Por Jorge Liotti.- En la primera escena, el presidente Javier Milei organiza un asado de reminiscencia menemista en la quinta de Olivos para festejar con los “87 héroes” la resistencia del veto que limitó el aumento de los jubilados, el sector más afectado por el ajuste fiscal. En la segunda, el mismo mandatario rompe la tradición y concurre al Congreso para presentar el presupuesto 2025, un domingo a la noche, y lo transmite a través de una cadena nacional de reminiscencia kirchnerista, en una extraña versión analógica de una figura que creció en la libre circulación de las redes sociales. En la tercera, el personaje viaja fugazmente a una Córdoba sacudida por los incendios, se saca unas fotos vestido con campera militar sin exponerse al contacto directo con los damnificados ni con los bomberos que estuvieron tratando de paliar la situación. En la cuarta, el protagonista sale sonriente al balcón de la Casa Rosada con Susana Giménez, pocos minutos después de que se difundiera la cifra más alta de pobreza en 20 años. Y ayer, en la quinta escena, Milei desempolva la campera negra y vuelve al formato candidato en un acto con toques muy peronistas para cerrar una semana muy difícil.
A partir de esta secuencia que se desarrolló en los últimos diez días, se abren dos interrogantes de profundo calado para la construcción de un presidente que sustenta su caudal político en la adhesión mayoritaria de la sociedad. La primera: ¿extravió Milei el agudo sensor del humor social, que había sido su gran activo durante su ascenso al poder y sus primeros meses de gestión? Aparece allí una advertencia para una estrategia comunicacional que se acostumbró a imponer los temas de conversación y que enfrenta ahora el desafío de adaptarla a una realidad caótica. La segunda: ¿la narrativa original, basada en la defensa irrestricta del ajuste y la lucha contra la “casta”, está exhibiendo un desgaste ante las dificultades del Gobierno para exponer una recuperación económica vigorosa? El discurso libertario se apoya en el rechazo al pasado y se esfuerza por mantener vigente la promesa de un futuro mejor; pero le está faltando presente. Y frente a este dilema, su relato empieza a demostrar que cumplió su vida útil. Quizás también algunas formas.
Y allí residen los riesgos de deslizamiento hacia un populismo de cuño libertario, que muchas veces emerge en el ideario del Gobierno y que quedó expresado en la decisión de restringir el derecho de acceso a la información a través de un decreto. Se trató de un hecho significativo porque fue la primera vez que Milei pasó de la hostilidad verbal contra el periodismo (que anoche en Parque Lezama tuvo un pico inédito de virulencia) a un hecho normativo concreto. Abonó así una senda que siguió el viernes la jueza civil Lucila Córdoba, quien en forma inconstitucional hizo lugar a un insólito pedido de la esposa de Jorge Lanata para impedir que los medios mencionen al periodista y al conflicto familiar que tiene con sus hijas. Obviamente, las entidades periodísticas expresaron su inmediato rechazo a la medida.
Es natural, en consecuencia, que las últimas encuestas hayan mostrado en forma coincidente un retroceso en la popularidad de Milei. En la Casa Rosada lo admiten también, pero aseguran que es parte de la pérdida de caudal político que estaba contemplado y que no preocupa porque parten de un nivel alto. Su ecuación es que del 56% que los votó en noviembre pueden caer hasta un 40 o un 35% sin afectar su estrategia. En definitiva, con un tercio nítido le alcanza para mantenerse en el centro de la escena política frente al archipiélago desmembrado del resto de las fuerzas. A eso se suma un dato clave: los desencantados del Gobierno van a un valle de lágrimas, a un no-lugar que no tiene un líder que los represente, y en todo caso podrían volver a acompañarlos si mejora la situación económica.
La consultora Shila Vilker identifica que en esos desgajamientos, que según sus números llevaron la opinión favorable del 48% al 43% en las últimas semanas, “hay más fugas de quienes votaban al Pro y apoyaron a Milei, que los que venían del peronismo. El que se está corriendo es el votante más viejo, más urbano y más femenino. Y muchos de ellos van a engrosar las filas de la antipolítica, de la antipatía. Te dicen: ´Al final son todos iguales´”. Su colega Federico Aurelio entiende que “el gran factor de disgregación reside en la dificultad parar mostrar una reactivación económica. Esa es la base fundamental. Sobre eso después se montan motivos puntuales, que van desde los jubilados y las tarifas, hasta las universidades y el transporte”. En sus encuestas la imagen de Milei bajó del 55% original al 48%, y de esa proporción hay un 37% que dice que apoya al Gobierno con cierta determinación y un 11% más condicional.
