Por Ricardo Miguel Fessia.- Todos tenemos una idea más o menos aproximada, de lo que se trata, pero tenemos una clara noción de los que no se debe hacer. Comenzando por las acciones propias hasta aquellas que refieren a los altos cargos públicos de las cuales hemos visto, entre impávidos e indignados, en cantidad en los últimos años.
El diccionario tiene al menos dos conceptos en esta dirección; uno que comprende a todos: “Deterioro de valores, usos o costumbres”. Luego otro más puntual: “en las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización indebida o ilícita de las funciones de aquellas en provecho de sus gestores”. Una suerte de relación de género y especie.
La corrupción es un problema complejo, con ramificaciones políticas, sociales y económicas en todos los países. Orada la democracia al distorsionar elecciones y pervertir el Estado de derecho, además de crear inestabilidad y frenar el crecimiento económico.
El Foro Económico Mundial, tiene un capítulo que se encarga de este problema tan acuciante y entiende que “la corrupción es el abuso del poder encomendado para beneficio propio, que perjudica el interés público, normalmente infringiendo leyes, reglamentos y normas de integridad”.
Transparencia Internacional define la corrupción como “el abuso del poder encomendado para beneficio propio”. Los efectos en la mayoría de las veces son silenciosos, solo unos pocos se convierten en escándalos, pero ello erosiona la confianza, debilita la democracia, obstaculiza el desarrollo económico y agrava aún más la desigualdad, la pobreza, la división social y la crisis ambiental.
Los comportamientos corruptos pueden consistir, por ejemplo, en que los funcionarios públicos exijan o acepten dinero a cambio de sus servicios; en que los políticos hagan un uso indebido del dinero público o concedan puestos de trabajo y contratos a empresas y personas que son sus amigos o familiares, designaciones a dedo y sin concurso público; o en que las empresas sobornen a funcionarios para conseguir tratos o resultados que les beneficien.
La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (CNUCC), adoptada en 2003, es el primer instrumento anticorrupción jurídicamente vinculante del mundo. Desde ese año, 190 partes se han comprometido con sus obligaciones anticorrupción; el 9 de diciembre fue designado Día Internacional contra la Corrupción, como forma de concienciar sobre la corrupción y el papel de la convención en su lucha y prevención.
Las Naciones Unidas describen la corrupción como una “plaga”, casi una alegoría precisa para un problema tan estrechamente vinculado a los sectores de poder en el mundo que, sin duda, es una dolencia por derecho propio.
Se están cumpliendo dos décadas de la adopción de la CNUCC, lo que ofrece un período para reflexionar sobre lo que ha significado la convención para los esfuerzos mundiales de lucha contra la corrupción.
Desde esta institución internacional se aportó una herramienta y se creó para proporcionar una forma integral de responder a la corrupción mundial en sus múltiples formas, incluidos el soborno, el tráfico de influencias, el abuso de funciones y diversos actos de corrupción en el sector privado. Su objetivo es prevenir y penalizar la corrupción y definir actos específicos. También promueve la cooperación internacional, la recuperación y devolución de activos robados, la asistencia técnica y el intercambio de información.
Se deben articular políticas para poder operar en la misma dirección tanto en la lucha contra la corrupción junto a la paz, la seguridad y el desarrollo. El objetivo es promover la idea de que la lucha contra la corrupción es un derecho y una responsabilidad de todos. Sin la acción de todos los sectores de la sociedad, las instituciones y los gobiernos, no es posible superar los efectos negativos de la corrupción.
Fortalecer el Estado de derecho y promover los derechos humanos es clave para este proceso, al igual que reducir el flujo de armas ilícitas, combatir la corrupción y garantizar la participación inclusiva en todo momento.
La corrupción no es un delito sin víctimas. Los grupos y personas desfavorecidos sufren la corrupción de manera desproporcionada. Debido a las desigualdades preexistentes y a la discriminación interseccional, la corrupción tiene un impacto desproporcionado en las mujeres, los niños, los migrantes, las personas con discapacidad y las personas que viven en la pobreza, ya que a menudo dependen más de los bienes y servicios públicos y tienen medios limitados para buscar servicios privados alternativos. También suelen tener menos oportunidades de participar en el diseño y la aplicación de políticas y programas públicos y carecen de recursos para exigir responsabilidades y reparaciones.
Además, quienes participan en los esfuerzos por investigar, denunciar, perseguir y juzgar la corrupción corren un mayor riesgo de sufrir violaciones de los derechos humanos y necesitan una protección eficaz.
A los efectos de atacar a la corrupción con un enfoque en los derechos humanos debemos fortalecer dos líneas de acción: garantizar que los esfuerzos y las respuestas contra la corrupción sean coherentes con las obligaciones en materia de derechos humanos y tengan un enfoque centrado en las víctimas; investigar los efectos negativos de la corrupción en los derechos humanos, con especial atención a los derechos económicos, sociales y culturales, con un enfoque que incluya la prevención, la administración efectiva de justicia y la reparación de las víctimas de violaciones de los derechos humanos causadas por delitos relacionados con la corrupción y las respuestas anticorrupción.