La escritora mexicana Angeles Mastretta ha dicho que le importa el rumor que produce el agravio más que el agravio. Suele explicar esa idea con una metáfora irónica, chispeante y sabia, ciertamente imposible de reproducir en un diario.
La prensa argentina padece desde hace bastante tiempo los estragos del rumor con mucha más fuerza que la bala perdida del agravio. ¿Los periodistas somos meros mercenarios a sueldo, dispuestos a describir el improbable sol de la noche sólo por un salario? ¿Las empresas periodísticas son demonios sueltos entre gente incauta, que defienden nada más que intereses corrompidos? El kirchnerismo ha tenido la astucia (sumada a los recursos y a las complicidades) de amplificar ese debate más de lo que se cree.
El tema es recurrente en tertulias de bares, en mesas familiares y en reuniones de amigos. Tal vez el éxito más importante del kirchnerismo haya sido esa capacidad inédita en los últimos 26 años de democracia de descalificar a sus adversarios reales o imaginarios. Esa situación cumple con el protocolo de un gobierno que llevó las naturales disputas por el poder a las entrañas de la sociedad, hasta fragmentarla entre amigos y enemigos.
La reciente reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa se refirió a la Argentina en términos muy críticos, pero aludió sólo a los asuntos comprobados. Es lo que le corresponde hacer. Sin embargo, aquel debate instalado sobre los periodistas y los medios es tan erosionante para la profesión como los despectivos discursos en los atriles del matrimonio Kirchner, que cuestionó la SIP.
Entremos al conflicto de la dependencia. Es oportuno responder aquellas dos preguntas iniciales que se han incrustado en la discusión social. Cualquiera con experiencia en este oficio sabe que hay muy pocos periodistas que trabajan en un medio contra la opinión del mismo medio. Por lo general, cada periodista llega, tarde o temprano, al medio que más le gusta y en donde se siente más cómodo. Cada diario tiene su línea editorial, su historia y su manera de ver la política, las cosas y la propia vida. Los periodistas también. Esto es así desde que existe el periodismo. Lo que se produce, en última instancia, es una convergencia natural entre la línea editorial del diario y las posiciones personales del periodista. Hay veces que módicas diferencias en ese camino común son fácilmente perceptibles para el lector atento.
Las empresas periodísticas, a su vez, sólo necesitan independencia económica. No hay peor dependencia que la dependencia económica. Dependencia que puede venir del gobierno, viejo proveedor de publicidad, o de un avisador privado único. Cuanto más rentable sea una empresa periodística (y más diversificados sean sus anunciantes), más independientes serán sus medios. Y también sus periodistas. No hay, en general, otros intereses que no sean los que buscan la independencia ahora cuestionada. El Gobierno aspiró siempre, y felizmente no lo logró, a que los medios terminaran agolpados a sus puertas, reclamando una cuota de publicidad y de vida.
¿Eso es lo único que ha hecho la gestión kirchnerista contra la prensa independiente? Ha hecho mucho más. Existen varios programas de TV extremadamente oficialistas. ¿Está mal? No. Pero hay una condición: que se dediquen a ejercer el legítimo derecho de defender a un gobierno, aun cuando el verdadero periodismo pierde su razón de existir si no es crítico. Esa defensa sería legítima, aunque discutible desde la deontología del periodismo. El problema es que tales programas no se ofrecen para esas imposibles defensas, sino para calumniar, ofender y descalificar al periodismo independiente o crítico. En una sospechosa cadena de similitudes, tales insultos se reproducen también en medios escritos que germinaron, sin historia ni explicación, en los años del kirchnerismo.
Redadas televisivas
Un periodista lúcido calificó esas tareas como redadas televisivas y gráficas, igual que en otros tiempos y en otras geografías se perseguía a las personas por lo que eran o por lo que pensaban. Sabemos que esos programas, diarios y revistas no podrían existir sin la subvención del Estado. Cumplen con su misión: actúan como fusileros mediáticos contra los adversarios y periodistas señalados por Kirchner.
Uno de los conflictos que destacó la última y dura crítica de la SIP fue también la persistente ofensiva oficial sobre Papel Prensa. Muchos periodistas buenos están desorientados frente a ese caso. ¿No será un problema particular de sus dueños?, parecen dudar. El Gobierno divulgó que se trata de una perversa empresa y que ella nada tiene que ver con la libertad del periodismo. Es falso.
Papel Prensa no fue una dádiva de la dictadura a los diarios; fue una operación privada que los ex dueños de la empresa (la perseguida familia Graiver) nunca denunciaron ni desconocieron cuando recuperaron sus derechos. Como suele hacerlo con frecuencia, el kirchnerismo metió a Papel Prensa en tal embrollo judicial que ya es indescifrable hasta para los que están en el directorio de la fábrica. Conviene detenerse sólo en los trazos gruesos del problema. Saquemos del medio el folklorismo gansteril de Guillermo Moreno y observemos sus líneas maestras.
En septiembre pasado, Moreno instruyó a los directores estatales de Papel Prensa para que hicieran lo posible y lo imposible para devaluar la empresa hasta que el Estado pudiera comprarla a precio de oferta o para crear las condiciones de una intervención. Es eso lo que ha hecho durante seis meses. Papel Prensa sería inviable si LA NACION y Clarín decidieran no comprarle papel para diarios. Podrían consumir papel importado. Pero ¿qué sucedería si Moreno, dueño y señor de la Aduana, decidiera cerrar la importación de papel? Esa es la pregunta que los periodistas debemos hacernos. En tal caso, los diarios deberían caer de rodillas ante Moreno para acceder a míseras cuotas de papel. ¿Nos gustaría escribir en diarios tan dependientes de la arbitrariedad del mejor soldado de Kirchner? ¿Es una empresa o es la libertad lo que está en juego? Es la libertad. No lo dudemos.
Hay ahora otro acceso hacia la descalificación del periodismo. Lo promueve Internet. Nunca el periodismo fue tan eficaz ni tan rápido. Sin embargo, esa horizontalidad de la comunicación, ese milagro de la modernidad tiene un aspecto oscuro. «Una parte de la Web es una cloaca de psicópatas anónimos», escribió hace poco Jorge Fernández Díaz. ¿Algunos psicópatas disfrutan también de subsidios oficiales? Hace menos tiempo, en el diario El País , de Madrid, José Luis Barbería profundizó la descripción: «¿Por qué pululan por ahí (por la Web) gentes inclinadas a denigrar y despellejar, mentes perezosas que no leen lo que descalifican y sueltan lo primero que se les pasa por la cabeza?».
Barbería citó una idea de Rosa Pereda que encaja justo en el caso argentino: «El escándalo, la burla, el insulto y la murmuración denigratoria son, según Pereda, las formas más eficaces de control social». Los periodistas no somos ángeles caídos. Hay buenos y malos periodistas, y buenos y malos medios. Los Kirchner no hacen esa diferencia: para ellos, el periodismo debe estar con ellos o contra ellos. Ese es el punto de partida hacia el destino final, grave e irreparable: el control de la opinión social y, por lo tanto, de la libertad.
Fuente: Joaquín Morales Solá en diario La Nación, Buenos Aires, 24 de marzo de 2010.