Por Joaquín Morales Solá.- Quizás la hondura de la crisis nacional, política y económica está ocultando las decadencias explícitas o implícitas. La política (y la sociedad) asume como natural, por ejemplo, que Cristina Kirchner se haya convertido en apenas la jefa de un partido político del conurbano. Ni la epifanía del jueves ni el discurso vicepresidencial, reiterativo y monótono en su contenido, pueden esconder a una lideresa encerrada entre los suyos, alejada del peronismo real, distante de la gente común y sus aflicciones, y obligada a seleccionar un candidato presidencial entre alternativas que valen muy poco. Ese mismo día, Alberto Fernández renunció a sus últimos derechos cuando prefirió mirar llover en Chapadmalal antes que asistir al acto peronista de la Plaza de Mayo. Después de todo, él es todavía el presidente de la Nación y presidente también del Partido Justicialista. La nueva centralidad de Cristina Kirchner (limitada solo a resolver la interna del kirchnerismo) es la consecuencia de la deserción política del Presidente. “No pudo o no quiso o no tuvo coraje, pero lo cierto es que perdió la oportunidad de darle al peronismo una variante del kirchnerismo”, dice un viejo amigo de Alberto Fernández, que confió en él hasta que se decepcionó y volvió a casa. La decrepitud política está a la vista. Los espectáculos de Cristina y de Alberto el jueves último se parecieron demasiado a una ceremonia del adiós. El adiós al poder existe como la alternativa más seria para el peronismo, según la certeza de muchos de sus dirigentes. Certeza que no comparten algunos encuestadores independientes, que todavía creen en el poder protector de un ballottage oportuno para el peronismo. Sin embargo, es difícil imaginar el triunfo de una facción política que gobierna un país en crisis terminal. “Estamos mirando encuestas mientras la gente nos abandona. Podemos perder hasta la provincia de Buenos Aires”, dramatiza un intendente del conurbano.
Si apartamos la presencia obligada de la cuñadísima Alicia Kirchner, gobernadora de Santa Cruz, debemos concluir que en el acto del jueves hubo un solo gobernador: el de La Rioja, Ricardo Quintela, quien ya ganó la reelección en su provincia. Quintela, un tardío profeta de los peores sentimientos del kirchnerismo sobre las libertades públicas, es un satélite desorbitado en el universo peronista. Pero ¿hubiera estado en el acto si las elecciones en su provincia estuvieran pendientes de realizarse? No, asegura un coro de dirigentes peronistas. En esa respuesta está también la explicación de por qué no estuvo en el acto la inmensa mayoría de los gobernadores peronistas. Le temen al contagio de la derrota predecible. Cada mandatario aspira solo a defender las murallas de su fortaleza provincial. Nada más. El partido de Cristina Kirchner dejó de ser, por lo tanto, un partido nacional.
Tampoco es un partido socialmente transversal. Fue uno de los primeros grandes actos del peronismo en los que estuvieron ausentes la CGT y los grandes gremios peronistas. Esa ausencia es difícil de explicar porque ningún sindicato, importante al menos, tiene ya un liderazgo alternativo al de Cristina Kirchner. Se cansaron de esperar la sublevación de Alberto Fernández hasta que se fueron de su lado. No hay un candidato peronista a la presidencia que los entusiasme, simplemente porque en cada uno de ellos solo entrevén el fracaso y la intemperie. A Cristina la rodearon solo La Cámpora y varios intendentes del conurbano, sobre todo los de la tercera sección electoral (donde está La Matanza ardua y clave). Si no hubiera intercedido la asistencia leal de esos intendentes y su capacidad para trasladar a miles de personas que dependen existencialmente de ellos, el acto hubiera sido escuálido, pobre. La Cámpora arrastró, por su parte, a los miles de empleados públicos que dependen de esa organización kirchnerista. Por eso, el partido real de Cristina Kirchner se encierra en las fronteras del conurbano bonaerense. Sin esa franja decisiva de la geografía argentina, Cristina Kirchner sería una mujer mayor dedicada a sus nietos desde hace mucho tiempo.
