Por Astrid Pikielny.- Infinito, heterogéno, caleidoscópico. Así describe Jorge Ossona al conurbano bonaerense, el vasto territorio que concentra los mayores índices de pobreza y desigualdad y, también, la mayor cantidad de electores de la provincia de Buenos Aires y el país. «La madre de todas las batallas», dirán los políticos a la hora de pensar estrategias electorales. Para el historiador y vecino de Lomas de Zamora es, sin embargo, la geografía que recorre y analiza como un etnógrafo desde hace años.
Sobre esos territorios, dice, recaen mitos y prejuicios que distorsionan las miradas y la formulación de eficaces políticas públicas. «Hay dos prejuicios, básicamente. Por un lado, la idea del pobre vago, delincuente y violento. El pibe chorro. Por el otro, la idealización de la pobreza según la cual los pobres son naturalmente buenos, abnegados, solidarios y viven una forma de vida superior a la nuestra. Esa es una estribación de catolicismo, muy en boga a partir del Papa Francisco. Y ese es un gran problema». Por eso, explica Ossona, es necesario establecer puentes, «combatir la pobreza en lugar de administrarla», y trabajar en la integración. «La inclusión es una renuncia a la integración y tiene que ver con, por ejemplo, la reivindicación del Día de los Valores Villeros como una ética superior. Esa es una gran trampa conceptual porque en el momento en que alguien reivindica los valores de la marginalidad, está renunciando de antemano a resolverla».
En este contexto, Ossona analiza el resurgimiento de las devociones y cultos; específicamente, «el camino de prosperidad» que ofrece la avanzada neopentecostal, a diferencia del catolicismo, al que define como una «religión del consuelo».
Docente e investigador en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, Jorge Ossona es autor de Punteros, malandras y porongas y coautor de Conurbano Infinito (Siglo XXI Editores).
¿Cambió algo en el Conurbano con Cambiemos?
En estos tres años hay cosas que, por suerte, no cambiaron. Los mecanismos de contención social continúan y los centros de abastecimiento de alimentos lucen holgados. Hay organizaciones como los evangélicos, Cáritas, incluso centros vecinales, cooperativas y comedores comunitarios, que están muy abastecidos y eso evita situaciones de penuria alimentaria extrema. Hasta se podría decir que no hay hambre en el Gran Buenos Aires. En parte, porque permanece el aparato asistencialista montado durante el kirchnerismo, que no resuelve el problema de la pobreza pero la contiene. ¿Qué cambió? En algunos lugares se han hecho obras de infraestructura que sirven a muchos vecinos: luz, asfalto y cloacas donde antes no había.
¿Esas obras amplían el horizonte de futuro?
No alcanza, pero son indispensables porque uno de los elementos mediante los cuales se contabiliza la pobreza es el nivel habitacional. Hay algo muy habitual en los inmigrantes paraguayos y bolivianos: tienen casas de hasta dos pisos, confort. Pero viven sobre calles de tierra, en barrios dominados por bandas que eclipsan a las dirigencias tradicionales. ¿Ese vecino es o no es pobre? En términos de necesidades básicas no lo es; pero el hecho de vivir sin cloacas, con cortes de luz permanentes y en el marco de una inseguridad absoluta los torna carecientes. La cloaca evita las enfermedades crónicas de los chicos. A veces uno ve que se asfalta, pero no se hacen cloacas. ¿Por qué? Porque el asfalto permite sacarse fotos en la campaña electoral. Después hay que romper el asfalto para hacer cloacas. Sin contar con que a veces las cloacas se rompen por imprevisión o por yuxtaposición de otras obras.
Uno supone que hay un negocio político y económico.
Sí, es muy probable. Pero además hay mucha improvisación, producto de la inconexión de las políticas públicas. En la Argentina faltan funcionarios atentos y coordinados. No todo es negociado: también hay mala praxis. Y ese gran negocio de la administración de la pobreza que nació en los años 90 y que fueron las cooperativas creadas durante el «kirchnerismo tardío», a partir de 2009: Argentina Trabaja, Ellas Hacen, etcétera. Ahora las están coordinando en Hacer Futuro.
