Por Joaquín Morales Solá.- ¿Importa si se hablan o si se detestan? ¿Vale la pena detenerse en los trascendidos de guerras inminentes o de treguas probables entre ellos? Esas preguntas tienen sentido porque ayer el Presidente le entregó a su vicepresidenta la cabeza de Matías Kulfas, uno de los pocos ministros albertistas que quedaban y que confiaban en el liderazgo político de Alberto Fernández. Fue suficiente un tuit de Cristina Kirchner para tumbar a ese hombre que acompañó al Presidente desde antes que fuera presidente. Kulfas, uno de los pocos funcionarios que contaba con el respeto de los empresarios, solo había señalado la mala praxis de funcionarios de La Cámpora ante un reclamo de la expresidenta por la demora en la construcción del gasoducto que se llama -cuándo no- Néstor Kirchner. ¿Qué ministro seguirá confiando ahora en el Presidente?
Fue una capitulación en cámara lenta, aunque con vistosos colores. Pocos días antes, Alberto Fernández hizo suyo el obsceno proyecto de varios gobernadores de apropiarse de la Corte Suprema. Es decir, de terminar con la división de poderes y aniquilar uno de los poderes constitucionales. El Judicial, desde ya. Es también el proyecto de Cristina Kirchner, que dijo hace poco que ella no creía en la existencia de tres poderes, que son los que establece la Constitución. Deben ser dos, según ella, y ambos controlados por la displicente política. Aunque ya es una repetición que fatiga, Alberto Fernández ha vuelto a devaluar la palabra presidencial. Él se comprometió en la campaña electoral a que jamás tocaría la Corte Suprema. La está manoseando. Se había diferenciado de Cristina Kirchner cuando respetaba la libertad de expresión, pero ahora copió su discurso para demonizar al periodismo cuando las encuestas señalan que su situación en la opinión pública es muy mala. ¿No es eso lo que siempre hizo Cristina Kirchner?
Una mayoría de gobernadores (no los peronistas serios ni los de la oposición) se siente acorralada por la Justicia desde que un poderoso exgobernador, el entrerriano Sergio Urribarri, fue condenado a ocho años de prisión por delitos de corrupción. Para peor, Urribarri había recurrido, a fines del año pasado, a la Corte Suprema para frenar el juicio que lo investigaba. La Corte rechazó ese recurso porque su obligación es esperar que haya sentencias definitivas. Cristina Kirchner tiene también más de diez planteos ante la Corte por los muchos casos de corrupción que la acosan. La aguarda seguramente la misma decisión que dejó a Urribarri en manos de sus jueces naturales. Lo que sucede ahora es desesperación disfrazada de matonismo. Los gobernadores son espoleados por el precedente del caso Urribarri y porque de paso quedan bien con la única jefa que tiene hoy el peronismo, que es Cristina.
Veamos el fondo del problema. El Presidente hizo formalmente suyo el proyecto de 16 gobernadores para que sean 25 los miembros de la Corte Suprema (ahora son solo cinco) con el propósito de convertirlo en un tribunal supremo “federal, plural y sensible”. Un representante por cada provincia más uno del gobierno federal. ¿En qué párrafo de la Constitución está escrito que la Corte debe ser federal, plural y sensible? ¿No dice la doctrina, acaso, que la Constitución imaginó a la Corte como un árbitro entre la Nación y las provincias y no como representante de estas? Basta de tanto macaneo: la Corte Suprema necesita de juristas que conozcan de memoria la Constitución y que sepan interpretar su espíritu. Los jueces del máximo tribunal de justicia podrían ser cinco porteños o cinco salteños. Pero es inútil buscarle una lógica jurídica a semejante zafarrancho; es solo una necesidad política. Nada más que eso. De hecho, el primer anuncio de los 16 gobernadores se conoció a través de una página mecanografiada con tachaduras de birome. Solo ese borrador desprolijo respaldó la solemne reunión posterior del Presidente con algunos de gobernadores firmantes para hacer suyo el desvarío.