Un gabinete monocromático
Más allá de las estrategias comunicacionales, en la Casa Rosada hay una preocupación creciente en estos días por la acumulación de frentes de conflicto que se suman. “No estamos en el mejor momento”, resume una de las figuras gravitantes del Gobierno, que percibe cierto agotamiento de la primera línea. En ese lote de ministros se percibe la sensación de que el gabinete va adoptando una tonalidad progresivamente monocolor. Si el equipo inicial mostraba cierta heterogeneidad, todos los recambios reforzaron la idea de un avance imparable de Santiago Caputo y, subsidiariamente, de Karina Milei. Ocurrió con las salidas de Guillermo Ferraro, de Nicolás Posse y la reciente de Mario Russo. Los que se van son los que no interpretan la lógica triangular del poder libertario. Mariano Cuneo Libarona se debe reconocer en el espejo del saliente ministro de Salud: Caputo le tiene intervenida la cartera de Justicia a través de Sebastián Amerio, tal como le vino haciendo a Russo, a través de Mario Lugones. Y Diana Mondino sufre el mismo síndrome, pero desde el lado de Karina Milei, que le hace un efecto pinzas entre la virtual interventora Úrsula Basset y el embajador Gerardo Werthein.
Esta progresión tiene visiblemente extenuado a Guillermo Francos (que esta semana volvió a ser rebatido en público por los cortes de luz, en este caso por el secretario Eduardo Rodríguez Chirillo), el componedor profesional que tiene Milei, que intenta fortalecer la mesa de coordinación política, junto con una Patricia Bullrich que lo acompaña, pero que también tiene sus aspiraciones.
Francos representa el último enclave de la política tradicional en el Gobierno. Es un clásico en un entorno de disruptivos; un moderado en tierra de intrépidos. Tiene una relación afectuosa con Milei, a quien intenta convencer sobre las conveniencias de ciertas virtudes ajenas para él, como la paciencia y la mesura. Pero como repite entre sus íntimos, “no es boludo”, sabe que el Presidente tiene una tendencia natural hacia las apuestas duras y que empodera a otros jugadores que sintonizan más con sus ideas. Parece asumir que hay dinámicas que nunca podrá controlar. Su futuro todavía no fue escrito.
Esta semana Francos apeló a su espíritu negociador para descomprimir el frente más conflictivo: el gremial. Primero desactivó el debate en Diputados sobre la cuota solidaria y las elecciones en los sindicatos que impulsa el radical Martín Tetaz. “No podemos avanzar con todo ahora, hay que esperar un poco. Nos querían imponer un proyecto que nos iba a generar confrontación”, justificaron en su entorno. Al mismo tiempo, dejó sin reglamentar el capítulo de la reforma laboral que más preocupaba a los líderes gremiales, el que define penalidades por bloqueos. Además, convocó a los dialoguistas de la CGT a una reunión mañana en la Casa Rosada. En todos estos movimientos influyó mucho Caputo, quien tiene un alto nivel de entendimiento con Gerardo Martínez (el asesor también sabe de pragmatismo, aunque sea el guardián de la identidad libertaria). El Gobierno busca con estas acciones diluir la ofensiva del sector más duro, hoy nucleado en torno de los sindicatos del transporte, que se aliaron por la crisis de Aerolíneas y que impulsan un paro para el 17 de octubre.
Pero sabe también que se dirige hacia un aumento de la conflictividad inevitablemente. Entiende que la línea de bandera es inmanejable tal como está hoy y que los gremios avanzan hacia una parálisis del servicio. Apuestan sus fichas a una incierta privatización, basado en la asunción de que la presión de la opinión pública doblegará las resistencias de un Congreso que hace tres meses se pronunció en contra de la venta de Aerolíneas.
