De un tiempo a esta parte, nada se da mejor que la confusión de semánticas. Esto, aunque viene de lejos, pues ya Machado habló de que todo necio confunde valor y precio, en la actualidad ha tomado voz y tajada al mismo tiempo. Priorizar el respeto a las leyes humanas, cuando se promulguen desnudas de sentido moral, no me parece lo más cauto para la convivencia. Soy de los que piensan que la democracia necesita de la moral, si no quiere ir contra su propia razón de ser, contra aquellos valores y principios que pretende defender y estimular. La cultura demócrata es una cultura moral, una prueba permanente de la virtud de un pueblo de gobernarse a sí mismo, para servir con criterios morales al bien de la generalidad y al bien de cada ciudadano. La supervivencia, a mi juicio, va a depender mucho del espíritu moral que impregna las instituciones e inspira sus poderes. Cuando la política y la ley rompen toda conexión con la ley moral es difícil garantizar nada y mucho menos el orden social justo al que todos aspiramos.
Hay una realidad que salta a la vista. Los ciudadanos que procuran vivir de acuerdo con la ley moral, cada día lo tienen más complicado. A menudo, se sienten presionados por fuerzas que contradicen lo que, en el fondo de su alma sienten, y perciben como verdad. La moral –haciéndome eco de lo plasmado por Ortega y Gasset- es un corrector imprescindible para achicar los errores de nuestros instintos. Nos movemos en el terreno del desorden, tanto de significante como de significado, y bajo este caos interpretativo resulta bastante peliagudo entrar en el terreno de la comprensión de la naturaleza de la persona humana como tal. Está bien eso de consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley, pero hay que tener en cuenta que sólo la persona humana, con capacidad de discernimiento moral, puede colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas. Al mostrar la verdad moral sobre la persona humana y al testimoniar la ley moral inscrita en el corazón de cada ser humano, no creo que ningún obispo quiera imponer nada a nadie, sino dar luz a verdades esenciales de la persona.
Si la dignidad del ciudadano como agente moral reside en su capacidad de conocer y elegir, con espíritu democrático, lo que es verdaderamente bueno, no hay que desquiciar y mucho menos confundir. Habrá que respetar sus derechos innatos, o lo que es lo mismo, sus derechos de conciencia. De ninguna manera pienso que los obispos se entrometan en la vida pública por cuestiones políticas como se ha dicho en diversos medios de comunicación con motivo de la multitudinaria fiesta de la familia, y aún menos para apoyar a un partido político u otro, sino como transmisores y servidores de la verdad sobre la persona humana, para defender su dignidad y promover la libertad del ciudadano frente a la desorientación y el deshabito moral reinante. Siguiendo la estela artistotélica de volvernos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía; también deberíamos tomar la actitud del verdadero demócrata, realizando actos conforme a los valores morales que residen en todas las habitaciones del ser humano. Desde luego, una atmósfera vinculada a un relativismo moral es discordante al espíritu democrático.
La historia nos desvela que, allá donde la moral e incluso la religión, son desterradas o recluidas al ámbito exclusivamente privado, resulta más que imposible mantener y armonizar el ejercicio de nuestros derechos con los derechos de los demás, porque cada uno suele tomar sus deseos a base de personalismos. Por ello, estimo que promover la maduración de la conciencia moral es un buen camino para hacer de la democracia una actitud de vida. Este es el progreso fundamental para poder vivir libre y, sobre todo, sin miedo a no ser respetado en su dignidad. Además cuesta entender lo que es dar derechos iguales a todos por parte de un gobierno, más allá de la diversidad política, religiosa o el sexo; puesto que, el mismo principio de igualdad no quiere decir que toda desigualdad constituye necesariamente una discriminación.
En cualquier caso, observo que la democracia ha de apoyarse sobre una base firme y sólida de moral. Y que la sociedad, toda ella, sean creyentes o no, tienen el deber de elevar su voz, con los cauces democráticos permitidos, allí donde la verdad fundamental de los valores democráticos son manipulados o negados, donde se violan los derechos inalienables de la persona. Además el artículo 16.3 de la Constitución, como consecuencia lógica de la proclamación de la libertad religiosa y de culto, establece que ninguna confesión tendrá carácter estatal. Creo, pues, que ningún gobierno tiene porque defender esta cuestión que ya está ciertamente asumida por todos. Sin embargo, este principio de separación entre la Iglesia y el Estado, estimo, que no supone un desconocimiento mutuo entre ambos, ya que como dispone el propio precepto: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. Bajo esa mención expresa a la Iglesia católica, por otra parte justa porque la profesan la mayoría de los españoles, tendría pocas luces democráticas no tomar en consideración lo que dicen los obispos. Las palabras pronunciadas, a título de ejemplo, por el cardenal Rouco, cuando señala que la paz se destruye en nuestro país con fenómenos como el aborto, poniendo especial énfasis en que “si queremos la paz necesaria, la de no matarse es fundamental ayudar a las familias” ya que “el don de la vida viene a través ellas”, lo único que hace es recordarnos la gravísima crisis moral que padecemos. Perdida la moral se pierde todo juicio y sensatez.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net
El autor vive en Granada (España) y envió esta colaboración a www.sabado100.com.ar