La Iglesia diocesana está hoy (por el jueves 14 de abril) sacramentalmente presente en esta celebración tan expresiva. Quizás la celebración que mejor expresa nuestra pertenencia eclesial: los fieles laicos provenientes de muchas comunidades parroquiales y las consagradas; los diáconos y los presbíteros presididos por el obispo; todos juntos en la iglesia Catedral, celebrando la Eucaristía que es la fuente y la cumbre de la vida eclesial, como enseña el Concilio Vaticano II.
Nos unimos espiritualmente a los padres Neri Zbrun y Walter Perelló que actualmente se encuentran sirviendo “más allá de las fronteras” diocesanas. Neri, brindando su servicio misionero en la diócesis de Morón, en el Gran Buenos Aires, y Walter, estudiando en Roma para retornar el año próximo a la diócesis y compartir con todos nosotros lo aprendido y la rica experiencia eclesial vivida.
Celebramos esta misa crismal a las puertas de la Semana Santa y en el marco de nuestro año jubilar. Año de gracia y bendición en el que queremos reconocer la obra de Dios en medio nuestro, a lo largo de estos cincuenta años. En esta celebración tomamos renovada conciencia de la obra santificadora del Espíritu que, a través de los sacramentos, actualiza y prolonga lo obra salvadora del Señor hasta el fin de los tiempos. También en esta celebración, que nos recuerda nuestra común vocación a la santidad, renovamos el deseo sincero de crecer en comunión con el Señor y los hermanos para hacer así creíble nuestro anuncio y nuestra misión en este territorio concreto de la diócesis de Rafaela: los departamentos 9 de Julio, San Cristóbal y Castellanos en la provincia de Santa Fe.
De esto se trata, mis queridos hermanos, ser “santos e irreprochables en su presencia, por el amor…” (Ef 1,4). A esto hemos sido llamados desde toda la eternidad, y a cada uno este llamado se le ha hecho personal, único e irrepetible en su propio bautismo. Cuando en la próxima vigilia pascual renovemos nuestras promesas bautismales será necesario volver a adherir de corazón a esta hermosa vocación que llena de sentido nuestras vidas y nos hace a todos hermanos, iguales en dignidad y misión. Precisamente este es el sentido de la indulgencia que el Santo Padre nos ha concedido a quienes participemos de las misas del domingo de Pascua de este año jubilar.
Creemos en un Dios que nos ha llamado a la existencia y a la existencia cristiana. Creemos en un Dios que es amor y porque ama llama. Llama para manifestar su amor y hacernos participar de él. Toda vocación cristiana es expresión concreta del amor de Dios por el hombre que, al llamarlo, le está mostrando su amor haciéndole participar de su proyecto salvífico para toda la humanidad. Cada vocación cristiana revela algo de la infinita belleza, bondad y santidad de Dios. Por eso cada vocación cristiana es valiosa, única e irremplazable.
Pero toda vocación cristiana ha de expresar algo del rostro “salvador” de Dios y es entendida y vivida dentro de su designio de salvación universal. Al responder a su propia vocación, el cristiano no busca primariamente su provecho, gusto o realización personal, ni siquiera su propia santidad. Más bien cuando el cristiano responde a la llamada de Dios sólo desea agradarle y colaborar con su obra salvadora. Paradójicamente así descubre la verdadera felicidad y su vida se hace fecunda y plena; sólo así alcanza la auténtica santidad. De ello nos da testimonio el mismo Jesús, que en Nazareth se reconoce enviado por el Espíritu para “llevar la Buena Noticia a los pobres, anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos. Dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia el Señor…” (Lc 4, 18-19) y en el evangelio de Juan manifiesta que no busca hacer su voluntad sino la de aquel que lo ha enviado (cfr. Jn 5,30).
Hasta tal punto Dios ama al hombre que no sólo lo ha hecho a su imagen y semejanza sino que también lo llama, lo invita a colaborar con él en la salvación del mundo, haciéndolo así no sólo destinatario sino también protagonista de la obra de la redención.
En esta perspectiva “vocacional” toda la vida se entiende como respuesta al llamado primordial y permanente de Dios, llamada que se actualiza cada día, en las más variadas circunstancias y acontecimientos, llamada que sólo concluirá con la última llamada, cuando el Señor venga a buscarnos con la “hermana muerte”. La celebración que compartimos nos ayuda a avivar la conciencia de ser llamados. Llamados todos a la santidad y a la misión por el bautismo y la confirmación; llamados a compartir con el Señor su dolor y su cruz en la enfermedad; llamados, los presbíteros, a reproducir los mismos sentimientos de Jesús el Buen Pastor en la vida y el ministerio cotidianos.
