Por Juan Gabriel Riboldi.- Estas fueron las palabras pronunciadas por el Dr. Bernardo Houssay, premio Nobel de Medicina, fundador y primer presidente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), en 1954. Adquieren una sorprendente relevancia en la actualidad.
Después de casi 70 años, las declaraciones de un candidato presidencial tras las recientes elecciones PASO del 13 de agosto reavivan su significado. Este candidato, habiendo transcurrido unos pocos días de las elecciones, amenazó con cerrar el CONICET, aduciendo que los científicos argentinos “no han producido nada”. Ante semejante declaración, cabe preguntarse: ¿Qué hacen los científicos del CONICET?
Más allá de la controversia que se ha generado, es una pregunta muy sencilla de responder: los científicos del CONICET mejoran la calidad de vida de todos los argentinos, pero, ¿cómo lo hacen? Lo hacen desarrollando vacunas, fármacos, fabricando satélites, a través del desarrollo de nuevas terapias (nuestro país contará con el único Centro de Protonterapia de Latinoamérica), desarrollando cultivos resistentes a las sequías y la lista podría seguir.
Para brindar un ejemplo concreto de como los científicos contribuyen al desarrollo y al bienestar social, referiré al caso del Dr. Cesar Milstein, premio Nobel de Medicina en 1984. Milstein fue un químico argentino, formado en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, quien descubrió los anticuerpos monoclonales, moléculas producidas en laboratorio, diseñadas para servir como anticuerpos sustitutos que pueden restablecer, mejorar, modificar o imitar el ataque del sistema inmunitario a las células no deseadas, como las células cancerosas. Esto significó indudablemente un hallazgo revolucionario, con diversas aplicaciones en inmunología, oncología, biotecnología y la industria.
Pero más allá de que Milstein podría haber patentado su descubrimiento y haber ganado millones de dólares, sostuvo que su trabajo intelectual era propiedad de la humanidad, y así lo legó a posteriores generaciones, en una actitud absolutamente altruista y heroica.
En sus palabras: “la ciencia solo va a completar sus promesas cuando los beneficios sean compartidos equitativamente por los verdaderos pobres del mundo”. Si aún quedan dudas, nos preguntamos: ¿qué logró Milstein a partir de sus descubrimientos? Logró salvar millones de vidas. De esta forma, es posible desbaratar muy fácilmente el argumento falaz del candidato. Pero, ¿cuál es el detalle de esta historia? Que Milstein desarrolló sus investigaciones en Cambridge, Inglaterra, tras un intento fallido de radicarse en nuestro país, donde el ambiente político, caracterizado por un gobierno de facto que desconoció el valor de la ciencia y la tecnología, lo obligó a exiliarse. Las similitudes con el contexto actual son sorprendentes: ¿qué hubiera pasado si Milstein hubiera dispuesto de los recursos necesarios para llevar a cabo sus investigaciones en nuestro país?, ¿estamos dispuestos a que la historia vuelva a repetirse?
Lo que resulta igualmente sorprendente es que, habiendo transcurrido tan poco tiempo desde el retorno a la “normalidad”, posterior a la pandemia por COVID-19, uno pensaría que el valor de la ciencia para el conjunto de la humanidad sería incuestionable, pero no. Hoy nos encontramos frente a personajes que, valiéndose del hartazgo que ha generado la situación política y económica que está atravesando nuestro país, producto de la acefalía en términos de conducción política (sin importar quién esté al frente del Gobierno) han logrado dirigir ese odio generalizado del conjunto social hacia hombres y mujeres que dedicaron (y seguirán dedicando) su vida a mejorar la de los demás. Esto constituye, sin lugar a dudas, un ataque no solo infundado, sino absolutamente cobarde.
En tiempos donde tanto se habla de “productividad”, tener la intención de atentar contra el organismo encargado del desarrollo científico y tecnológico de nuestro país suena, cuanto menos, incoherente, por no decir ignorante. Nuevamente, resulta necesario referir a las lúcidas palabras del Dr. Houssay, quien nos advertía que los países más desarrollados así lo son porque han invertido ininterrumpidamente en ciencia y tecnología, mientras que en los países pobres o “en vías de desarrollo” es muy común que exista una desmedida preocupación por las aplicaciones inmediatas de la ciencia, por lo que se suele alardear del criterio práctico y demandar que se realicen investigaciones de aplicación inmediata para la sociedad. Esto desconoce un punto fundamental: es la ciencia pura, básica, la que funciona como una fuente que alimenta incesantemente a las técnicas aplicadas.
Basándonos en todo lo mencionado anteriormente, me permito plantear nuevamente los siguientes interrogantes: ¿cómo se puede esperar o pretender que un país se desarrolle sin inversión continuada en ciencia y tecnología?, ¿cómo esperamos construir sociedades más justas si creemos que podemos prescindir de la ciencia y la tecnología, pilares del desarrollo soberano y la equidad social? Quizás estas preguntas funcionen como guías imprescindibles, en un contexto donde la ciencia ha demostrado su valía en innumerables ocasiones. Cuestionar su relevancia es no solo injusto, sino también una negación de la realidad misma.
El autor es licenciado en Psicología (UCES Rafaela), becario doctoral CONICET (Ciencias Médicas) Laboratorio de Memoria, Instituto de Biología Celular y Neurociencias “Profesor Eduardo de Robertis”, Facultad de Medicina de la UBA.