¿Qué ve ahí?
Una cooperativa tiene entre 30 y 40 personas, trabajan 10 y esos 10 cobran el subsidio ofrecido por el Estado; el resto percibe la mitad o una tercera parte por los diversos aportes informales a la organización. El cooperativismo, para no ser una excusa política, debe suponer la iniciativa autónoma de la gente. Desgraciadamente, lo que fue un buen diseño de expertos capaces fue groseramente distorsionado por la política facciosa y corrupta. Esto no quiere decir que no hubo iniciativas valiosas. Conozco personas que intentaron hacer cooperativas genuinas, pero fueron estafadas. Las cooperativas hechas desde el poder son lo más parecido a una forma actualizada de unidades básicas. Otra dimensión de la administración de la pobreza es la tercerización.
¿A qué se refiere?
A que muchos de los que denuncian al neoliberalismo han sido beneficiarios de la cuasi privatización de su gestión y se han convertido en prósperos capitalistas. El desafío es convertir estas cooperativas en emprendimientos virtuosos y no en estructuras políticas clientelares que reafirman la pobreza por otra razón cultural más grave: desmoralizan a la gente porque le prometen promoción social y ni siquiera realizan aquello para lo que fueron constituidas. Los beneficiarios terminan cortando el pasto para la municipalidad, juntando ramas, pintando postes o cordones de calle, cuando su cometido exclusivo eran las obras públicas de incidencia social.
¿Qué marcas deja vivir en condiciones indignas tanto tiempo?
El peligro es el encierro. Hay que establecer puentes, como hizo Colombia. Hay un sector asociable a la indigencia cerrado sobre sí mismo, que convierte al barrio y a determinadas instituciones en su pequeña patria; definen una suerte de idea de superioridad y no solo respecto de los «gatos» que estamos afuera, sino también respecto de otros barrios. De ahí las guerras que a veces se conjugan con el narcotráfico. Es la ética «del feo, malo y sucio», la idea de ser alguien a partir de todo lo malo que se me atribuye. Ser un «maldito». Es un problema para los vecinos de los barrios, porque la mayor parte de la gente y los chicos de extracción humilde va a la escuela y trabaja, o busca trabajo y tiene horizontes. Uno de los significados de la pobreza es querer progresar, pero no poder hacerlo. No es fortuito, porque este no es un país originalmente pobre sino empobrecido; la memoria del ascenso sigue vigente.
Como investigador de las nuevas religiosidades, ¿qué características observa en los sectores populares?
Hay cambios en materia de religiosidad que están extendidos en toda la sociedad y cada sector social tiene su especificidad. Hay una resurrección de las religiones en distintos continentes; en América latina en particular, una de sus expresiones es aquello que algunos denominan «la Revolución Pentecostal», un fenómeno que avanza a pasos agigantados aunque conjuntamente con otras devociones.
¿Y qué ofrece?
El neopentecostalismo se funda en la denominada Teología de la Prosperidad. El mensaje es: «vos podés salir de la miseria». Para eso hay que encomendarse a una serie de prácticas y rituales, algunos con cierto tufillo espiritista o animista, conjugado en algunos casos con técnicas de hipnosis. Tu elección por Jesús y el Espíritu Santo supone que cambies tu moral, que pares de sufrir y lamentarte, te dispongas a cualquier trabajo digno como los que ofrece la bolsa comunitaria y te conviertas en un emprendedor. Eso se ve mucho en las comunidades inmigrantes bolivianos, paraguayos, peruanos y colombianos. También es necesario mostrar los frutos del esfuerzo modificando tu aspecto y el de tu vivienda, y contribuyendo al embellecimiento del templo, porque la prosperidad de tu éxito debe plasmarse en el de la colectividad de tu fe. Esto tiene bastante que ver con la ética calvinista, aunque acá no hay predestinación, hay voluntad. Es una variante del neopentecostalismo que surge aproximadamente en los años 80.
¿Qué características tiene?
