Anoche se celebró el Jueves Santo con tres ejes centrales: la institución de la eucaristía y el sacerdocio, y el mandamiento del amor con el lavatorio de los pies, iniciando el triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, en el marco de la Semana Santa, que se iniciara el Domingo de Ramos.
En la Catedral San Rafael la ceremonia fue presidida por el sacerdote Ariel Botto (vicario parroquial) ante un buen marco de feligreses. Hoy continuará a las 17:00 horas con la celebración de la pasión del Señor y a las 20:00 el tradicional vía crucis alrededor de la plaza 25 de Mayo. A continuación se transcribe la homilía de Botto:
“Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución perpetua” son las palabras que ponen fin a la primera lectura de la misa de hoy (por anoche), dejando en evidencia que, ante todo, el pueblo de Dios vive de la memoria. La semana santa es un tiempo de celebración, de hacer memoria, de revivir en nosotros la historia de la salvación. Y hoy, Jueves Santo la Iglesia se sirve fundamentalmente de gestos y palabras. Nos ha presentado hoy tres lecturas que recogen tres gestos, tres símbolos, tres señales claras de la acción de Dios: la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, la institución de la eucaristía y el lavatorio de los pies.
La fiesta del Jueves Santo está sembrada sobre una gran tradición anterior; sin ella, lo que vemos hoy, no sería comprensible, no tendría una explicación completa. Nosotros hoy estamos como subidos sobre los hombros de una gran fiesta judía: la fiesta de la liberación del pueblo esclavo en Egipto; fiesta de salida, de éxodo, fiesta de Pascua. Un cordero compartido como señal de alianza, una cena que protege del exterminio, una fiesta que señala el camino de la tierra prometida, una mesa que hace hermanos para la libertad.
Esta fiesta de la Pascua judía es la que celebraron Jesús y sus discípulos aquella noche del primer Jueves Santo de la historia; noche en que la luna llena, como hoy (por anoche), alumbraba la noche fría de Jerusalén y acompañaba la oración de todo el pueblo. Hoy, miles de años después de aquella Pascua Judía nosotros también queremos celebrar la memoria del paso salvador del Señor. Paso que se hizo de noche de pascua en el Antiguo Testamento, noche de muerte de primogénitos, de dinteles de puertas marcadas con sangre y de un Dios que le devuelve a su pueblo la esperanza de la libertad.
Paso de Dios fue también la noche de aquella cena pascual de Jesús con sus discípulos. Noche de testamentos y entrega, de gestos desconcertantes y revolucionarios. No solo encontramos en esta noche el testimonio de Pablo sobre lo que Jesús hizo la noche en que iba a ser entregado, dejarnos su cuerpo y su sangre en las sencillas formas del pan y del vino, sino también somos testigos de un Señor lavando los pies a sus discípulos, Dios lavando los pies de la humanidad. Gesto, que un año más, viene a derrotar nuestras inteligencias y conmover nuestros corazones. ¿Qué inteligencia puede quedar de pie frente a un Dios refregando los pies de los hombres? ¿Qué corazón puede permanecer indiferente ante tan inmenso gesto de un Señor y Maestro que se presenta como un pobre servidor?
En esta cena, en la cual ocupa el puesto de jefe de la familia, quiere Jesús ser para sus amigos más benigno que un padre y más un humilde que un esclavo. Es Rey y descenderá al oficio de los esclavos; es Maestro y se pondrá por debajo de los discípulos; es Hijo de Dios y aceptará el papel del más despreciado entre los hombres; es el primero y se arrodillará ante los inferiores como si fuera el último. Solamente una madre o un esclavo habrían podido hacer lo que hizo Jesús aquella noche. La madre a sus hijos pequeños y a nadie más, el esclavo a sus patrones y a nadie más. La madre, contenta por amor; el esclavo, resignado por obediencia.
Y sin embargo, Él está contento con lavar y enjuagar esos pies callosos y agrietados por el camino, con tal de esculpir en sus corazones, quizá aún un poco reacios, inflados todavía de orgullo, la verdad que su boca tantas veces había repetido: “Quien se eleva será humillado, quien se humilla será elevado”.
Algo gira en el mundo en este lavatorio. Este Dios arrojado a los pies de los hombres es un Dios que no conocían. Este Dios que, como hermosamente alguien escribió, “lo que lava no son los pies hermosos de Adán y Eva por el paraíso, sino los pies de la historia, las extremidades del animal caído que camina pecando por el polvo, que peca de los pies a la cabeza. Este Eterno que se ha puesto de rodillas y tiene manos de madre para los pies de Judas, es realmente mucho más de lo que nunca pudimos imaginarnos. Es Jesús revolucionando la historia”.
Hoy, nosotros queremos recordar esto: solo somos plenos cuando nos damos, cuando “nos arrodillamos” en el servicio frente al otro, amando hasta el extremo, amando con ternura hasta el más pequeño de los detalles. Es la gran enseñanza de esta noche. Jesús nos la dejó arrodillado frente a los hombres, la escribió desde las alturas de los pies humanos, desde donde todo se ve distinto. La escribió lavando aquellos pies con sus manos y en ellos quiso lavar todos los pies, los pies de un mundo cansado, pies que recorren caminos, que andan senderos encontrando su destino y también aquellos que aún no logran acertarlo.
Hoy Jesús sigue lavando nuestros pies para que aprendamos que el verdadero poder es el servicio, que mientras tantos a lo largo de la historia se siguen, o seguimos lavándonos las manos, desentendiéndonos de los demás, la clave de la vida cristiana está ahí. Por eso hoy su enseñanza sigue abriéndose paso en el corazón de nuestra historia para hacerse realidad. Hoy, con nosotros, Jesús vuelve a buscar una palangana, una jarra y una toalla para arrodillarse frente a nuestra humanidad y seguir lavando sus pies. Tiene que haber agua para todos: para los cansados y polvorientos, para los gastados, deshechos y heridos por el largo caminar; para los llagados por el calor y los agrietados por el frío; para los golpeados por las piedras y los arañados por las espinas; para los que traen la paz, los que no se detienen, los que no pisotean al pequeño; para los pies destrozados de tantos desplazados, los inmóviles en las cárceles, los amputados por la violencia de la guerra; para los errantes y los que tuvieron que dejar su tierra, los desorientados que deambulan por nuestras calles sin saber adónde ir; para los solitarios que no encuentran quien quiera caminar a su lado, los angustiados y desesperados que arrastran la desilusión de haber pasado otro día sin conseguir lo que están buscando.
Por su presencia en medio nuestro “hasta el fin de los días” en la eucaristía, su historia no es una historia acabada, su presencia es sacramento, pan para el caminante, presencia viva en medio de la historia, cercanía de un Dios que no contempla indiferente la suerte del género humano: sus afanes, sus luchas y angustias; sino un Dios que ha querido quedarse en la sencillez del pan y el vino, su cuerpo y sangre, pan de vida y esperanza para el mundo.
Como aquel primer Jueves Santo de la historia es el momento ahora de hacer callar nuestras palabras para sean los gestos los que nos sigan hablando.