el hombre que llegó para reescribir la enciclopedia del fútbol. Es, también, la máxima leyenda de Barcelona y el responsable de que la selección argentina se haya mantenido en una decorosa línea de flotación en la última década. Pero ha tropezado varias veces en su carrera con los duelos bisagra. Esos que no tienen mañana. Se vistió de héroe en decenas de ocasiones, ha sido determinante para alcanzar instancias decisivas…, y ahí, en reiteradas citas, se evaporó. Una tendencia que se acentuó en las temporadas más recientes. Mal asistido, mal acompañado, mal rodeado, en un club mal estructurado en su ingeniería dirigencial. Sin lugartenientes de categoría, el general empezó a cargar con esa frustración que lo empequeñece. Pero él también ha sido culpable en estos años de esa atmósfera condescendiente y sumisa que lo ha perjudicado. Se autoboicoteó avanzado sobre determinaciones para las que ni sus genialidades lo autorizan. Porque sólo con gestos, y hasta con silencios, también se gobierna. Se lo permitieron, claro.
«La diferencia más grande entre Cristiano y Messi es que el portugués puede por sí solo llevar un equipo a la gloria. Leo necesita de un gran equipo a su alrededor para que pueda hacer algo», lo dijo el italiano Pirlo hace unas semanas. No fue Diego Simeone. Pirlo lo dijo. Lisboa es otro ejemplo. Le toca a ‘Quique’ Setién, ya le sucedió dos veces a Ernesto Valverde. En el umbral de choques clave, asomado al paso mayúsculo o la conquista trascendente…, Messi se está abrumando. La soledad, el paso del tiempo. Disputó 15 Champions League y alzó cuatro, y en la primera, 2005/06, su participación acabó en los octavos de final cuando se lesionó contra Chelsea y ya no regresó a aquel equipo que dirigía Frank Rijkaard. Corta cosecha para su inmensa jerarquía. Le arde esa deuda.
Con Xavi, Iniesta, Eto’o y Henry fue clave en 2009; con Xavi, Iniesta, Villa, Pedrito y Dani Alves, determinante en 2011; con Iniesta, Neymar, Luis Suárez y Dani Alves, vital en 2015. Entonces, la luz comenzó a volverse mortecina. En 2016 lo expulsó Simeone con Atlético de Madrid en los cuartos de final; en 2017, Juventus, también en cuartos. En ninguna de esas series convirtió. Luego, el abismo por triplicado: 2018, Roma; 2019, Liverpool -dos rivales que revirtieron series que asomaban sentenciadas porque Barcelona asistió a las revanchas con tres goles de ventaja-, y ahora, Bayern Múnich, que en un choque único construyó un marcador que Barcelona no llevaba como una cruz desde la década del ’40.
La reinvención de Messi es genial: amplió su abanico de virtudes desde una mayor influencia en el pizarrón de la cancha, sin olvidarse de su pacto con el gol. En una competencia larga, contra Leganés, Eibar, Osasuna, Getafe y otros -incluidos los grandes, por supuesto-, seguirá marcando distancia y acaparando récords. Cuando la vara sube, cuando la élite europea lo torea, desde hace cinco temporadas colecciona desengaños. Y cada año son cachetazos más vergonzantes. Sin cobijo, sin protección, sin tejido, sin el remanso emocional que puede ofrecerle otro crack para compartir la responsabilidad, aparece esa mandíbula de cristal.
Barcelona siente en su pellejo lo que le sucedió a la Argentina durante años: a Messi nunca lo rescató un compañero. Y en esos partidos que son para dar el paso al cuadro de honor, o para sobrevivir en la competencia, Messi se frustró. Vale el repaso veloz: las finales de las copas América 2007, 2015 y 2016. La final de la Copa del Mundo 2014. Las despedidas contra Alemania en 2010 y Francia en 2018. Los clásicos con Uruguay y con Brasil en las copas América de 2011 y 2019. En ninguno de esos encuentros convirtió. Como tampoco hizo ni un gol el día de la eliminación de Barcelona en las Champions 2016, 2017, 2018, 2019 y 2020. No se trata de una oportunista caza de brujas, sino una sucesión de pruebas. La evidencia de una flaqueza. Son mucho más que síntomas.
Cuando Messi queda desabastecido, colgado del desierto, desamparado por un bosquejo demasiado borroneado, se pierde. Messi necesita de un plan y de los cómplices adecuados. Desde hace tiempo no cuenta con estrategia ni intérpretes, y también suya es parte de la responsabilidad: él ha gestionado muy mal la adversidad, en Barcelona y en la selección. Barcelona acaba de sepultarse, y Messi echó algunas paladas de tierra. «A Cristiano lo llevás a la guerra solo y te la gana», razonan muchos. Mentira, pierde como todos. Pero nunca transmite desamparo. Nunca se arrastra en la derrota.
Fuente: suplemento Deportivo, diario La Nación, 15 de agosto de 2020.