ROMA, jueves 18 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- El cardenal Julián Herranz trabaja en la Curia romana desde 1960, donde ha estado al servicio de Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. En los últimos años como Presidente del Consejo Pontificio para los Textos legislativos y Miembro de las Congregaciones para la Doctrina de la Fe, Obispos y Evangelización. Es Doctor en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad Santo Tomás de Roma y Doctor en Medicina.
En su libro “En las afueras de Jericó”, que ha tenido cinco ediciones, evoca con riqueza de datos y experiencias personales los años del Concilio y del sucesivo y actual periodo de aplicación.
Reproducimos la primera parte de una entrevista realizada por la revista de cuestiones pastorales de actualidad TemesD´Avui, en la que el cardenal afronta algunas situaciones relativas a la secularización. La segunda parte se publicará en el servicio de mañana viernes 19 de enero.
– La secularización parece que avanza en los países del primer mundo. ¿Cómo explicar ese creciente ateísmo, anticlericalismo e indiferencia ante la religión?
Cardenal Herranz: Vale la pena distinguir entre secularidad y secularización o secularismo. Es un hecho positivo que en los últimos siglos se haya producido una toma de conciencia de la legítima autonomía de las realidades seculares, terrenas, claramente reconocida de modo especial por el Concilio Vaticano II. Un aspecto de esta realidad es lo que hoy llamamos laicidad positiva y superación de viejos clericalismos. Otra cosa es el secularismo que desea una humanidad sin su fundamento más radical que es Dios, un humanismo ateo, que se revela un drama, como bien expuso Henri De Lubac. En esa línea se mueven los sectores deseosos de imponer como ideología políticamente correcta el fundamentalismo laicista, un dogmatismo ateo contrario a la auténtica laicidad, que en cambio reconoce en la religión un factor cultural y social que respetar y aun promover.
En la actualidad bastantes sociólogos especializados en análisis de tendencias y procesos culturales —como por ejemplo John Micklethwait, director del Economist, y Adrian Wooldridge, autores del best seller God is Back — no están convencidos de que ese secularismo ateo o la indiferencia religiosa avancen en la sociedad: más bien sucede lo contrario. Hace decenios algunos predecían la muerte de la religión, sobre todo del Cristianismo, pero después han tenido que rectificar y admitir un retorno de lo religioso bajo formas muy variadas. No pocos hablan de que estamos en una época post-secular, caracterizada por un creciente interés y debate sobre las cuestiones humanas fundamentales, con una dimensión religiosa patente.
Un diario italiano nada confesional, La Repubblica, en un reciente reportaje titulado El regreso de Dios, se sorprendía del boom de libros sobre la fe en las librerías italianas, donde las ventas han aumentado en un 27 % en el último año. Concretamente, refería que la venta de libros de tema religioso habían aumentado un 196 % en los grandes centros de distribución, como supermercados y centros comerciales. Otro dato interesante es que última encíclica del Papa, “La caridad en la verdad”, con la primera edición de 600.000 ejemplares, superó en pleno mes de julio las ventas de algunos best sellers de bandera como Faletti, Larson y Grisham. Pienso que estos y otros hechos semejantes —como conversiones a la fe católica de famosos políticos, escritores, actores, etc.— manifiestan una vez más que, aún en medio de un indudable ambiente materialista, la razón y el corazón del hombre y la mujer no permanecen indiferentes ante las grandes preguntas sobre el sentido y el destino de su propia existencia. Son pocos los que se tranquilizan realmente pensando que son sólo un trozo de carne que pasa de las manos de la comadrona a las manos del sepulturero.
Con frecuencia algunos estereotipos —como el de la fe enemiga de la ciencia o el de la indiferencia religiosa como moda intelectual— tardan en cambiar en la opinión pública por inercia y porque se han creado intereses, también económicos, en mantener una determinada tendencia ideológica. Pero incluso el activismo de grupos promotores de un laicismo intolerante en diversos ambientes políticos y financieros europeos —nacionales y comunitarios— muestra que en realidad no existe o que ha disminuido la indiferencia religiosa. Al parecer quienes esperaban asistir pasivamente a la muerte de la religión cristiana —es cuestión de tiempo, decían, se acabará sola—, han optado ahora por una estrategia beligerante, que está teniendo el efecto positivo de despertar a muchos cristianos de una perezosa somnolencia.
