Por Juan Gabriel Riboldi.- El pasado domingo 19 de noviembre se ha sentado un precedente en la Argentina: apalancado en un discurso violento, transgresor y novedoso, sería la primera vez que un anarco capitalista acceda a la presidencia de la Nación.
De las múltiples propuestas que había mencionado durante la campaña, el hoy Presidente de la República había resaltado la necesidad de orientar la economía hacia una reducción brusca del déficit fiscal, cosa que lograría a través de un ajuste hacia la clase política, a quien denominó en reiteradas ocasiones como la “casta”. Siguiendo esta línea, se aseguró que se reduciría drásticamente el gasto público, para que el ajuste lo costee la clase política, privilegiada, en sus palabras. Esto generó una gran expectativa y satisfacción en su electorado, formado en gran parte por la clase media y media baja, que se vio mejor representada en esta alternativa liberal.
La sorpresa llego el 13 de diciembre, tan solo 3 días luego de haber asumido la Presidencia, cuando se anunciaron las medidas económicas que encausarían el destino de la Republica, en palabras del ministro de Economía Luis Caputo, un viejo conocido. Para asombro de muchos, las medidas anunciadas por el Ministro recaían en su totalidad sobre los trabajadores, aquellos que habían acompañado con alegría y esperanza esta alternativa de cambio. El mensaje era claro: había que sufrir en el corto plazo para luego alcanzar la plenitud. Insisto, ninguna de las medidas anunciadas afectaba a la tan denostada “casta política”, toda la ferocidad del ajuste había caído sobre los trabajadores.
Pasaron algunos días hasta que el Presidente, secundado por sus ministros y asesores, anunció por cadena nacional un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), en el cual se enumeraban más de 300 medidas para la desregulación total de la economía argentina. Parecía mentira, el hoy Presidente, que un tiempo atrás, durante el debate presidencial previo a las elecciones generales, había atacado a su principal oponente (su actual Ministra de Seguridad), acusándola de proponer derogar leyes por decreto, y asegurando que ese accionar sería propio de un régimen dictatorial, hoy estaba haciendo lo que en ese entonces condenaba.
Quisiera retomar ahora el hecho que justifica el título de este escrito. Como si lo mencionado hasta aquí fuera poco, también se anunció (de manera extraoficial), que el Gobierno congelaría el presupuesto asignado al sector científico y tecnológico, lo cual sería suficiente para pagar salarios de investigadores y becarios hasta junio del 2024, y que luego el organismo científico más prestigioso de América Latina (y ubicado en el puesto 17 de 1.745 organismos públicos de ciencia y tecnología de todo el mundo), no dispondría de fondos para llevar adelante sus actividades. Para tener una idea sobre los fondos que el Estado destina (o destinaba) al sector científico y tecnológico, brindaré algunas cifras.
Hasta 2023, el Estado invertía 0,4% del Producto Bruto Interno (esto es suficiente para que el CONICET sea el organismo científico más prestigioso del continente, lo que habla a las claras del altísimo nivel académico y profesional de sus científicos) en ciencia y tecnología. En otros países, como Estados Unidos, Israel, Alemania, Finlandia o el Reino Unido, la inversión del Estado asciende hasta 3, 4 e inclusive 5 puntos del PBI. Pero, ¿por qué ocurre esto? Es muy simple, esto sucede porque estos países, que constituyen potencias económicas, han comprendido que sin ciencia y sin tecnología no puede haber un mejoramiento en la calidad de vida. Es entonces que el desarrollo científico-tecnológico aparece como una herramienta indispensable para dirigir decisiones de gestión apropiadas que se traduzcan en políticas públicas que favorezcan al pueblo, cosa que a los argentinos nos cuesta muchísimo comprender. Gran parte de la población ha adoptado el falaz discurso de que los científicos no producen nada de valor para el país, sosteniendo, sin fundamentos, que los fondos destinados al organismo son despilfarrados y orientados hacia investigaciones irrelevantes.
Entre otras tantas cosas, el CONICET ha financiado la creación de GALTEC, una empresa con base tecnológica, orientada tratamiento de cáncer y enfermedades inflamatorias y autoinmunes. Ha permitido también el desarrollo de kits de diagnóstico rápido que fueron utilizados durante la pandemia por COVID-19. Se han identificado mecanismos neurobiológicos que subyacen a los procesos de nuestras memorias, que resultan claves para el tratamiento de patologías tan terribles como el Alzheimer. En otra línea, se identificaron mecanismos genéticos para la supervivencia de las plantas, que les permite soportar las bajas temperaturas y se han lanzado satélites, lo cual contribuye a la innovación y a la soberanía en materia de telecomunicaciones.
¿Cómo es que no podemos ver las enormes ventajas que esto significa para la Argentina? ¿Es esta realmente la visión de la población o simplemente se adoptó un discurso de odio hacia el conocimiento, implantado por quienes hoy ostentan el poder? Lo que no puede ser comprendido, ni por nuestros gobernantes ni por la población, es que una sociedad con bajo nivel de desarrollo científico-tecnológico se encuentra ligada a una economía dependiente de otras economías productoras de bienes con valor agregado, quedando así librada a la suerte de los grandes poderes económicos concentrados.
Recordemos que el Estado asignaba, hasta 2023, menos del 0,4 % del PBI al sector científico-tecnológico. Insisto en este punto para que el lector comprenda y pueda sacar sus propias conclusiones sobre cuánto le “ahorrará” a la Argentina el desfinanciamiento del CONICET. En realidad, lamentablemente, esto generará un inevitable retroceso, contribuyendo a la agudización de las desigualdades, la soberanía, y la pobreza.
Resulta absolutamente incoherente que un Gobierno que sostiene fervientemente que, para salir adelante, el país debe generar riqueza tome la desacertada decisión de darle la espalda a la ciencia y a la tecnología, condenando así al organismo bandera en materia científica a la muerte.
La libertad avanzó, con más fuerza que nunca, militando la destrucción de la ciencia y la instauración de la ignorancia. “Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”, dijo alguna vez Simón Bolívar, hace más de siglo y medio. Nos lo advirtió, no quisimos escuchar.
El autor es rafaelino, licenciado en Psicología (UCES Rafaela) y está cursando un doctorado en Ciencias Biológicas (UBA-CONICET), siendo el título de la tesis “Impacto de la glia en la formación y persistencia de una memoria espacial”.