La búsqueda del sentido de la vida

Para las personas de fe la oración es el camino para comprender quiénes somos y hacia dónde debemos dirigirnos.

Por Guillermo Marcó.- En una reciente charla personal que tuve la gracia de Dios de tener con el Papa Francisco en la residencia de Santa Marta le pregunté sobre su propia experiencia en la práctica de la oración. Ante todo, me dijo que “se aprende a rezar dedicándole tiempo al silencio”. Y después, que ora “antes de que arranque el día” -como lo hacía en Buenos Aires- porque “después te agarra la picadora de carne”.

A la mayoría de nosotros nos suele pasar lo que dice Francisco. Vivimos corriendo, se nos escurre el tiempo minuto a minuto, hora tras hora y día tras día hasta llegar a fin de año y repetirnos la clásica frase: “como se nos fue el año”. Y no solo el año, sino que se nos va la vida, a veces sin tiempo si quiera para preguntarnos cómo la estamos viviendo. Si en el transcurso de la vida estamos siendo Señores de nuestra existencia, o ella nos va empujando.

Sería bueno detenernos unos minutos y revisar nuestra espiritualidad. Seguramente diremos que no tenemos tiempo, sin darnos cuenta que la espiritualidad es lo que puede hacer que vivamos mejor y más intensamente todas las cosas de la vida. Es que ese breve lapso de tiempo dedicado a viajar al interior de nosotros mismos posibilita reencontrarnos con lo que somos y no con lo que hacemos.

Por eso, un primer punto para repensar nuestra espiritualidad es que tiene que estar basada en el “ser” y no en el “hacer”. Los griegos de la Edad de Oro de la filosofía consideraban la principal ocupación de la vida de un hombre el “ocio”, el tiempo que le restaban era el “negocio”. Hoy consideramos prioritario el negocio, mientras que el ocio no es un tiempo libre para pensar, sino para llenarlo de actividades.

La distancia más grande que debe recorrer un ser humano mide apenas 30 centímetros: va de la cabeza al corazón. Nuestros malestares provienen muchas veces de la falta de coordinación entre esos dos instrumentos del alma. La meditación ordena nuestras ideas y nos ayuda a percibir cuáles son nuestros sentimientos. La oración surge de la humildad de la condición humana. Sé que solo no puedo y, en ese silencio me encuentro con el Otro con mayúscula.

De pronto, el corazón se vuelve un santuario en el desierto. La zarza interior comienza a arder y escucho la voz de Dios que me pide: “Quítate las sandalias, porque estas pisando un lugar sagrado”. Y que me dice en lo más profundo de mi ser quién soy y qué debo hacer. La misión surge de un encuentro con Dios. Es comprender para qué fui hecho y hacia donde debo direccionar mis esfuerzos.

Para los cristianos la plenitud de ese encuentro se da en el Espíritu Santo, presencia de Dios en el corazón del hombre, descanso en el trabajo, alegría en nuestro llanto y fuerza para emprender cualquier misión. En la espera de un nuevo Pentecostés, el amor de Dios en el Espíritu es quien nos ayuda a unificar nuestras lenguas para hablar un nuevo idioma, el del amor que todo lo cree y todo lo transforma.

La auténtica espiritualidad no es evasiva de nuestros compromisos y trabajos, sino que nos posibilita realizarlos con una renovación de sentido que transforme la rutina en aventura y la soledad de la existencia en un mano a mano con Dios en la vida cotidiana.

Como dice un himno de la Liturgia de las Horas: “quien diga que Dios ha muerto, que salga a la luz y vea, si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue despierto. Ya no es su sitio el desierto, ni en la montaña se esconde; decid si preguntan dónde es que Dios está –sin mortaja- en donde un hombre trabaja y un corazón le responde”.

Fuente: https://www.clarin.com/ El autor es sacerdote, fue vocero de la Conferencia Episcopal Argentina.

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