Después de la negativa del joven rico para unirse al grupo de los discípulos, Jesús responde a Pedro que Dios paga con el ciento por uno en esta tierra y con la vida eterna, pero “con persecuciones”. Nunca han faltado persecuciones, pero tampoco ha faltado ayuda divina para afrontarlas. Ya la primera generación de seguidores de Cristo necesitó del consuelo del libro formidable del Apocalipsis, actual en todas las épocas, que llena de seguridad y de alegría ante los obstáculos y las diversas formas – violentas o sutiles y encubiertas – de “Cristofobia”. Pero es conveniente que los cristianos se acostumbren a actuar en la vida pública sin complejos y con buena formación doctrinal, para enriquecer la convivencia civil y la democracia, llenándolas de humanidad y de la profundidad de amor y de libertad que aportan a la razón y a la sociedad la Cruz y la Resurrección de Cristo.
– En el libro En las afueras de Jericó dice que la Humanidad está en una “encrucijada”. Se refiere a un llamamiento particular que hizo Juan Pablo II en el Jubileo del año 2000, hablando a obispos de todo el mundo. ¿En qué consiste esta encrucijada? ¿Continúa siendo actual esa llamada de atención?
Cardenal Herranz: Vale la pena recordar esa célebre afirmación de Juan Pablo II: “La Humanidad posee hoy instrumentos de potencia inaudita: puede hacer de este mundo un jardín, o reducirlo a un montón de ruinas. Ha adquirido extraordinarias capacidades de intervención sobre las fuentes mismas de la vida: puede usar de ellas para el bien, dentro del cauce de la ley moral, o puede ceder al orgullo miope de una ciencia que no acepta límites, hasta pisotear el respeto debido a todo ser humano. Hoy más que nunca en el pasado, la Humanidad está en una encrucijada”.
Se trata de que el gran progreso en los medios científicos y técnicos en tantos aspectos de la existencia —y especialmente en el campo de la biología y de la genética— obliga a las mujeres y a los hombres de hoy a reflexionar sobre los fines de ese progreso, más aún porque en un ambiente de totalitarismo relativista se tiende a diluir el concepto universal de ser humano como portador de una dignidad y de unos derechos indisponibles. En los temas fundamentales que ponen en juego nuestra humanidad, no cabe una actitud neutral. Estamos efectivamente en una situación de encrucijada. Se abren dos caminos: el de una humanización cada vez mayor, con una ciencia y una técnica al servicio de las personas (progreso educativo, mejora de la calidad de vida, capacidad de atender bien a los más necesitados, mayor libertad y responsabilidad, etc.); y el de una erosión progresiva de la dignidad humana, causada por una utilización contraria a la naturaleza del ser personal (técnicas de ingeniería genética y de manipulación de embriones empleadas sólo por interés comercial y para un bienestar individualista), que humilla la dignidad humana, debilita la cohesión social y llega a dañar un foco de renovación de toda sociedad: la familia.
La novedad de la situación actual respecto al pasado es que el camino de la humanización exige hoy una conciencia ética más fuerte, un convencimiento mayor, una educación más profunda. El ser humano es más frágil ante el placer que ante las dificultades inevitables. Estamos en una encrucijada en la que el ciudadano corriente está muy expuesto a seguir la corriente, dejándose llevar por la inercia. Las personas —en plural, como subraya Robert Spaemann— se encuentran sometidas a fuertes presiones económicas e ideológicas que se oponen a las ansias profundas de alcanzar una sociedad más justa y solidaria, y en muchos casos también al legítimo deseo de ejercer la propia profesión de acuerdo con su dignidad: esto vale no sólo para los profesionales de la comunicación y para los médicos, sino también para los abogados y artistas y para muchos trabajos y profesiones. Cuando, por ejemplo, un farmacéutico se siente tratado por la legislación como un comerciante cualificado, su trabajo al servicio de los pacientes y su larga preparación universitaria se ven privados de la libertad y de la responsabilidad, a no ser que oponga su libertad de conciencia a ese atropello totalitario.
Es significativo que Francis Collins, el famoso biólogo norteamericano responsable del “Proyecto Genoma Humano”, cristiano convertido a los 27 años, haya dicho comentando su libro El lenguaje de Dios, nombre que él da al código genético: “Yo creo que existe un proyecto divino que ha pasado a través del Big Bang y la evolución para llegar a los seres humanos. Y creo que Dios nos ha creado para infundirnos el concepto de lo justo y de lo equivocado, el libre arbitrio, y para tener con nosotros una relación personal a través de la oración” (Avvenire, 15 de junio de 2009).
