Por Azby Brown.- Japón comenzó a verter al océano Pacífico lo que será más de un millón de toneladas de agua radiactiva tratada, que hasta ahora permanecía almacenada en la central nuclear Fukushima Daiichi.
Se prevé que se tardará varias décadas en verter toda el agua de la central, arrasada en 2011 por un tsunami provocado por el fuerte terremoto de Tohoku. Tanto la Tokyo Electric Power Company (Tepco), que gestiona dichas instalaciones, como el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) dicen que la radiación que se liberará tendrá unas concentraciones tan bajas que su impacto radiológico sobre las personas y el medioambiente será insignificante.
Podría resultar ser así, si todo va según los planes de Tepco, de forma constante y sin grandes percances, durante al menos los próximos 30 años. Solo el tiempo lo dirá. Pero aquí las preguntas más importantes quizá no sean las técnicas, las científicas o las radiológicas, sino el ejemplo que se da con ello.
El gobierno japonés y Tepco tomaron la decisión de verter el agua tras un proceso que no ha sido ni del todo transparente ni ha contado con una adecuada participación de partes interesadas importantes, tanto de Japón como del extranjero. Esto siembra la semilla de lo que podrían ser décadas de desconfianza y discordia.
Pero lo que tal vez es más preocupante es que Japón esté sentando un precedente para otros gobiernos que podrían ser aún menos transparentes. Esto es peligroso, en especial en Asia, donde ya hay más de 140 reactores nucleares en funcionamiento y, debido al crecimiento en China e India, se están construyendo varias decenas más, o se encuentran en fase de planificación o de propuesta. Si Japón, una fuerza cultural y económica respetada en todo el mundo, puede desechar agua radiactiva sin afrontar ninguna consecuencia por ello, ¿qué detendrá a otros países?
Nadie niega que Japón y Tepco estén en una situación complicada respecto a qué hacer con los daños colaterales del peor accidente nuclear desde el de Chernóbil en 1986. Los restos del combustible nuclear fundido que están dentro de los reactores dañados se están enfriando mediante agua bombeada, que entra en contacto con un cóctel tóxico de sustancias radiactivas llamadas radioisótopos. A esto se le añaden alrededor de 100 toneladas de agua subterránea y pluviales que se filtran a diario a los edificios del reactor y que también se contaminan. Toda el agua es enviada a través de un potente sistema de filtración para eliminar gran parte de la radiactividad, y es almacenada in situ en más de 1000 tanques de acero gigantes. Sin embargo, la cantidad de agua no deja de aumentar, y Tepco ha advertido reiteradas veces de que se está quedando sin espacio de almacenamiento en Fukushima.
Llevo investigando o escribiendo sobre Fukushima y las comunidades afectadas desde que se produjo la catástrofe, y he seguido con mucha atención la respuesta oficial. Ya en 2013, el OIEA empezó a aconsejar a Tepco que considerara la posibilidad de desechar el agua en el mar. El gobierno también estudió otras opciones, como liberar el agua a la atmósfera en estado gaseoso o inyectarla a una gran profundidad bajo tierra. Pero numerosos expertos y organizaciones defensoras del medioambiente se han quejado de la constante falta de consideración de puntos de vista del público y de que no se han evaluado en serio algunas alternativas viables, como el almacenaje a largo plazo en tanques más robustos. A pesar de la oposición de muchos ciudadanos japoneses, el gremio pesquero y de países vecinos como Corea del Sur y China, el gobierno anunció en abril de 2021 que había decidido verter el agua en el mar.
Se celebraron audiencias públicas, a algunas de las cuales asistí, antes y después de la decisión final, pero parecían consistir más en vender la opción del vertido en el mar que en darle la palabra a la ciudadanía. No fue sino meses después de que se hubiese anunciado la decisión cuando por fin se hizo público un informe, realizado por Tepco, de evaluación del impacto radiológico sobre el medioambiente. Cuando Tepco le pidió al público que se pronunciara sobre el estudio, algunos expertos señalaron varias lagunas de información inquietantes, como la relación completa de qué elementos radiactivos permanecían en los tanques. No hay indicios de que se hayan dado pasos serios para abordar algunos de estos problemas.
