“Nos hemos manejado siempre más por la lógica de la exclusión que de la verdadera integración, más allá de todas las proclamas retóricas en sentido contrario”, dice María Rosa Lojo, doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires e investigadora principal del Conicet.
“A fines de 2001 y comienzos de 2002 todos sentíamos la inminencia de una posible disolución de la Argentina como país. Ahora vivimos una tregua. Pero en la medida en que la brecha social se ahonde y que el sistema político no se sanee, ese desastre puede repetirse”, advierte.
Nacida en 1954, casada y madre de tres hijos, Lojo es conferencista y profesora visitante en universidades argentinas y extranjeras, y coordinadora de proyectos de investigación de nivel internacional. Su inclinación por la literatura surgió como compensación por un profundo sentimiento de desarraigo, de exilio y extrañamiento, no propio, sino de sus padres, españoles, pero que ella, irremediablemente, heredó. Por eso, sus libros remiten siempre, por lo menos, a dos mundos: a los expatriados, inmigrantes, desterrados y nómades que cruzaron sus vidas en nuestro país.
Textos como “La princesa federal”, “Una mujer de fin de siglo”, “Historias ocultas en la Recoleta”, “Amores insólitos de nuestra historia», «Las libres del sur» y «Finisterre» dan cuenta de esa preocupación, así como de su vocación por transformar la historia en creación.
En el campo de la investigación académica, su obra se centra en el deseo de conocer y recuperar nuestro pasado y nuestra memoria, así como los resortes que han fallado en la construcción de la Argentina como nación. Ha publicado más de un centenar de trabajos en revistas especializadas y en libros en colaboración.
-¿Cómo fue el proceso de construcción de la argentinidad, que usted analiza y refleja en sus obras? ¿En qué ideas se basó?
-Desde fines del siglo XIX se instalaron las disputas entre «nacionalistas» y «cosmopolitas». La inmigración aluvional era un problema. Se vivía esa situación como una amenaza para una nación joven. Se temía a las mezclas lingüísticas, a la «degeneración» de la lengua propia. En 1910, Ricardo Rojas, con «La restauración nacionalista», libro de título provocador, reactualiza ese debate. A partir de esta época comenzarán a surgir nacionalismos de diversos signos, más a la derecha o más a la izquierda, frecuentemente vinculados con el revisionismo histórico, que reinterpreta en sentido positivo el papel de los caudillos y de las masas populares de las provincias en la constitución de la Argentina. La postura de Rojas, muy innovadora para su tiempo, revaloriza muchísimo el aporte aborigen en la creación de nuestra cultura propia. Otro intelectual que comparte esa posición es el socialista Manuel Ugarte.
-¿Estas opiniones eran compartidas por la clase alta?
-En general, la clase alta y culta tenía opiniones bastante distintas al respecto. Se leía, sobre todo, en inglés y francés. Se tenía muy escaso aprecio por lo español, considerado retrógrado, y lo aborigen ni siquiera existía en el horizonte del pensamiento. Entre estos argentinos letrados y cosmopolitas privaba la idea del trasplante -los argentinos, como europeos en América-, que tanto angustiaría a Victoria Ocampo por todo lo que implica: sentir la tierra propia como territorio de exilio, condenarse a imitar lo que llega de Europa. También surge en aquel tiempo la vanguardia, entusiastamente criollista en algunos de sus cultores, empezando por Borges, y poco dispuesta a aceptar la italianización creciente de la lengua y la ciudad. La posibilidad de un aporte original argentino al mundo y el lugar de la Argentina en ese mundo serán temas preferidos por el ensayo de la década posterior.
-¿Qué es ser argentino hoy? ¿Hay un debate sobre LA NACIONalidad, como lo hubo entonces?
-Creo que los debates de hoy más bien se remiten a preguntarse por qué a la Argentina le fue tan mal, en relación con las esperanzas que se habían depositado en ella. La mayoría de los libros de ensayo publicados desde 1980 en adelante aluden a esa experiencia de frustración e intentan desentrañar sus causas. Muchos, a partir de sus mismos títulos, hacen referencia a una especie de irrealidad constitutiva: un país impostado que nunca forjó verdaderamente una identidad política original y sólida. A fines de 2001 y comienzos de 2002, todos sentíamos la inminencia de una posible disolución de la Argentina como país. Ahora vivimos una tregua. Pero en la medida en que la brecha social se ahonde, en vez de cerrarse, si las instituciones se perciben como débiles y el sistema político no se sanea, esa inminencia de desastre puede repetirse. Como la tensión extrema a la que fuimos sometidos se aflojó y los índices macroeconómicos mejoraron mucho, puede caber la ilusión de que la sociedad se estabilizó, por fin, en una etapa de consenso y paz. Temo que no sea así. Un partido único, sin una oposición responsable que pueda alternar con él, porque está atomizada, no es consenso.
-¿Qué escritores argentinos son ineludibles a la hora de armar un rompecabezas de nuestra realidad, de nuestras virtudes, defectos, carencias?
