Por Joaquín Morales Solá.- El fuego que arrasa Corrientes es una tragedia y una metáfora. Un gobierno paralizado por una telaraña ideológica que le impide, por ejemplo, discernir entre lo que pudo suceder y lo que sucedió. El documento de este martes sobre la crisis entre Rusia y Ucrania, que ha puesto en vilo la paz mundial, se corresponde con la situación de hace diez días, no con la de ahora, cuando ya Vladimir Putin comenzó la anexión de los estados ucranianos de Lugansk y Donetsk. Un gobierno parcelado, en el que la conducción de los organismos responde solo a la filiación de sus ocupantes dentro de la coalición gobernante, no a sus atributos ni a sus conocimientos de los temas. Un joven influencer consiguió más dinero en menos tiempo para sofocar los incendios de Corrientes que lo que el gobierno nacional le había mandado a la provincia hasta ese momento. En Corrientes ganó ampliamente el radicalismo en los últimos años y su actual gobernador, Gustavo Valdés, fue el mandatario más votado (superó el 70 por ciento de los votos) en las últimas elecciones. No es un amigo para el sectario kirchnerismo gobernante. El ministro de Medio Ambiente, Juan Cabandié, militaba en La Cámpora y es un neófito en temas de ecología. Cabandié prefirió encender nuevos fuegos verborrágicos con la oposición y con el propio Valdés antes que intentar apagar los incendios que ya consumieron el 15 por ciento de esa provincia del noreste y afectaron seriamente a los Esteros del Iberá, una de las reservas naturales más importantes del país.
La Cancillería argentina reclamó ayer la solución pacífica del conflicto en Ucrania e instó a las partes a negociar. Habría sido una posición óptima si Alberto Fernández se lo hubiera dicho en la cara a Putin cuando visitó Moscú. Ayer fue tarde. Putin ya había declarado la independencia de dos estados ucraniano y había pedido, y logrado, la autorización del Parlamento para enviar tropas al extranjero. Obvio: si reconoció la independencia de Lugansk y Donetsk, es muy probable que el próximo paso sea el envío de tropas rusas a esos territorios para “defenderlos” del ejército de Ucrania, que es el país al que pertenecen. Es un pésimo precedente para el equilibrio siempre inestable de la paz mundial que un país más grande esté concretando la anexión por la fuerza de territorios de un país vecino. Putin ya anexionó en 2014 a Crimea, la península que pertenecía a Ucrania. No se puede descartar que con estos nuevos avances, haya comenzado un proceso para que Rusia termine sumando a toda Ucrania a la geografía rusa. Ya lo dijo el propio Putin anteayer: “Ucrania fue una creación de Lenin”. Es, por lo tanto, un territorio al que no le reconoce independencia. En 2014, la entonces presidenta, Cristina Kirchner, fue uno los pocos líderes del mundo que corrió en auxilio inmediato a Putin. “Crimea fue siempre de Rusia”, zanjó, ligera y simple.
El desteñido y superficial comunicado de la Cancillería hizo mención al conflicto de Ucrania, pero ni siquiera nombró a Rusia. ¿Serán marcianos disfrazados de rusos los que amenazan la soberanía de Ucrania? El fin de semana pasado, una importante fuente del Departamento de Estado de los Estados Unidos le manifestó a este cronista que la Casa Blanca esperaba una activa solidaridad de la Argentina en caso de que Rusia comenzara a atacar a Ucrania. Comenzó. Pero el gobierno de Alberto Fernández alumbró una posición tímida y ostensiblemente forzada. Para peor, el conflicto que enfrenta a Ucrania con Rusia es un conflicto europeo. Ucrania está en la puerta oriental de Europa. Hasta los amigos europeos de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, como el gobierno español que lidera Pedro Sánchez, han tenido una posición de unidad inmediata contra Rusia. El jefe de la diplomacia europea, el socialista español Josep Borrell, es el que elaboró las duras sanciones con las que Europa castigará al líder ruso. Alberto Fernández, tal vez para no quedar mal con su socia, la vicepresidenta, está quedando aislado no solo de los Estados Unidos, sino también de Europa y de los países más importantes de América Latina. El México del autoritario López Obrador ya condenó claramente la decisión de Putin de merendarse con aires de patotero y provocador una parte de Ucrania. Brasil hizo lo mismo, a pesar de que Bolsonaro estuvo en Moscú después del paseo moscovita de Alberto Fernández.
Es difícil explicar la fascinación kirchnerista por Putin. Rusia no es una potencia económica, ni mucho menos. Según mediciones internacionales, su PBI es igual a la mitad del PBI de California. Hay una enorme emigración de rusos preparados en distintas disciplinas, lo mismo que sucede en la Argentina, le guste o no al gobierno argentino. Putin nunca dejó de invertir, eso sí, en poderosas armas letales, desde el veneno hasta los misiles. El autócrata ruso es el líder de los partidos de ultraderecha del mundo, xenófobos, misóginos y homofóbicos. Ucrania es ya una tara de Putin, que reivindica a la Rusia imperial del zar Nicolás I, que murió en 1855 cuando estaba perdiendo una guerra en Crimea, y el expansionismo de la Unión Soviética, cuya caída el actual déspota ruso considera la “mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. El propio Bolsonaro fue a pedir auxilio ante Putin cuando aparecía en Brasil demasiado aislado del mundo en medio de la campaña electoral que disputa con Lula da Silva, un político bien recibido en todo el mundo. Putin lo ayudó a Bolsonaro, pero este se limitó en Moscú a destacar los acuerdos comerciales y de inversión con Rusia. No habló mal de Estados Unidos (Bolsonaro se lleva muy mal con la administración de Biden, porque su amigo era Donald Trump) y tampoco se le ocurrió ofrecer a Brasil como “puerta de entrada” de las inversiones rusas en América Latina. Estas cosas solo las dice Alberto Fernández.