Cuando se cuenta con la población local, con las organizaciones de la sociedad civil, con los expertos técnicos y -cuando sea necesario- con los países vecinos en la toma de decisiones, se pueden lograr resultados notables. A la hora de elegir el emplazamiento de un repositorio a largo plazo para los residuos radiactivos de baja intensidad, los entes reguladores belgas otorgaron en 1998 capacidad de decisión a una amplia muestra representativa de partes interesadas públicas y privadas. Al final, eran dos localidades vecinas las que competían por ser el lugar y, en 2006, se aprobó una propuesta presentada por el municipio de Dessel. Después de años de estudio y aprobaciones medioambientales, se emitió un permiso definitivo este año. En Finlandia y Suecia se han seguido procesos parecidos.
El agua de Fukushima era una oportunidad de oro para Japón, no solo para ponerse a la altura de esos éxitos, sino también para establecer un nuevo modelo mundial para lidiar con las dificultades de desechar los residuos nucleares de forma transparente e inclusiva. En cambio, ha sido básicamente el gobierno el que ha tomado, anunciado y defendido enérgicamente su decisión.
Todo esto podría haber estado bien si no fuera porque Tepco y el gobierno japonés sufren un grave déficit de confianza a propósito de Fukushima. Durante la catástrofe de 2011, insistieron en restar importancia a los riesgos, no revelaron información crucial sobre las amenazas a la seguridad pública e incluso se resistieron a utilizar el término “fusión de núcleo”, a pesar de que era eso lo que ocurría. En las investigaciones independientes llevadas a cabo por una comisión oficial japonesa, el OIEA y otras instancias se atribuye gran parte de la culpa a una supervisión regulatoria deficiente y a la falta de preparación, a pesar del historial de terremotos y tsunamis en Japón.
Pero la desconfianza sigue ahí.
Tepco dijo durante años que su sistema de depuración reduciría 62 radioisótopos a unos niveles seguros o indetectables, y que solo quedarían los restos de tritio, una forma radiactiva del hidrógeno, y otros dos isótopos. Sin embargo, en 2018 se supo que el 70 por ciento de los tanques también contenían unos niveles de otras sustancias radiactivas superiores a los límites legales. Después de que se tomara la decisión del vertido en el mar, el equipo especial asesor del OIEA identificó una serie de problemas en el plan, la mayoría de los cuales fueron resueltos más tarde o se juzgó que no eran motivo suficiente para obligar a una reconsideración.
Algunos países como Corea del Sur, China y varios de las islas del Pacífico han sido especialmente críticos, y Seúl, en concreto, se ha quejado de no haber sido consultada por Tokio. Tras las recientes labores diplomáticas japonesas, Corea del Sur y Micronesia han dejado de oponerse. China, en cambio, ha redoblado sus críticas, y acusa a Japón de tratar el mar como una “alcantarilla privada”. El Foro de las Islas del Pacífico, que representa a 18 países -algunos de los cuales son sumamente conscientes del legado de las pruebas nucleares estadounidenses- mantienen su oposición.
En esta fase, parece improbable que Japón cambie de rumbo. La cultura burocrática y corporativa del país es notoriamente compleja y lenta, y es casi imposible revertir las decisiones importantes como esta.
Pero no es demasiado tarde para mejorar en el ámbito de la confianza pública. Japón ha invitado al OIEA a que ayude a supervisar el vertido, y se agradece. Pero muchos japoneses, acostumbrados a la confusión y la falta de transparencia respecto a Fukushima, ya no confían en las garantías oficiales. Solo un régimen de supervisión independiente, internacional y participativo de verdad -con la estrecha implicación de quienes probablemente serán los más afectados- será suficiente para asegurar que el vertido se hace de forma segura y responsable.
Con eso, se podría transformar un mal precedente en uno admirado en todo el mundo.
Fuente: https://www.nytimes.com/es. El autor (@AzbyB) es escritor, experto en diseño y arquitectura japoneses e investigador principal de la organización de vigilancia medioambiental Safecast. Lleva viviendo en Japón desde 1985 y ha escrito profusamente sobre el impacto de la catástrofe de Fukushima.