-Muchas memorables ficciones argentinas terminan hablando siempre, en forma más directa o más indirecta, de nuestro derrotero como nación, mostrando los mejores y los peores aspectos de la vida nacional. Podríamos mencionar obras como «Una excursión a los indios ranqueles», de Lucio V. Mansilla; «Sin rumbo» y «En la sangre», de Eugenio Cambaceres; «La bolsa», de Julián Martel; «Stella», de Emma de la Barra; «Hombres en soledad», de Manuel Gálvez; «Los siete locos», de Roberto Arlt; «Adán Buenosayres», de Leopoldo Marechal; «Sobre héroes y tumbas», de Ernesto Sabato; «Los burgueses», de Silvina Bullrich; «Misteriosa Buenos Aires», de Mujica Lainez; «Fin de fiesta», de Beatriz Guido; «Operación Masacre», de Rodolfo Walsh, cuentos de «El Aleph» y «Ficciones», de Borges; novelas de Pedro Orgambide, como «El arrabal del mundo» y «La astucia de la razón» y «La crítica de las armas», de José Pablo Feinmann, para mencionar sólo algunos. La ficción histórica de la última década del 80 también ha aportado lo suyo, así como la literatura centrada en los procesos inmigratorios o la historia familiar: Bernardo Verbitsky, Alicia Steimberg, Ana María Shúa, Mempo Giardinelli, Antonio Dal Masetto y otros. Los pocos títulos -tan dispares- a los que me he referido no los menciono porque necesariamente comparta su visión de la Argentina, ni en calidad de canon estético, sino porque me parecen representativos, pero desde ya que no son los únicos.
-¿Y en no ficción?
-Tenemos el ensayo, sobre todo el llamado «ensayo de interpretación nacional», a partir de la década del 30, con textos como «Historia de una pasión argentina», de Eduardo Mallea; «Radiografía de la pampa», de Ezequiel Martínez Estrada, y luego «El pecado original de América», de Héctor Murena; «América profunda», de Rodolfo Kusch; «El medio pelo de la sociedad argentina» y «Manual de zonceras argentinas», de Arturo Jauretche, y «Teorías de la ciudad argentina», de Bernardo Canal Feijóo, entre tantos otros. Aparte, habría que mencionar los muchos y buenos libros de memorias, desde el poco frecuentado «Antes del 900», de Adolfo Bioy (padre) hasta los tres excelentes libros autobiográficos de María Rosa Oliver y «Cuadernos de la sombra», de Ernesto Schoo.
-¿Por qué nos costó tanto darnos cuenta de que la Argentina es parte de América latina?
-No sé si realmente nos hemos dado cuenta de que la Argentina es parte de América latina. Todavía hoy, me parece, muchas personas miran a los inmigrantes peruanos y bolivianos, nuestros vecinos, como extranjeros indeseables, y con profundos reparos a los muchos compatriotas de piel más oscura. La Argentina, con su altísimo componente inmigratorio, frente al más obvio predominio indígena de otros países latinoamericanos, prefirió olvidarse de los pueblos originarios que también estaban en sus raíces, y privilegiar en la construcción de su imaginario a esta ascendencia europea que, presuntamente, iba a garantizarle un mejor nivel de vida y de cultura y una estabilidad institucional superior.
-Lo que no resultó tan así
-Tal convicción pronto demostró sus bases precarias, así como la falsedad de nuestro blanqueamiento a toda costa. Por más que muchos argentinos seamos hijos y nietos de inmigrantes, estamos ya en otra situación cultural y geopolítica. Nuestra perspectiva es diferente -y está bien que sea así- de la perspectiva europea. Sin necesidad de rechazar el legado de Europa, ya tenemos una cultura propia, argentina y latinoamericana.
-¿Cómo explica usted la frustración de esa inmensa promesa que parecía ser la Argentina?
-Se ha esgrimido todo tipo de explicaciones. Lo cierto es que en la década del 20 del siglo pasado nuestro país competía casi cabeza a cabeza con los Estados Unidos, y hoy estamos donde estamos. Por mi parte, no me quita el sueño el deseo de ser la ciudadana de un «país potencia». Pero sí sé que desearía vivir en una nación capaz de brindar a todos sus habitantes bienestar básico y dignidad, el respeto de sus derechos y la garantía de que puedan cumplir con sus deberes. La Argentina tiene todos los recursos como para hacerlo. Me parece que la tendencia al pensamiento dicotómico, en blanco y negro, que arrastramos desde los orígenes, la oscilación pendular, las demonizaciones fáciles, las simplificaciones en la comprensión de nuestro pasado y de nuestro presente, la trágica incapacidad de convivencia y de consenso, siguen frenando nuestras posibilidades de desarrollo. Nos hemos manejado siempre más por la lógica de la exclusión que de la verdadera integración, más allá de todas las proclamas retóricas en sentido contrario.
Carmen María Ramos
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 15 de julio de 2006.