El vacilante documento del gobierno argentino sobre la crisis en Ucrania se produce en días decisivos para que la Argentina acuerde con el Fondo Monetario. Los países más influyentes en el directorio del Fondo son también los más preocupados por las fechorías de Putin: Estados Unidos, que venía apoyando un acuerdo de la Argentina con el FMI a pesar de los compromisos de Alberto Fernández en Moscú; Alemania, que ayer anunció que no continuará la construcción de un gasoducto con Rusia; Francia, cuyo presidente, Emmanuel Macron, se involucró personalmente en la solución pacífica del conflicto hasta que Putin lo decepcionó; China, que, según el presidente argentino, es “peor que los norteamericanos” cuando se trata de aplicar políticas ortodoxas en el Fondo. China tiene una política de solidaridad pacífica con Rusia, aunque nunca se verá al gigante asiático mover un solo soldado fuera de sus fronteras. Así como Ucrania es la tara de Putin, este es la tara del kirchnerismo. La facción peronista gobernante (¿o, acaso, todo el peronismo?) tiene un debilidad inexplicable por los líderes autoritarios y antidemocráticos, como tiene un rechazo evidente por los liderazgos democráticos y consensuales del mundo. Nada indica, por ahora, que la confusión intelectual del gobierno argentino en sus relaciones internacionales trabará el acuerdo con el Fondo Monetario. Pero está corriendo un riesgo innecesario.
El Presidente volvió a equivocarse cuando precisó en un discurso también incendiario todo lo que supuestamente había hecho por Corrientes, como si le hubiera hecho un favor inmerecido. Corrientes forma parte indivisible del país que el preside, aunque su gobernador provenga de otro partido político. Franjas importantes del territorio correntino solo podrán volver a ser lo que fueron dentro de 10 o 15 años. Todavía no se pudo evaluar la pérdida de la fauna en los Esteros del Iberá. El gobernador Valdés le pidió a los Estados Unidos un enorme avión hidrante porque Gerardo Morales le contó que ese avión había apagado el fuego de poderosos incendios en Bolivia, cuando gobernaba Evo Morales. Estados Unidos le mandó el avión a Evo Morales y no cobró nada; fue una ayuda gratuita, según contó el gobernador jujeño. ¿Cuál fue la reacción de algunos núcleos kirchneristas? “Cipayo”, lo insultaron al gobernador Valdés, mientras el nacional Cabandié se limitaba a pelearse con el mandatario provincial, con Macri y con Juntos por el Cambio. Peor: en medio del devastador fuego, Cabandié le pidió a Valdés que intercediera ante Macri para que este no siguiera escribiendo tuits con críticas al ministro de Medio Ambiente. Se preocupaba por su imagen, no por el fuego. La ineptitud y la indiferencia conviven en el gobierno con el exceso de ideologismo. Ni Cabandié ni la jefa del PAMI, Luana Volnovich, dejarán nunca sus cargos por más estragos que cometan en el ejercicio de sus funciones. Pertenecen a la sangre azul del cristinismo porque surgieron de La Cámpora, cuyo jefe, Máximo Kirchner, renunció a la presidencia del bloque peronista de Diputados en protesta por el eventual acuerdo con el FMI, aunque no retiró de la administración ni a uno solo de los funcionarios que le responden. Eso se llama elegir la vida cómoda: contar con los beneficios del poder, pero no pagar los precios del poder.
Los descuidos y la inoperancia se pagan cuando se hace política. Una encuesta de Poliarquía concluyó que el 35 por ciento de los argentinos responde “ninguno” cuando le preguntan a qué político prefiere. Es, por lejos, el porcentaje más alto entre las respuestas. En tercer lugar, figura Javier Milei con el 5 por ciento de las menciones. Significa que un 40 por ciento de la sociedad está fuera del viejo sistema político. Aunque en la Argentina sigue funcionando el sistema bipartidista (o bicoalicionista), lo cierto es que los datos de la opinión pública sobre la política son preocupantes. Las dos grandes familias políticas argentinas, el peronismo y el antiperonismo (o el no peronismo) no tienen comprado un seguro de vida. Los ejemplos de derrumbe de viejos sistemas están, además, demasiado cerca. Bolsonaro fue en Brasil la expresión de la caída de la alternancia histórica entre la centroizquierda de Lula y la centroderecha de Fernando Henrique Cardoso (para describirlo en una arbitraria síntesis). En Chile, un emergente de las protestas estudiantiles, Gabriel Boric, acaba de tumbar al antiguo régimen de la centroizquierda y la centroderecha clásicas. Solo Uruguay conserva su sistema político histórico, quizás porque sus dirigentes ofrecen algo invalorable para cualquier sociedad: honestidad y previsibilidad. En ese contexto de tanta fragilidad, el gobierno argentino no discierne entre un drama provocado por los caprichos de la naturaleza y la vanidad de la ideología. Ni entiende la diferencia entre lo que es novedoso y lo que es ya irremediablemente viejo.
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