Imagino aquellas primeras «500»

Me imagino el silencio del campo... un silencio lleno de particulares sonidos que el viento fresco del sur se ocupa en mezclar y difundir sin ecos.Por Orlando Pérez Manassero

Imagino… el camino recto, ancho y abovedado, el ir y venir de las ¿champion? tiradas por caballos, de los tanques regadores y de algún camión de ruedas macizas bordeando las zanjas saturadas con el agua de lluvias pasadas y de riegos presentes.
Me imagino los paraísos, todavía jóvenes, sin las hojas que les robó el invierno, los alambrados apenas oxidados, la vía férrea brillante por el uso, el campo chato e inmenso y las parvas enormes jorobando al horizonte.
Y me imagino el silencio del campo… un silencio lleno de particulares sonidos que el viento fresco del sur se ocupa en mezclar y difundir sin ecos. Sonidos producidos por teros lejanos, mugir de vacas, relinchos de caballos tirando del arado, chirridos de molinos a viento enmohecidos, estridentes pitadas de una locomotora a vapor o el rugir del motor de un auto de carrera. ¿El rugir de qué?… de un auto de carrera, ¡sí señor! Aquí mismo, en la pampa gringa. Y hasta me imagino el artefacto… un armatoste bajo, largo y pesado; algo que avanza veloz por el alisado callejón dejando tras de sí una leve estela de humo azul y un extraño olor a chapas recalentadas y aceite castor.
Me imagino las cuatro flacas ruedas que le permiten rodar; las delanteras buscando de un lado a otro la mejor huella, las posteriores girando enloquecidas, mordiendo la tierra, arrancándole terrones para hacer avanzar al conjunto según manda su ruidoso motor. Me parece ver a las dos blancas figuras, que son el alma de la máquina, agazapadas ambas en el pequeño asiento, en especial esa, la que aferrada al volante, dirige tan arisco aparato y a puro coraje le imprime la velocidad que es su razón de ser… velocidad necesaria para que se integre definitivamente, en imagen y sonido, al paisaje campesino y a la historia de la pequeña población conocida como Perla del Oeste Santafesino. En fin… me imagino que son las 7 de la mañana del domingo 29 de agosto de 1926 y que se va a correr la primera «500 Millas Argentinas» de Rafaela.
Me imagino apoyado a un paraíso en la prolongación del bulevar Presidente Roca. Frente a mí, un palco de madera pintado de gris soporta a las autoridades de la prueba… a mi izquierda, detenida, una locomotora con sus vagones repletos de aficionados foráneos, alrededor voces y figuras de mucha gente inquieta. Desde aquí se lanzarán los autos que intentarán llegar hasta la bandera a cuadros, que espera 804 kilómetros más allá. Y me parece escuchar ciertos comentarios… hay decepción entre el público por la poca cantidad de inscriptos. Dicen que antes de ser suspendida la prueba en el mes de mayo y nuevamente en junio -ambas por mal tiempo- se contaba con un total de 29 pilotos. Hoy solamente 13 se registraron ante las autoridades del Club Atlético de Rafaela, organizador de la carrera. Imagino el creciente murmullo del público cuando, estirando el cuello y haciendo visera con la mano, miran hacia el fondo de la recta donde, parece, se ha producido un abandono prematuro. Es así… declina aún más el entusiasmo porque, allá lejos, ven detenido a Esteban Balestretti con el piñón roto de su velocísimo Spa, el auto de larguísima cola y motor de avión que había construido Castano. Era considerado Balestretti como el candidato seguro a ganar la prueba.
De todas maneras, me imagino que me integro al tropel de gente que se arrima a la orilla de este camino hecho circuito, emocionado, expectante, porque se oye rugir el motor de quien será el encargado de dar comienzo a la historia de las «500 Millas Argentinas». Es el número 1, un Hudson al mando de César Scarafía, el que parte raudamente en busca de la meta. Pasa un minuto y es un Buick al mando del pequeño gran piloto rafaelino don Armando Romitelli, quien recibe el banderazo inicial entre vivas y algunas gorras lanzadas al aire de los coterráneos presentes. Y los vítores no se acallan, porque lo sigue, al siguiente minuto, otro rafaelino, José Piovano, con un Dodge. Ahora se apresta a partir un piloto chileno, el de los tantos ¿récords?