La conclusión es que Alberto Fernández sabía que de esa manera quedaba bien con Cristina Kirchner. Ya el cristinismo armó un descomunal alboroto porque Carlos Rosenkrantz había sido crítico en una conferencia en Chile del eslogan que repite el peronismo según el cual “donde hay una necesidad hay un derecho”. Rosenkrantz es un juez de la Corte Suprema y habló con el sentido común de un juez, no como político. Si alguien es infeliz siente la necesidad de ser feliz. ¿Un juez podría sensatamente dictaminar que esa persona tiene derecho a la felicidad? ¿Quién y cómo lo haría posible? Al populismo le gusta reproducir hasta el infinito una fraseología que no dice nada. Por otro lado, todos los derechos sociales esenciales están garantizados por la Constitución (a la salud, a la vivienda, a la alimentación, a la seguridad social y a la educación) y el Estado ni siquiera puede cumplir con todos ellos.
El proyecto sobre esa mamotrética Corte (nadie piensa en los gastos que le sumarían a un Estado deficitario) no verá la luz nunca. Los gobernadores peronistas de Córdoba y de Santa Fe, Juan Schiaretti y Omar Perotti, ni firmaron ese mamarracho ni participaron del increíble acto del Presidente. Roberto Lavagna, que lidera un bloque en la Cámara de Diputados, se pronunció duramente contra la estrafalaria idea. Graciela Camaño irá por el mismo camino del rechazo. Aunque el oficialismo consiguiera con amigos y aliados que el proyecto se aprobara en el Senado, la Cámara de Diputados será su tumba. Como lo fue de todas las anteriores (y grotescas) iniciativas del Gobierno sobre la Justicia. Peor: ¿por qué cree el Gobierno que logrará el acuerdo de los dos tercios del Senado para esos 25 eventuales jueces si no pudo ni presentar un candidato para reemplazar a Elena Highton de Nolasco, que se jubiló hace un año y medio? Si se mira bien lo que está pasando con la Corte, son solo maniobras casi pornográficas de presión con balas de fogueo sobre ese tribunal. Los jueces supremos parecen haberlo entendido así. No salió una sola palabra de ellos.
El Presidente descubrió también que hablar mal de Macri es un punto de unión con Cristina Kirchner. Habla mal. La Corte Suprema, la prensa, Macri eran banderas de ella. Ahora son las banderas que agita el Presidente. Tecnópolis fue, quizás, la escenografía de la capitulación presidencial. La jefa, al menos, fue ella. Ella le ordenó que use la lapicera y le indicó con quiénes no debía comer. Dicen que a Alberto Fernández lo sorprendió la soledad de la intemperie. No lo sigue el cristinismo, pero tampoco los funcionarios que eran de él. Después de haberlo echado a Kulfas, su ministro más antiguamente cercano, el Presidente quedó más solo que antes. Nadie ya está dispuesto a jugar su vida política por un hombre sin ambiciones. Su decisión de preservar a Martín Guzmán en el Ministerio de Economía es su único acto de rebeldía. Pero él le hizo el peor favor que podía hacerle al responsable de la marcha de la economía: profundizó aún más la desconfianza en el país. ¿Quién invertirá en un país donde sus gobernantes quieren hacer una Corte Suprema inconstitucional y arbitraria? ¿Quién, cuando la estabilidad de los ministros depende de la furia tuitera de la vicepresidenta? Esas preguntas se escucharon demasiado cerca del despacho de Guzmán. El ministro es una suerte de ícono inexplicable del albertismo, al que golpean con saña tanto Cristina como su aliado Sergio Massa. La alianza de Massa con la vicepresidenta es una certeza de los que merodean el despacho de los presidentes.
Esos mismos merodeadores sostienen ahora que el Presidente y su vice deberían reunirse para poner orden en la política del Gobierno. No es necesaria ya esa reunión. El Presidente entregó las armas. “Así no podemos seguir”, decía un ministro con acceso frecuente al Presidente. ¿Por qué? “Porque la economía no resiste este clima de incertidumbre política”, respondió. Era hora de recordarle al ministro que el Presidente elogia las viejas banderas de Cristina Kirchner. Respuesta: “¿Cuáles banderas? ¿Macri y la Corte Suprema? Hablan de cosas que no le importan a la gente”. Solo un regodeo, entonces, sobre miserias e insignificancias. Tal vez sea el precio que debe pagar un presidente definitivamente rendido.
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