– Hay quien acusa a la Iglesia de estar de espaldas a la sociedad en temas de moral en relación al matrimonio, la contracepción, el aborto, la eutanasia y la homosexualidad. Hay también quien argumenta que sería más ‘evangélico´ insistir en cuestiones como la misericordia y el amor más que en la condena de ciertas conductas morales. ¿Qué piensa sobre eso?
Cardenal Herranz: Lo más evangélico es actuar como Jesús, que enseña y practica a la vez inseparablemente la verdad y la misericordia. Jesús nos dice “la verdad os hará libres” (Jn 8, 32) y, de frente al nocivo equívoco de una libertad absoluta separada de la norma moral, enseña el valor salvífico de la verdad. La verdad sobre la dignidad de la persona —hombre y mujer— creada a imagen de Dios y portadora de un destino eterno. La verdad sobre el valor excelso de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. La verdad sobre el amor humano, el “amor hermoso”, que tiene una dimensión espiritual de entrega mutua y de fidelidad, muy superior a la sola dimensión biológica del sexo. La verdad sobre el matrimonio —unión estable de un hombre y una mujer abierta a la fecundidad— y la verdad sobre la familia fundada sobre el matrimonio.
Y junto a la verdad el Señor enseña el amor y la misericordia. Jesús perdona a la mujer sorprendida en adulterio y le dice: “Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más” (Jn 8, 11). Lucas, el evangelista de la misericordia divina, relata cómo Jesús se invita a comer en casa del pecador y rico Zaqueo, se preocupa de su alma, de su salvación eterna, y el resultado es la conversión de aquel hombre: “Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más”. Jesús comenta: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 1-10). San Juan, el evangelista que insiste tanto en la caridad, relata cómo Jesucristo ayuda a la mujer samaritana a arreglar su situación familiar: “Anda, llama a tu marido y vuelve aquí. No tengo marido —le respondió la mujer. Jesús le contestó: —Bien has dicho: «No tengo marido», porque has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad” (Jn 4, 16-18).
Jesús viene a enseñar la Verdad que libera y salva y, a la vez, viene a remediar con el amor y la misericordia la inclinación al egoísmo que anida también en el corazón humano. Por eso invita al arrepentimiento y a la conversión, que llenan de paz y de alegría. La Iglesia no es más que Cristo presente entre los hombres a lo largo de la historia. Por eso, a pesar de las debilidades personales de los cristianos, la Iglesia con su magisterio, con los sacramentos instituidos por Cristo, dice un gran sí a la vocación más profunda de todo ser humano: la de amar y ser amado. Y ayuda así a vivir el espléndido proyecto del matrimonio y de la familia sin rebajar su dignidad.
Con respecto al tema de la eutanasia, además de distinguirlo bien del encarnizamiento terapéutico, se puede decir que es como un papel de tornasol. El grado de humanidad de una comunidad social se mide por el esmero en el cuidado de los enfermos y ancianos. No son un peso, sino algo precioso humanamente y además son Cristo. Se trata de una obligación digna del ser humano, que ayuda a la colaboración recíproca para llegar a la plenitud de la vocación humana al amor: a dar y a dejar que seamos sujeto de los cuidados gratuitos de los demás.
-Usted ha viajado a China y ha tenido contactos con los ambientes católicos. ¿Cómo ve el desarrollo de la Iglesia en ese país? ¿Qué soluciones ve usted para superar la separación del cisma entre la llamada Iglesia patriótica, más o menos controlada por el régimen político chino, y la Iglesia semiclandestina fiel al Romano Pontífice y en comunión con la Iglesia universal?
Cardenal Herranz: En realidad en China no existe ningún “cisma”, ni tampoco es exacto hablar de dos iglesias: una “patriótica” y otra “clandestina”. Existe una sola Iglesia católica, con unidad de fe y de sacramentos y —no obstante las dificultades originadas por la falta de suficiente libertad— también con unidad de régimen y en comunión con el Romano Pontífice y la Iglesia universal, si se exceptúa en la práctica la confusa situación todavía de algún obispo.