automovilísticos, Emilio Karstulovick Bonaci, con un pequeño auto italiano marca Ansaldo de cuatro cilindros que luce el número 5 y que la gente mira hasta con lástima. Lo sigue el 6 de Florencio Fernández, un Stutz V.R. Después el 7, otro Hudson al mando del popular «Gordo» Tomás Roatta. Y ya está aquí el 8 de Fernando Bini, un Buick, seguido por Ernesto Hilario Blanco con el número 9 pintado al costado de su REO.
Atrás imagino ver acercarse a Raúl Riganti con su Hudson número 10.
Después del Hudson sale el 11 de Ernesto Zanardi, nada menos que un Alfa Romeo, y luego el 12, un Chrysler piloteado por Jorge Perín. Ya se oye el rugido de la máquina de Scarafía, que viene para cumplir la primera vuelta cuando parte el último piloto, Humberto D’Agostini con un Rugby. Y me imagino la primera ruidosa pasada de los bólidos en plena carrera. Scarafía, Piovano, Romitelli, Fernández, Karstulovick, Roatta, Bini, Blanco, Riganti, Zanardi, Perín y D’Agostini. Ahora es la segunda vuelta y ya falta el Rugby de D’Agostini. El tercer giro y los que no registran su paso son el Stutz de Fernández y el Alfa Romeo de Zanardi. Riganti imprime un tren de carrera endemoniado que le hace batir el récord de vuelta de Zanardi de 130 Km/h alcanzando, en la quinta vuelta, los 139,895 Km/h, mientras abandonan, poco antes de cumplir la sexta vuelta, los rafaelinos Piovano y Romitelli.
Riganti es ahora puntero seguido por Roatta, Blanco, Perín, Bini y más atrás Karstulovick y su pequeño Ansaldo. Abandona Perín y a poco se produce el primer accidente en una 500 Millas. Es Fernando Bini quien se despista con su Buick atropellando al alambrado y terminando contra un poste telefónico. Piloto y acompañante resultan ilesos, reparan la máquina y continúan en carrera hasta que, al detenerse para el aprovisionamiento, se incendia el auto y abandonan.
Y me imagino el desbande de espectadores ante la enervante monotonía de la carrera cuando ya se han cubierto casi cinco horas de competencia y son solamente cuatro los autos distribuidos en los 38 kilómetros que mide el circuito. Es la vuelta 17. El «Gordo» Roatta pone fin a su actuación en medio de una nube de humo que brota de su Hudson. Han pasado unos minutos de la hora 13 y me imagino el cansancio de pilotos, autoridades de la prueba y público… pero allá viene el Hudson número 10 para cumplir la vuelta número 21. Banderazo a cuadros para Raúl Riganti que cruza la raya de cal 6 horas, 20 minutos y 23 segundos después de haber partido, generando para esta primera 500 Millas un promedio de 126,925 Km/h. Me parece ver a los estoicos aficionados que quedaron hasta el final tratando de alzar en andas al sonriente «Polenta» y a éste declinando amablemente tal homenaje. Ernesto Hilario Blanco, el segundo, cumple con el recorrido en 6 horas, 46 minutos y 41 segundos y lo imagino deteniendo al REO para encender calmadamente su infaltable cigarrillo. Ya casi nadie queda en el circuito y hasta el tren, en lento retroceso, se aleja con su carga de rosarinos y porteños. Quedan las autoridades en el palco gris y unos pocos aficionados, porque un pequeño auto Ansaldo continúa su marcha. Emilio Karstulovick Bonaci quiere obtener el tercer lugar y para ello debe cumplir con las 21 vueltas… y lo logra 9 horas y 6 minutos después de largar.
Me imagino que así fueron las primeras «500 Millas Argentinas» de Rafaela de hace exactamente 80 años. Después, seguramente el campo volvió a su silencio habitual, el viento fue llevando papeles y polvo por el callejón desierto y en la ciudad los aficionados esperaron la noche. Porque esa fue noche de premios para los esforzados pilotos.
Riganti alzó en alto la copa Presidente de la Nación, recibió una medalla de oro y además embolsó $ 8.000 por el triunfo obtenido. Blanco se llevó un trofeo del Automóvil Club Argentino, medalla de oro y $ 3.000, mientras que Karstulovick se adjudicó una medalla de oro y $ 1.500. Después vino la cena en honor a los corredores en los salones del Hotel Toscano y lo último que imagino es a la gente espiando por las ventanas a esos nuevos héroes que habían comenzado a escribir la maravillosa historia de una carrera que hoy, ochenta años después, quienes no habíamos nacido por entonces, rememoramos de esta manera, tal como sucedió, pero con una pizca, nada más que una pizca de imaginación.

Orlando Pérez Manassero

Fuente: diario La Opinión, Rafaela, 28 de Agosto de 2006.

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