Permítanme detenerme unos instantes a reflexionar con ustedes sobre esta singular llamada que recibimos los pastores. Nuestra vida y ministerio vividos en clave vocacional han de ayudar a toda la comunidad que es encomendada a descubrir y responder a esta invitación que todos recibimos del Señor. El pastor que verdaderamente “re-presenta” al Buen Pastor está siempre atento y vigilante, cuidando del rebaño, conociendo a sus ovejas y siempre dispuesto a “dar la vida” por ellas. Así, acompañar y conducir, cuestionar y discernir es propio del pastor bueno, que cuida del rebaño. Pero también es su misión “llamar”, haciéndose eco de Dios, que hoy sigue llamando. Para ello el pastor ha de saber escuchar y obedecer antes que nadie, ya que él “va delante” de las ovejas. Escuchar él las constantes llamadas del Señor que, a través de distintas mediaciones, va actualizando constantemente aquella primera llamada que dio una orientación decisiva a su existencia. Además ha de escuchar las llamadas que a través suyo el Señor sigue haciendo a su pueblo y más concretamente a la comunidad que le ha sido encomendada.
Si la clave vocacional acompaña la vida de todo creyente desde el bautismo hasta la muerte es evidente la importancia decisiva del servicio que los pastores podemos ofrecerles cuando ayudamos a escuchar, interpretar y responder a las llamadas de Dios a lo largo de la vida. Sobre todo aquellas más determinantes del sentido de la propia existencia. ¡Mis queridos presbíteros no escatimen tiempo ni entrega en favor de este servicio fundamental! Se trata de un servicio escondido y poco reconocido en la mirada de muchos, de un servicio que no puede contabilizarse con parámetros empíricos, de un servicio que sólo aprecian Dios y quienes lo reciben. Pero, como venimos reflexionando, se trata de un servicio fundamental para la vida de los creyentes y de las comunidades que ellos forman.
No quiero terminar estas reflexiones sin proponer tres simples concreciones de cuanto venimos considerando, en vistas de la renovación de las promesas sacerdotales que harán ustedes, mis queridos presbíteros, dentro de unos instantes.
Si Dios nos sigue llamando cotidianamente, esta jornada que hemos compartido, tanto en la Abadía como esta misa que celebramos con todo el pueblo de Dios, es una privilegiada oportunidad de la que el Señor se sirve para hacer resonar con nueva fuerza aquel “sígueme” que todos escuchamos hace más o menos años. La renovación de las promesas sacerdotales es un sencillo modo de expresar por medio del rito toda la carga de una vida entregada por el Señor y en su seguimiento. No perdamos de vista este carácter totalizador y definitivo escondido detrás de las simples respuestas que somos invitados a dar. Humildemente me apropio de las palabras evangélicas escuchadas el domingo pasado y las repito a cada uno de ustedes: “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 10,28b). Dejemos resonar una vez más esta llamada y renovemos la disponibilidad para dar la vida “hasta el extremo”.
La vida entendida en clave vocacional nos hace tomar conciencia de esa dimensión central de la pastoral de la Iglesia que es la pastoral vocacional, que no puede reducirse a algunas acciones puntuales, a la sola oración, ni mucho menos a la recaudación de fondos, por importantes que sean estas acciones. Toda la pastoral eclesial debe estar “teñida” por esta impronta: la pastoral familiar, la pastoral juvenil, la catequesis, la pastoral educativa, la misma liturgia, todo ámbito en el que se vive y anuncia la fe ha de ser espacio privilegiado para que todos nos descubramos llamados e invitados a vivir la vida como respuesta a esa llamada. Cabe a los pastores una singular responsabilidad de animación vocacional permanente.
En este día tan marcadamente sacerdotal, no puedo dejar de recordar las palabras que Juan Pablo II nos dirigía a los sacerdotes en su exhortación Pastores dabo bovis: “Una exigencia imprescindible de la caridad pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio sacerdotal” (n° 74). Mis queridos presbíteros: de nosotros depende la promoción, el cuidado y el acompañamiento de las vocaciones sacerdotales. También hoy Dios está llamando a muchos jóvenes. El ha prometido a su pueblo que nunca le faltarán los pastores que necesita pero ciertamente cuenta con nuestra irremplazable colaboración en esta tarea. La comunidad puede y debe rezar y trabajar por las vocaciones pero es muy poco lo que se logrará si falta el compromiso entusiasta, convencido y perseverante de nosotros en este empeño. En este año jubilar, agradecidos por el don del sacerdocio de tantos hermanos que han sido testimonio y orientación a lo largo de estos cincuenta años, hemos de sentirnos especialmente interpelados por las palabras de Juan Pablo, pensando en los que vendrán después de nosotros.
La común vocación a la santidad que compartimos nos estimula a responder cada día con creciente fidelidad al Señor que nos invita. La particular e irremplazable vocación que cada uno ha recibido sea el camino para que todos juntos, integrados y complementarios, respondamos generosamente al desafío de vivir y anunciar la presencia del Resucitado que camina junto a nosotros y nos conduce a la Pascua definitiva. Esta Eucaristía, que es su signo y profecía, nos ayude a todos a marchar decididamente por el camino propuesto.
La vida como vocación y respuesta
Se trata de la homilía de monseñor Carlos Franzini anoche en la Catedral San Rafael durante la celebración de la misa crismal. Al final hizo el envío misionero del padre Antonio Grande a Roma quien asumirá como rector del Colegio Sacerdotal Argentino.