Por Alejandro Katz.- La satisfacción moral que la sociedad, o una parte de ella, expresa ante la persecución penal de los responsables de los hechos más repudiables de corrupción producidos durante el gobierno anterior; esa satisfacción intensa, dispuesta incluso a ignorar las garantías y a celebrar las prisiones preventivas, la suspensión de los fueros de los legisladores, las arbitrariedades procesales de los mismos jueces cuya conducta no había resultado nunca hasta ahora garantía de justicia; esa satisfacción reparadora, que trae consuelo a tantos de los que miraban complacientemente el saqueo de los bienes públicos, ¿es acaso un indicio de que la sociedad argentina se ha vuelto exigente, ha comprendido por fin que «la corrupción» no consiste solo en el acto de apropiación ilegal de recursos estatales, sino sobre todo en la degradación de la noción misma de «bien común»? ¿Y, por tanto, indica que esa misma sociedad será intolerante, de ahora en más, con aquellos que sean descubiertos, o incluso solo sospechados, de incrementar su riqueza privada con dineros públicos?
Dos hipótesis alternativas, declinadas con la entonación de George Santayana, se utilizan habitualmente para intentar responder este tipo de asuntos: o bien las sociedades aprenden de su experiencia, o bien están condenadas a repetirla. La nuestra no parece ser una sociedad dispuesta al aprendizaje.
Aunque, puesta en perspectiva, la corrupción menemista fue mucho más modesta que la de la larga década del kirchnerismo, en su momento resultó igualmente escandalosa y provocó un hartazgo moral hecho de imágenes de autos de lujo y tapados de piel sobre cuerpos envejecidos que, proyectado sobre el fondo de tasas de desempleo nunca conocidas en la historia de nuestro país, hizo pensar que nunca más se tolerarían abusos semejantes.
No fue eso lo que ocurrió. Una vez más, cuando ya la evidencia era inequívoca, buena parte de la sociedad siguió convalidando en las urnas a otro gobierno que, a la par que distribuía recursos por medio de una desvencijada maquinaria de reproducción de la pobreza, distribuía también discursos pletóricos de declaraciones altisonantes sobre valores supuestamente progresistas, con los que tranquilizaba la conciencia de quienes carecían de la voluntad de ver en torno una política social clientelista, una política económica insostenible y una práctica del poder que perdió, si alguna vez lo tuvo, toda capacidad de distinguir entre lo público y lo privado.
¿Hay entonces una dificultad intrínseca de nuestra sociedad que impide realizar aprendizajes que la ayudarían a no exponerse a situaciones que provocan un daño tan intenso? ¿O una propensión que se ha vuelto «natural» a la repetición, a la reiteración del mismo tipo de conductas individuales y colectivas?
Es difícil aceptar que existan esos rasgos culturales. La cultura no designa un modo de ser sino, fundamentalmente, modos de hacer: no es posible sostener que los argentinos somos de uno u otro modo, sino que hacemos las cosas de una determinada manera, que al menos durante cierto tiempo se vuelve característica. Y, como le ocurre a cualquier otro grupo, lentamente comenzamos a naturalizar esa forma de hacer, es decir, a pensar que no se trata de un conjunto de prácticas que nos son propias.
Nuestra especie ha desarrollado mecanismos para «desnaturalizar» la conducta, para hacer visible su carácter cultural y en consecuencia poder modificarla en plazos más breves que los que a la evolución le llevaría. Ellos son las ciencias, las artes y la política. Las artes nos ayudan a comprender que nuestra percepción del mundo es convencional, en el sentido de que está hecha de ciertas convenciones que aceptamos como si fueran verdaderas, y que pueden ser cambiadas para que veamos las cosas con, por así decir, otra perspectiva. La ciencia ha desarrollado técnicas que le son específicas para postular posibilidades contraintuitivas, como por ejemplo que la Tierra no es plana o que el sol no gira en torno nuestro. La política, por su parte, tiene la potencia de hacernos ver que determinados hábitos sociales no son necesariamente los únicos posibles ni los mejores, sea por cuestiones morales o de utilidad. Es gracias a la política, por ejemplo, que la idea de subordinación de unos grupos humanos a otros por causa de su raza o género dejó de ser entendida como «natural». Para que esos cambios sean duraderos deben a la vez expresarse en normas, escritas o no escritas, pero mayormente respetadas.
La corrupción no dejará de ser endémica entre nosotros por la condena oscilante y por definición siempre provisoria de la opinión pública. Ésta es lábil y fácilmente manipulable: nuestra experiencia próxima nos recuerda que es suficiente con que un gobierno sea capaz de promover una sensación de bienestar, sea estimulando el consumo, sea distribuyendo discursos que satisfacen la conciencia culpable de las clases medias, para que los depredadores deambulen sin reproche.
Nuestra moralidad pública solo se fortalecerá como resultado de un cambio institucional siempre postergado y de una educación cívica robusta.
El primero debe, entre otras tareas, modificar el sistema de compras y contrataciones del Estado en todos sus niveles, reforzar y dar autarquía a los organismos de control, simplificar el acceso a la información pública, todo lo cual debe mejorar la prevención de los actos de corrupción.
La educación cívica es un asunto infinitamente complejo. Lo que no debería ser complejo, sin embargo, es la convicción acerca de que es necesario, como dice la filósofa Adela Cortina, «que los ciudadanos asuman una actitud cívica», para lo cual «la solución más razonable consiste en empezar por la educación: por educar moralmente a los niños como hombres y como ciudadanos a la vez».
Suponer que el ánimo público, dispuesto hoy a sancionar a aquellos a quienes ayer nomás toleraba, es un indicador fiable de un cambio en la relación de nuestra sociedad con la corrupción no augura nada mejor que un nuevo retorno de aquello que, una y otra vez, desde hace ya varias décadas, ha venido destruyendo la idea misma de que hay algo que nos es común, y que eso común debe ser preservado y protegido en favor, fundamentalmente, de los olvidados de nuestra sociedad, que son, como la historia reciente lo prueba, los más dañados por la corrupción.
Fuente: suplemento Ideas, diario La Nación, 18 de marzo de 2018.