Por Joaquín Morales Solá.- La iconografía kirchnerista ha creado un mito falso. Cristina Kirchner es, dice la leyenda, la persona más poderosa del país. Una política implacable que puede definir las condiciones del futuro o cambiar su rumbo. Detrás de ese barniz, no hay nada. Ella es una política cada vez más débil, impotente de influir decisivamente en el Gobierno que creó o, sobre todo, de lograr una conquista importante en su proyecto fundamental, que consiste en huir de los tribunales. El hombre fuerte del gobierno es Sergio Massa, el ministro de Economía que se viste y actúa como un hombre serio, aunque el resultado de su gestión es conmovedoramente módico. El precio actual del dólar paralelo (379 pesos) es superior al que dejó la exministra Silvina Batakis (321 pesos) y mucho más alto que la última cotización del exministro Martín Guzmán (239 pesos). Guzmán dejó una inflación anual estimada en el 70 por ciento, que era muy alta, pero Massa cerró el año 2022 con el 95 por ciento. Para peor, comenzó el nuevo año con una inflación del 6 por ciento en enero. Nunca le encontró la vuelta a una economía informalmente indexada y, para colmo, ya se ha hecho tarde. Sin embargo, Massa tiene un especial talento para construir la imagen de un superhéroe que pudo disciplinar la economía. Un peronista que lo frecuenta suele decir que “Massa no tuvo ni tendrá éxitos económicos. Pero tuvo un logro político muy importante: sacó al Gobierno de la Asamblea Legislativa”. Quiso decir que Massa evitó las renuncias de Alberto Fernández y de Cristina Kirchner y la convocatoria a una Asamblea Legislativa para que eligiera un presidente provisional hasta el final del actual mandato presidencial.
Es importante detenerse en Massa porque su proyecto consiste en ser el líder de la oposición del próximo gobierno. No aspira a ser candidato presidencial este año, como se lo dijo explícitamente a la periodista María O’Donnell, pero no porque carezca de la ambición necesaria (la tiene de sobra), sino porque está seguro de que integra un gobierno condenado a la derrota. Su proyecto de liderazgo opositor conlleva el objetivo de terminar con el kirchnerismo y con su lideresa, Cristina Kirchner, según aseguran sus amigos más cercanos. Para él, de acuerdo con esas versiones, el peronismo no podrá renovarse nunca mientras su jefa de hecho sea la actual vicepresidenta. Cristina lo sabe, porque lo conoce a Massa más que cualquier otro político. Fue su jefe de Gabinete y también fue el líder opositor que sepultó su proyecto reeleccionista en 2013, cuando la batió en la monumental Buenos Aires. Pero las condiciones de la economía no le permiten a ella hacer otra cosa que apoyar la modesta gestión de Massa. Hasta su hijo solo tiene derecho a las pataletas, pero no a nada conducente para cambiar el curso de las cosas. Ese es el tamaño de su debilidad.
Es cierto que Alberto Fernández, con menos carácter que Massa, implementa políticas que intentan agradar a la jefa peronista. Imposible. Cristina Kirchner cree que su fragilidad política es consecuencia de una gestión tan inepta como imaginaria del actual presidente. No soporta su verborragia, a mitad entre los viejos rockeros y los nuevos parlanchines. Ella ya no controla el Ministerio de Desarrollo Social, una importante caja de la política, ni la Cancillería, en manos de unos de los funcionarios más detestados por la vicepresidenta, Santiago Cafiero. Aunque Cafiero verbaliza siempre políticas cercanas a Cristina, esta no lo quiere por la ciega lealtad del canciller hacia Alberto Fernández. No le importa ya qué dice o qué no dice. Dueña de una victoria fundamental en 2019, como ella misma se apropia, el Gobierno que surgió de esas elecciones es ahora una administración ajena, ingrata y lejana. Lo es, salvo cuando se trata de otras grandes cajas de recursos estatales, que siguen en manos del fiel camporismo, como la Anses, el PAMI, YPF, parte de la AFIP y Aerolíneas Argentinas, entre otras. Hay dinero ahí, pero ninguna posibilidad de establecer políticas fundamentales. Es peor, entonces: sus discípulos se acostumbran a privilegios y a administrar recursos que pronto no tendrán. Ella lo sabe.