Está muy especializado en técnicas de marketing, en relatos espectaculares. Está enfocado en hacerte sentir alguien a partir de que Dios te ha elegido. Al mismo tiempo, te identifican con un relato bíblico y convierten tu historia en algo bastante parecido a un personaje heroico, de ficción. Vos no sos solamente un fiel: das testimonio en las reuniones comunitarias de cómo estás cambiando, demostrás tu conversión. Eso te da participación y protagonismo, al punto de que en determinado momento podés performar la identidad de la divinidad a la que seguís. Esto se ve en los nombres de tantos chicos de los sectores populares: Jonathan, Aarón, Moisés, Sara; nombres que expresan la huella pentecostal, en especial de esta versión nueva, carismática, antiintelectual y partidaria de la prosperidad como testimonio de la divinidad. El neopentecostalismo no exige conocer liturgias. ¿Es más horizontal o democrático? A diferencia de los pentecostales o de los evangélicos tradicionales, no pone tanto énfasis en el texto evangélico, sino en la experiencia milagrosa del bautismo en el Espíritu Santo; pero la fraternidad tampoco es del todo horizontal o democrática: hay un jefe, un pastor, que es lo más parecido a un caudillo exitoso en el que los fieles se reflejan como ejemplo. La oferta es muy vasta y hay neopentecostalismos para distintos gustos: para jóvenes, para resilientes del alcohol, las drogas y el delito, para inmigrantes, para mujeres. No existe una iglesia unificada: los hay eventualmente aglutinados en torno de grandes organizaciones internacionales, pero también hay templos barriales autónomos y cuentapropistas. Su acción misional no pasa, como antes, por ponerse en una estación o una plaza a invocar que la gente alabe a Dios. Ahora van adonde hay problemas; por ejemplo, a las plazas donde hay chicos drogándose, para rescatarlos. Y lo hacen pares que han salido de eso. Es una tarea de contención impresionante; una evangelización mucho más casuística y silenciosa, pero también mucho más eficaz en resolver problemas concretos.
A diferencia del neopentecostalismo, el catolicismo parecería decir cómo ser feliz en la pobreza, más que ofrecer un camino de salida. ¿Es así?
El catolicismo es más una religión de consuelo. Está claro que hay diversas formas de catolicidad y que muchos católicos están en contra de esta variante «pobrista» que se reforzó a partir del papado de Francisco y de su identificación con la Teología del Pueblo, una estribación local de la Teología de la Liberación. Parte de la idea de que el mundo es injusto porque es capitalista, los pobres son sus víctimas y sufren los efectos de la globalización. Su condición de humildes los convierte en el polo positivo de la sociedad, depositarios de una moral superior respecto de aquellos genéricamente etiquetados como «los ricos». Es una variante en ciernes que compite en desventaja con los neopentecostales y otros cultos que rechazan el sufrimiento y el consuelo como vías de expiación.
¿Cuál es la diferencia con la acción pastoral católica?
La movilización política de la gente. No solo a instancias de la nueva generación de «curas villeros», sino también de organizaciones sociales como el Movimiento Evita o la CTEP, que demandan más «salarios sociales complementarios» -los mal llamados «planes»- para organizar cooperativas.
¿Qué vínculo ve entre pobreza y nuevas religiosidades?
El empobrecimiento generó la necesidad de organizarse colectivamente de una manera eficiente para garantizar una subsistencia que no es solo material. Y la religión puede ofrecer un dispositivo valioso. No son expresiones de desesperados que encuentran allí un consuelo. Ésa es la interpretación pobrista. Las distintas religiosidades son manifestaciones genuinas de gente que tiene ganas de vivir. Son la variante socialmente específica de un mundo donde la religión está de regreso como dispositivo para sobrevivir a cambios de horizontes indefinidos. Cuando la organización familiar o barrial falla, cuando las redes se descomponen y aparece el fantasma de la marginalidad, estas comunidades de sustitución previenen y enfrentan al delito y el narco con sus expresiones de culto. ¿Alcanzan? No, pero contribuyen bastante a detener la descomposición de tejidos sociales muy volátiles.
Fuente: suplemento Ideas, diario La Nación, 27 de enero de 2019.