Es verdad que al nacer la República Popular China en 1949 el Vaticano —la Santa Sede— era considerado un “enemigo político”, una “potencia extranjera”, aliada de los Estados Unidos. De ahí la violenta persecución religiosa de Mao, que culminó en el tremendo decenio (1966-1976) de la llamada Grande Revolución Cultural. Con la llegada al poder de Deng Xiaoping en 1976 se reconoció a los católicos un cierto grado de libertad religiosa, pero bajo el control del Estado a través de algunos organismos, especialmente la “Asociación Patriótica”, superpuestos a la autoridad de los obispos cuyos nombramientos venían substraídos a la potestad del Romano Pontífice. La idea era la constitución de una Iglesia nacional, independiente. Pero la ordenación de obispos clandestinos, la robusta fe católica y la comunión espiritual del pueblo y de la gran mayoría de los sacerdotes con el Papa, convencieron al gobierno de la necesidad de reorientar su política. Comenzaron entonces contactos y conversaciones informales con la Santa Sede (no existen relaciones diplomáticas), sobre todo en relación al nombramiento de obispos y a favorecer el respeto de algunos principios fundantes de la naturaleza de la Iglesia, como su catolicidad, apostolicidad y carácter espiritual de su misión. De hecho la casi totalidad de los obispos “oficiales” han deseado y procurado ser reconocidos por la Santa Sede, que lo ha hecho una vez asegurados los necesarios requisitos de idoneidad. Al fin y al cabo es la fe del pueblo católico la que dicta ley: la inmensa mayoría de sacerdotes, religiosos y laicos no obedecerían a obispos que no hayan sido nombrados o reconocidos y legitimados por el Papa. Por lo demás es obvio, aunque algunos tarden en entenderlo o quieran todavía sostener lo contrario por interés personal, que se puede ser buen católico y ciudadano chino ejemplar.
Es verdad que, como ha ocurrido recientemente en la diócesis de Baoding a 150 kms de Pekín, hay a veces —por falta de información y consiguientes equívocos— tensiones entre grupos de fieles y conflictos de autoridad. Pero pienso que en la generalidad de las diócesis la magnífica “Carta a la Iglesia de China” de Benedicto XVI, del 30 de junio de 2007, está ya produciendo lentamente (la paciencia es obligatoria en China) los dos frutos que se esperaban y que han sido nuevamente estimulados por otra carta del Secretario de Estado, Cardenal Bertone, del 10 de noviembre pasado. Se trata en primer lugar de favorecer con todos los medios (caridad pastoral y fraternidad, claridad doctrinal y disciplina) la reconciliación al interior de la comunidad católica entre quienes viven todavía en condiciones diversas de libertad y legitimidad civil en la práctica religiosa. Y en segundo lugar, procurar establecer un diálogo respetuoso y abierto entre la autoridad eclesiástica (la Santa Sede y los obispos chinos) y las autoridades gubernativas, para superar incomprensiones y limitaciones que tocan al corazón de la fe y al libre ejercicio del ministerio pastoral.
¿Cuándo serán superadas esas dificultades y se fortalecerá la unidad y la expansión de la Iglesia en esa nación? Recemos con fe y paciencia, muy unidos al Papa y a la Iglesia china, para que sea pronto. Estemos seguros de que el Reino de Dios, como el granito de mostaza del Evangelio crece, más aún en tierra que ha sido fecundada por la sangre de tantos mártires, muchos aún desconocidos. Esa pequeña simiente (unos diez millones de católicos entre mil trescientos millones de chinos) está viva y crece. Conforta pensar, por ejemplo, en el lento pero constante desarrollo de una pequeña diócesis, también del Hebei, en la que tengo algunos buenos amigos. Hace 150 años apenas existía un pequeño grupo de fieles, en 1930 eran 54.000, en 2005 eran ya 90.000, hoy son 112.253, con 81 sacerdotes y 42 seminaristas y un congregación religiosa diocesana misionera con 51 religiosos y 90 religiosas. Cada año se bautizan unos mil adultos.
– ¿Cómo entiende que la Iglesia universal como institución y los fieles cristianos, cada uno en su lugar en el mundo, deban actuar para contribuir a la extensión del Reino de Dios en los años venideros?
Cardenal Herranz: Me parece que la clave se podría resumir en la palabra “comunión”. La Iglesia es comunión con Jesús, comunión con su Fundador. Por ello, como dice continuamente Benedicto XVI, lo esencial es la amistad con Cristo: en la Eucaristía y en los demás sacramentos, en la Palabra de Dios, en la caridad.