Una de las pocas rebeldías del Presidente consistió en frenar el proyecto de Cristina Kirchner para eliminar las primarias obligatorias de agosto. Proyecto esencial para la expresidenta porque esa eliminación le hubiera permitido elegir con su dedo al futuro candidato presidencial, diseñar las listas de candidatos a legisladores nacionales según su gusto y paladar y seguir siendo, aun en la travesía del desierto que ella prevé irremediable, una lideresa imprescindible de la política argentina. El dócil Alberto Fernández se volvió esquivo y hermético solo para defender su derecho a participar de las primarias como candidato a la reelección. No pudo haber peor noticia para Cristina Kirchner, pero le fue imposible hacer nada para evitarla. Alberto Fernández se pavonea ahora haciendo campaña hasta por cadena nacional desde la inhóspita Antártida. Cristina Kirchner lo miró por televisión, sola y aislada en la seca Patagonia.
Acaba de presenciar la fuga de cuatro senadores de su bloque en una cámara que ella gobernaba como dueña y señora. El peronismo kirchnerista pasó de ser la primera minoría a ser la segunda, después del bloque de Juntos por el Cambio. La rebelión de ese bloque peronista es relativa. Solo la senadora Alejandra Vigo, esposa del gobernador Juan Schiaretti, asegura una posición crítica al kirchnerismo. Los otros senadores están más decepcionados de Alberto Fernández que de Cristina Kirchner. Pero es la vicepresidenta la que debe poner la cara otra vez ante una facción política cada vez más disgregada y minoritaria. Esa ruptura, que ni siquiera respetó su ausencia en el Senado, fue el último destello de la extenuación del poder de Cristina Kirchner.
Ningún otro fracaso, con todo, es comparable a las sucesivas derrotas frente al Poder Judicial. Su otrora ahijado Alberto Fernández le había prometido que su relación con jueces federales y de la Corte Suprema aliviaría la grave situación judicial de Cristina Kirchner. El Presidente terminó peleado con todos sus amigos en la Justicia, a los que describió como miembros de un “poder monárquico”. Muy bien. Pero ¿de qué le sirve eso a Cristina Kirchner, si para pelearse con los jueces ya está ella? Acaba de ser condenada a prisión por jueces a los que les gritó y los maltrató. Envió –o hizo enviar– innumerables proyectos al Congreso para cambiar la Justicia. Casi todos fueron aprobados por el Senado, pero todos fueron frenados por la oposición en la Cámara de Diputados. Desde la modificación de la ley del Ministerio Público (que buscaba el relevo inmediato del jefe de los fiscales interino, Eduardo Casal) hasta la ridícula ampliación del número de miembros de la Corte Suprema, que convertiría al tribunal en otra cámara legislativa, todo fue tirado en Diputados al cesto de los papeles inútiles. También terminaron ahí el proyecto de reforma de la Justicia Federal (obra de Alberto Fernández), que pretendía crear un número infinito de jueces federales, y la modificación de la ley del Consejo de la Magistratura, el estratégico organismo que selecciona a los futuros jueces o los destituye.
El intento más reciente de desestabilizar a la Justicia es la parodia de juicio político a la Corte Suprema que se está realizando en una comisión de Diputados. Nunca pasará de esa pobre comisión. Conducida por los infaltables Leopoldo Moreau y Rodolfo Tailhade, ese juicio es un remedo obsoleto de los juicios estalinistas conducidos por el implacable Beria, el cruel jefe de los servicios de inteligencia de Stalin. Es una caricatura más que remedo. El kirchnerismo perdió la sensibilidad política al extremo de que llevó al juez federal de La Plata, Alejo Ramos Padilla, como testigo en contra de Silvio Robles, un cercano colaborador del presidente de la Corte, Horacio Rosatti, y aquel terminó presentándose como un juez militante del kirchnerismo. Ramos Padilla describió a Amado Boudou como un “preso político”. Suficiente. Nadie le pidió tanto. El testigo no sirvió de nada. “¡El kirchnerismo se resiste a entender que robar es un delito!”, exclamó Mario Negri, jefe del bloque radical de Diputados, luego de escuchar a Ramos Padilla. Tal vez en esa incapacidad para discernir entre el honor y el deshonor radica la razón de la ruina política de Cristina Kirchner.
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