Algo similar ocurre con el financiamiento universitario, que motivará una marcha que se presume masiva para este miércoles. Milei desafiará la movilización con un veto total porque entiende que aunque el impacto fiscal no es tan alto, una concesión en este plano llevará a una ofensiva más amplia por otras partidas, y eso desnaturalizaría su plan económico. Lo mejor que le puede pasar al Gobierno es que la convocatoria se politice, porque eso sesgaría la demanda de más recursos. Se apoyan en un relevamiento que recibieron de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, según la cual en la marcha universitaria de abril pasado hubo un 49% que había participado del paro general del 24 de enero, el 65% había estado en la marcha del 24 de marzo y casi el 60% se identificaba con el kirchnerismo o la izquierda. Sin embargo, el mismo informe da cuenta de que el 58% nunca participó de una organización política y el 49% nunca integró una organización estudiantil. Está claro que subyace un fuerte componente político en esa protesta, pero también hay una genuina demanda social mucho más amplia, basada en la valoración histórica del rol de la universidad pública para el argentino promedio.
En el fondo vuelve a emerger detrás de estos conflictos un dilema irresuelto de gran relieve. La sociedad votó a Milei con un mandato de cambio profundo, pero ese mandato fue un concepto genérico basado en el rechazo a los que habían gobernado antes. Al momento de desagregar esa idea de cambio en acciones concretas, la tarea es mucho más compleja. Un reciente sondeo de TresPuntosZero, la consultora de Vilker, muestra que el 57,9% está “poco o nada de acuerdo” con el veto jubilatorio, el 55,4% con el veto al financiamiento universitario y el 53,6% con la quita de subsidios al transporte. No son números definitorios, pero muestran que la naturaleza del cambio es un concepto en discusión.
Una sociedad transformada
La sociedad argentina sufrió profundas mutaciones en un período relativamente breve de su historia. Hasta los albores de la democracia se definía por su clase media ancha y aspiracional, que la distinguía de los otros países de la región. La educación pública era el símbolo de esa promesa. Hacia fines de los 90 y especialmente tras la crisis de 2001, el país quedó marcado por su clase baja, una legión de excluidos del sistema que desbordó los conurbanos y forzó la creación de un amplio entramado de asistencia. En los últimos años, y sobre todo tras la pandemia, la Argentina quedó caracterizada por su clase media-baja, ese ejército que cobró visibilidad cuando el gobierno de Alberto Fernández impulsó un IFE para 4 millones de personas y se anotaron 11 millones. Cuentapropistas, changuistas, peluqueras o jardineros, que son los más impactados cuando no hay plata suficiente en la calle, que no están acostumbrados a pedir ayuda estatal y que tampoco son absorbidos por el mercado; que pasaron de mirar hacia arriba para ver si pueden subirse a la clase media a deslizarse hacia las privaciones. Allí está el corazón del dramático índice de pobreza que se conoció esta semana. Ya no alcanza con los planes, que Sandra Pettovello mantiene y aumenta con la venia de Milei para contener; ese sector sólo revivirá si hay reactivación económica. Es cierto que hay indicadores para sostener la idea del Gobierno de que la situación se alivió un poco en los últimos meses, pero como plantea el especialista del Conicet Jorge Paz, “va a ser difícil de revertir por completo la caída porque lo inédito es que la pobreza creció más de 11 puntos en solo un semestre”.
Jorge Ossona, uno de los principales cartógrafos de la pobreza, apunta algunos datos clave para explicar por qué pese al deterioro social no hay síntomas de una rebelión inminente. “Por un lado están los planes, que generan una red básica de contención. Además, hay acostumbramiento y resiliencia; más agotamiento que ganas de combatir. A eso se suma una mayor implosividad de los conflictos adentro de los barrios y las familias, generado por las carencias y las adicciones. Esto es un factor desmovilizador hacia afuera. Y también cuenta el creciente rol social del narco, que se infiltró en la economía de la villa y genera un flujo de dinero que el trabajo no provee. Así hay una zona gris entre la legalidad y la ilegalidad. Un día sos delivery, y al día siguiente chorro”.
Por estas razones hay vastos sectores populares que hoy parecen estar más cerca de la anomia que del estallido; de la subsistencia personal que de la protesta colectiva. Algunos lo llaman paz social. Muchas veces en los eufemismos anidan los malentendidos.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/