Esta comunión tiene además fuerte dimensión fraterna y misionera: vivir en la Iglesia como hermanos, bien unidos al Romano Pontífice y a los obispos en comunión con él, y poniendo en práctica responsablemente el derecho-deber de todos los bautizados de evangelizar, de dar a conocer el mensaje de Cristo, con la humildad de saberse simples instrumentos de la gracia divina y, por eso, con fe y con audacia.
Comunión es interés de los unos por los otros: dar a los demás —poner en común— lo mejor que tenemos. Y para un cristiano, lo más valioso es su encuentro con Cristo. En este sentido, es necesaria una profunda labor de catequesis, de difusión cultural y, añadiría, de información, para evitar malentendidos que pueden impedir una correcta recepción del mensaje de la Iglesia. La información es siempre un bien. Todo esto requiere un gran esfuerzo de formación que, como le decía antes, inicia en las escuelas, en las parroquias y estructuras pastorales y asociativas de diverso tipo, en las universidades y otros centros de enseñanza superior, y de modo muy particular, en los seminarios.
-¿No le parece que hablar así de extensión del Reino de Dios contrasta con la visión menos optimista de quienes afirman que el progreso científico, el cambio de costumbres y la influencia del fundamentalismo laicista imperante en los medios y en la política ponen a la Iglesia —que consideran decadente— serios problemas de influencia en la sociedad y aún de supervivencia?
Cardenal Herranz: De supervivencia ciertamente no, porque Cristo ha querido que su Iglesia fuese católica, es decir universal, y la ha enviado en misión hasta el fin de la historia: “Andad y amaestrad todas las naciones… Yo estaré con vosotros siempre hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20). Pero incluso los que no tengan fe deberán reconocer la segura estabilidad de la Iglesia a través de los profundos cambios sociales y culturales de dos mil años de historia. Han pasado los imperios, los regímenes de gobierno, los partidos políticos, las modas y las ideologías, pero no han pasado ni pasarán la Palabra y el Cuerpo de Cristo, la Eucaristía, raíz y centro vital de su Iglesia.
¿Se puede hablar en cambio de decadencia, de progresiva pérdida de fieles y de influencia social? Algunos, incluso sociólogos o teólogos católicos, lo afirman y proponen remedios más o menos radicales, dramáticos o peregrinos. Otros muchos más, entre los que me cuento, no estamos de acuerdo con esa visión de “Iglesia en retirada”, que con todo respeto considero una visión pesimista y poco objetiva. El cardenal Martini, jesuita, que como teólogo no suele ser calificado de “conservador”, escribía recientemente: “¿La Iglesia en decadencia? Soy del parecer que la historia demuestra cómo la Iglesia en su conjunto no ha sido nunca tan floreciente como lo es ahora. Por primera vez tiene difusión global, con fieles de todas las lenguas y culturas; puede exhibir una serie de Papas de altísimo nivel y un florecer de teólogos de gran valor y espesor cultural”. Y aludiendo a quienes observan lo contrario en base a ciertas situaciones de crisis en regiones del mundo occidental —algunas por lo demás en fase de superación— añadía que esas observaciones “no tienen en cuenta la vivacidad y la alegría que se encuentra en las Iglesias de África, de Asia y de América Latina” (Corriere della Sera, 27 de diciembre de 2009).
Personalmente haría notar también la vivacidad vocacional y apostólica de las nuevas realidades eclesiales surgidas en el siglo pasado sobre todo en Europa, con variedad de carismas y configuración canónica, pero todas empeñadas en vivificar las comunidades cristianas mediante la actuación práctica de la llamada universal a la santidad y al apostolado. En cuanto a la realidad de la expansión del cristianismo en otros continentes, quisiera anotar, por ejemplo, la situación de un país —el Vietnam— donde la Iglesia ha vivido durante mucho tiempo en régimen de persecución. Este año celebra los 350 años de evangelización, y el granito de mostaza del Evangelio ha fructificado ya en 26 diócesis, 2.900 sacerdotes, 11.000 religiosos y religiosas y 8 millones de fieles. Los bautismos son del orden de 100.000 cada año y las vocaciones sacerdotales han crecido el 50 % en los cinco últimos años, llegando a 1.500 el número actual de seminaristas.
Datos semejantes se podrían añadir de Filipinas y de la Corea del Sur en Asia y también de numerosas naciones africanas, pero quizás baste para responder a su pregunta, que me parece bien escogida como conclusión de la entrevista.
La secularización y el papel humanizador del cristiano
Entrevista al cardenal Julián Herranz.