La expresidenta tiene menos de un mes para decidir a qué candidato peronista apoyará en la interna de su partido. Según versiones coincidentes, cuenta con tres alternativas: el ministro de Economía, Sergio Massa; el del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro, y el gobernador bonaerense, Axel Kicillof. Si la política la decidieran solo las ganas, el elegido sería De Pedro, sobre todo porque este no pondrá ningún reparo en la confección de las listas de candidatos a diputados y senadores nacionales. Esas listas las haría Cristina Kirchner y se las entregaría en sobre cerrado al candidato presidencial. Wado acataría, disciplinado. De Pedro es el único camporista hábil para sostener un doble discurso y esconder sus verdaderas ideas. Solía posar de moderado y consensual hasta que le llegó la hora de definirse frente a su jefa; entonces, culpó de todas las desventuras de Cristina a la Justicia y a los medios periodísticos. Adiós a la moderación. Ese es también un atributo que la vicepresidenta valora en Wado de Pedro: que sepa jugar como un camaleón en un territorio lleno de embusteros.
Massa desliza entre sus interlocutores que, al final, no será candidato presidencial. No dice la verdad. ¿Por qué está pidiendo a gritos que el peronismo tenga un candidato único? ¿Acaso porque es generoso con De Pedro, con Daniel Scioli o con Agustín Rossi? Massa nunca fue generoso; siempre sacó provecho de sus relaciones políticas, incluso cuando la convenció a Margarita Stolbizer de una alianza inverosímil entre ellos. ¿Por qué el ministro de Economía lo convenció a Máximo Kirchner para que lo acompañara a China? Al hijísimo no le gustan los vuelos de larga distancia; prefiere, como su padre, encerrarse en los límites geográficos del país. Es, en ese sentido, un patagónico hecho y derecho. Hay que volver a Massa. ¿Por qué el ministro extrañaría tanto a su nuevo mejor amigo? ¿Acaso encontró en Máximo a un hermano de la vida? No sucede nada de eso. Massa escucha a los encuestadores y todos ellos sostienen que será Cristina, con PASO o sin PASO, la que decidirá quién será el candidato peronista. Y nadie influye más en Cristina que su hijo. Máximo debería ser más cauto: Massa la necesita a Cristina, no a él.
Kicillof es el que mejor retiene los votos del kirchnerismo. Pero tiene un límite: no es un mal candidato a gobernador, pero es un mal candidato presidencial. Como para Cristina el peronismo ya perdió la próxima elección, el objetivo de ella es encontrar al candidato que le asegure la derrota más dulce. Ese es Kicillof, según aseguran cerca de la vicepresidenta. Muchos peronistas suponen que ella podría disponer un enroque entre Kicillof, que sería candidato a presidente, y Wado de Pedro, que se haría cargo de la candidatura a gobernador. Conformaría, así, a dos de sus más confiables seguidores. El problema es que no puede prescindir de Massa sin que este condene al Gobierno a elecciones peores que las que se prevén. La “extorsión” de Massa (Grabois dixit) es tan manifiesta que algunos rumores señalan a Malena Galmarini, la esposa de Massa, como candidata a vicepresidenta de De Pedro o de Kicillof para calmar la eventual sedición interna de Massa. El poder es un bien conyugal en el peronismo.
La miseria política y la melancolía se apoderaron de la coalición gobernante. Las exhiben sin pudor. ¿Por qué, entonces, todavía se duda sobre cómo será el futuro gobierno? La respuesta está en poder de los dirigentes de Juntos por el Cambio, porque ellos son los responsables de estar jibarizando a la principal coalición opositora. Desde 2015 hasta 2021, esa alianza retuvo entre el 40 y el 42 por cientos de los votos nacionales. Fue así hasta en el año que perdió el poder, en 2019. Ningún encuestador asegura ahora que ese porcentaje siga en manos de Juntos por el Cambio; por el contrario, casi todos suponen que perdió unos diez puntos en el último año. ¿Consecuencia de las operaciones políticas y mediáticas de Alberto Fernández? Imposible. La palabra del Presidente ya no tiene valor. ¿Hay un candidato mejor en el oficialismo? Absurdo. Todo es mediocre en el oficialismo. Solo la aparición de Javier Milei, que hasta hace un año era solo un divertimento de la política, explica la sangría de votos del viejo Cambiemos. El lento suicidio de la coalición opositora es una sorpresa impropia de la política.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/